Cicatrices y amistad: la historia de un alma invencible

**Cicatrices y amistad: la historia de un alma invencible**

Estoy sentado con Lucía en el balcón de su piso en el décimo quinto piso de un edificio nuevo en las afueras de Sevilla. Ella, su padre y su abuela se mudaron aquí hace cuatro años. Su padre es abogado en una constructora que levantó este edificio. Eligieron este piso por su amplio balcón, pensando en la pasión de Lucía. Su padre podía permitírselo. El balcón está acondicionado: suelo radiante, calefacción, paredes revestidas con azulejos con relieve, agradables al tacto. Lucía vive obsesionada con las plantas de interior y los peces de acuario. En el piso hay cinco acuarios, uno en cada habitación y este, en el balcón.

Este acuario es esquina, con luces tenues y un sistema de filtrado complejo del que yo no entiendo nada, pero del que Lucía podría hablar horas. Dentro hay un castillo de cerámica con arcos y torretas. Los peces salen por sus ventanas como guardianes de un reino submarino. Cuatro peces anaranjados brillantes, cuyos nombres nunca recuerdo, y otro diferente: un plecostomus que ella llama “el bronceado”. Es el limpiador del acuario.

Lucía lo sabe todo sobre sus peces. Es activa en foros de acuariofilia, escribe artículos para webs especializadas y allí la respetan. Con la misma intensidad se apasiona por las plantas. Desde que se mudaron, sus habitaciones se convirtieron en una selva floreciente. En el balcón hay hiedras trepadoras, macetas colgantes con violetas y bonsáis en miniatura.

Nos sentamos en este oasis verde, mirando por la ventana el río Guadalquivir, los tejados de las casas y el parque a lo lejos. A la derecha, abajo, ruge la autovía que lleva a Dos Hermanas y Alcalá de Guadaíra. Lucía me cuenta un viaje con su padre a recoger frutos del bosque. Llegaron a un lugar tan remoto que solo su todoterreno pudo acceder. Recolectaron cestas llenas y luego pasaron tres días con su abuela haciendo mermelada.

—Lástima que mi padre ahora casi no está en casa. Trabaja hasta los fines de semana. Hace un día espectacular, pero pronto empezarán las lluvias y no podremos salir. Juanjo, ¿por qué no intentamos otra vez la foto? —Lucía me mira suplicante.

Suspiré. Fuimos a su habitación, tan verde y acogedora como el balcón. Ella se sentó frente a un fondo blanco improvisado. Hice varias fotos, luego intentamos editarlas en el portátil. Necesitaba imágenes para documentos, pero parecía imposible.

No salían bien. Quizá yo era un mal fotógrafo… o quizá era otra cosa.

—Lucía, deja de acomplejarte. Abajo hay un estudio fotográfico, voy a ver si podemos llegar a un acuerdo.

Ella asiente con reticencia. Se arrebuja en una manta en el sillón del balcón y se gira hacia la ventana.

Tomé las llaves del piso y bajé. El fotógrafo, un chico joven, estaba tras el mostrador, aburrido. Le explico que necesitamos fotos para documentos, pero que queremos hacerlas en casa, en el décimo quinto piso.

—Eso costará…

—No importa el precio. Las necesitamos hoy, urgentemente.

Subimos. El chico se queda paralizado frente al acuario del balcón, maravillado por los peces. Me pongo nervioso.

—Mire… Intente no fijarse demasiado… La chica tiene el rostro muy afectado, por eso no ha venido al estudio. Por favor.

—No hay problema. El cliente paga, lo demás no es asunto mío.

Llamo a Lucía. Sale envuelta en la manta como un capullo y se sienta en silencio frente al fondo. El fotógrafo ajusta la cámara y la mira con curiosidad.

—Listo. Quítate la manta.

Lucía aparta la tela lentamente y se endereza. La expresión del fotógrafo palidece, sus ojos reflejan impacto.

—Dios… —musita.

—Haga la foto —dice Lucía con voz sorda.

Dispara rápidamente y lo acompaño a la puerta.

—¿Es tu hermana?

—No, mi mejor amiga. Es increíble, fuerte…

—Lo creo. Pero la próxima vez avisa antes.

—Ya lo hice…

—Sí, pero al verla… ¿Cuánto tiempo lleva así?

—Veintidós años.

—Qué duro… Pobrecilla.

Le ofrezco dinero, pero lo rechaza:

—Vuelve en una hora, las fotos estarán listas.

Regreso con Lucía. Está otra vez en el balcón, envuelta en la manta, los hombros temblorosos; está llorando. La abrazo, acaricio su cabeza y la mezo como a una niña.

—Tranquila, Lucía. Todo pasa, esto también pasará. Mira, las hojas del parque están amarillas. ¿Quieres que vaya a buscar tus siemprevivas favoritas? ¿O un helado? ¿Hacemos una fiesta?

—Hay helado en el frigorífico, Juanjo. Cómetelo… Yo no tengo hambre.

Hace diez años, caminaba por el pasillo del hospital en Sevilla. Las enfermeras, médicos y auxiliares que me cruzaba me saludaban con sonrisas, y yo correspondía.

En la recepción estaba una enfermera mayor:

—Juanjo, ¿cuánto llevas fuera? ¿Cuatro meses? ¿Otra vez a remendar?

—Sí, Teresa. Espero que sea la última.

—Ya veremos, a ver dónde te colocamos… El primer piso está en obras, no hay sitio. Hasta en pediatría han apretado las camas.

Me asomé a la sala infantil. Diez camas en lugar de seis, todas ocupadas.

—Hay sitio en la 12. ¿Vas?

—¿Semiprivada? ¡Claro!

Teresa respiró hondo y sonrió torcida.

—Vamos. Allí hay una chica buena, Lucía Mendoza. De tu edad. Solo que… hay que acostumbrarse a ella. También tiene quemaduras. Graves.

—Qué más da. He visto cosas peores.

La habitación 12 era casi un lujo. Baño privado, nevera pequeña, dos camas funcionales. Incluso cabía un televisor.

Entré. Mi cama, cerca de la puerta, estaba vacía. Junto a la ventana había una figura envuelta en una manta hasta la cabeza. La enfermera encendió la luz y me ayudó con mis cosas. La chiga callaba, observando desde su refugio. Solo se veían sus ojos.

—Lucía, este es Juanjo. Es buena gente, sal de ahí.

La enfermera tiró de la manta. Me quedé helado. Lucía no tenía rostro. Ni pelo, ni orejas; en lugar de nariz, agujeros; apenas labios. Un collarín de espuma sostenía su cuello. Sus mejillas eran cicatrices, como las de mi espalda y piernas. Pero las mías se cubrían con ropa. Las suyas…

Sus ojos, enormes y marrones, parecían ajenos en aquel rostro devastado.

Respiré hondo, me acerqué y dije:

—Hola, encantado de conocerte. ¿Quieres ser mi amiga?

La voz de Lucía era apagada, sus palabras poco claras. Costaba acostumbrarse. Pero era asombrosa: sabía inglés, escribía cuentos infantiles y entendía de arte.

Al anochecer, casi no reparaba en su apariencia. Cinco años en hospitales me habían endurecido. Lucía era especial. Pocos sobreviven a quemaduras así.

Llegó su padre, un hombre bajo de ojos bondadosos como los de ella. Estuvimos en su cama viendo la tele. Se emocionó al vernos juntos. Más tarde supe que yo era el primero que la trataba como a una igual,Lucía me pasó un trozo de turrón con sus manos llenas de cicatrices, y al morderlo, supe que no había dulce más valioso que ese.

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