Charlas del corazón

El diálogo del alma

De nuevo se acercaba la Nochevieja. La ciudad bullía de actividad: centros comerciales iluminados y cálidos, rebosantes de gente afanosa que buscaba los últimos regalos. Por los altavoces resonaba una canción navideña que todos habían escuchado mil veces.

Pero a Leonor no le alegraba nada. Aquel año había sido duro para ella y su madre, Isabel. Aprendían a vivir sin su padre. Leonor ya no vivía con sus padres; era una mujer adulta, casada, con un hijo de diez años, Javier.

Padre

Hacía justo un año, en vísperas de año nuevo, su padre había fallecido. Leonor estuvo tan destrozada que ni siquiera comprendió al principio que su madre lo llevaba peor.

Ramón García fue un esposo y padre cariñoso, bueno, atento. Profesor de economía en la universidad, trataba a sus alumnos con calidez, diciendo siempre:

—Todos son como mis hijos, nunca me enfado con ellos. Y ellos me corresponden igual. En todos mis años enseñando, jamás he tenido un conflicto con un alumno. Había dudas, sí, pero las resolvíamos juntos, y todos salíamos contentos.

—Sí, papá, todos te respetan —asentía Leonor.

Ramón adoraba las películas antiguas, reía con ganas, paseaba con su hija cuando era pequeña. A veces iban al cine en familia, caminaban por el parque, y en vacaciones siempre viajaban los tres.

Leonor veía cómo su padre cuidaba de su madre, así que buscó un marido parecido a él. Y lo consiguió; estaba satisfecha con su esposo, Álvaro. Tras la boda, vivían en un piso que les regalaron ambos padres.

Todo iba bien. Hasta que, tres años atrás, a Ramón le diagnosticaron cáncer de repente. Isabel y Leonor quedaron paralizadas, pero él las tranquilizó:

—Tranquilas, mis niñas, no os vais a librar de mí tan fácil —bromeaba, aunque sus ojos habían perdido brillo.

Y un año atrás, se fue.

No podré vivir sin él

—Siempre recordaré el ruido de la tierra helada golpeando el ataúd, el llanto de mamá, el sonido triste de los cubiertos en el velatorio —pensaba a veces Leonor.

Ahora vivía con el miedo constante por su madre. Cuando volvieron al piso vacío tras el entierro, Isabel entró en la habitación sin quitarse el abrigo y se dejó caer en el sillón donde siempre se sentaba su marido. Se quedó en silencio, mirando al vacío. Leonor tampoco sabía qué decir; el dolor las aplastaba a ambas.

—No puedo —oyó Leonor decir a su madre.

Se acercó, se arrodilló frente a ella y tomó sus manos frías.

—¿Qué no puedes, mamá?

Isabel la miró desconcertada, como si no entendiera la pregunta, y murmuró:

—Vivir sin él. No puedo.

Fue entonces cuando Leonor comprendió que, por mucho que ella sufriera, su madre sufría más.

Esperando que pasara el dolor
Pasó un año. Isabel y Leonor aprendían a seguir sin Ramón. Leonor se acostumbraba a no oír más su voz por teléfono. Antes, cuando visitaba a sus padres, siempre veía su cabeza canosa en el sillón frente al televisor, su lugar favorito. Ahora ya no estaba. Ahora solo le quedaba el dolor. Esperaba que ese tormento cesara, pero se sumó el miedo por su madre.

—Dios mío, que mamá pueda soportarlo —pensaba Leonor al despertar por las noches, y esa idea la perseguía en todo momento.

Entonces llamaba a su madre —no de madrugada, pero sí por la mañana, tarde o noche—. El temor por ella era insoportable.

—Leonor, no te atormentes —la calmaba Álvaro—. Mírate, tienes la mirada apagada, has adelgazado, estás nerviosa. Todo irá bien con tu madre. Aún es pronto, pero créeme, se aliviará.

—Tienes razón, Álvaro. Pero cada vez que veo a mamá, me asusta. Ha cambiado tanto, siempre callada y ensimismada. ¿Qué estará pensando? Debería venir a casa.

Leonor llamó por teléfono. Su madre respondió con voz tenue.

—Sí, hija…

—Mamá, ven a vernos. Es sábado, podemos ir al parque con Javier. No te quedes sola.

—No, hija, gracias. No tengo ganas de salir. Además, no estoy sola, siempre estoy con tu padre en mis pensamientos.

—Eso es precisamente el problema. Mamá, quiero distraerte. Ven —insistió Leonor, pero su madre se negó.

Al colgar, miró a Álvaro.

—¿Cómo la saco de casa? Cuando voy, no quiere salir, dice que prefiere hablar en casa.

—Paciencia, Leonor. Hay que darle tiempo.

Afrontando el duelo

Hoy se cumplía un año desde la muerte de Ramón. Al día siguiente sería año nuevo. La vida seguía. Leonor llamó a su madre por la mañana, pero no contestó. Llamó una y otra vez. El tono sonaba, pero Isabel no respondía. Leonor se asustó. Su madre siempre contestaba.

Agarró las llaves del coche y salió corriendo. Subió las escaleras del edificio con el corazón desbocado, a punto de saltársele del pecho.

—Dios mío, que no le pase nada —susurró al abrir la puerta con su llave.

Releyendo la nota
Al entrar, sintió que algo no iba bien. La casa estaba en silencio, impecable. Sobre la mesa de la cocina, una nota: “Mi querida hija, sabes cuánto te quiero, y no quiero hacerte sufrir. Pase lo que pase, te amo”.

Leonor se agarró al borde de la mesa y se dejó caer en una silla, las piernas flojas, la mente embotada. Las letras bailaban ante sus ojos al releer la nota una y otra vez.

—Siempre supe que lo que más temes, acaba pasando —pensó al fin.

Vio una taza de té en la mesa, aún tibia.

—Mamá no puede llevar mucho tiempo fuera. Quizá aún no ha pasado nada —se dijo, y volvió a agarrar las llaves.

Bajó las escaleras corriendo, tratando de pensar.

—¿Adónde podría ir? ¿Al supermercado? Pero la nota…

Siguió llamando sin éxito. Mientras conducía, un pensamiento la golpeó:

—Alto. Ya sé adónde ir. Al cementerio.

Al llegar a la entrada, salió del coche y corrió hacia la tumba de su padre, sin notar la nieve que caía. El cementerio estaba desierto; ¿quién iba a ir en Nochevieja? A lo lejos, distinguió una figura encorvada junto a una lápida. Era Isabel.

—¡Mamá! —gritó.

Corrió hacia ella, sabiendo que cada segundo contaba. No notó las lágrimas en sus mejillas hasta que llegó y se abrazaron.

—Mamá, ¿cómo has podido? ¿Qué ibas a hacer? ¿Y yo? —repetía Leonor.

Al final, pensó en su hija

Las manos cálidas de su madre le secaron las lágrimas.

—Hija, perdóname, por favor. No quería hacerte daño. Creí que podría soportarlo, pero… Echo terriblemente de menos a tu padre… Pero al final pensé en ti… —susurró.

—Mamá, ni lo pienses. Por favor, jamás lo hagas. Lo superaremos juntas. No podría vivir si te pasara algo… —dijo Leonor con firmeza, e Isabel entendió. Le dio miedo.

Tenía mucho que decirle

Ambas permanecieron en silencio junto a la tumba. Ramón las miraba desde la foto con su sonrisa amable,Las dos mujeres se marcharon del cementerio tomadas de la mano, sabiendo que, aunque el dolor nunca desaparecería del todo, al menos ya no tendrían que cargarlo solas.

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