Estaba de pie junto a la ventana de la habitación del hospital donde mi madre yacía tras una cortina. El aire olía a goma y a algo rancio. En su sueño, ella llamaba a mi hermano, a mi padre… pero mi nombre nunca salía de sus labios.
«Otra vez», pensé. Recordé cuando, de pequeña, mi madre contaba entre risas a los vecinos cómo había conseguido un certificado de embarazo para obtener una vivienda social.
—¿Quién es usted? —preguntó de pronto una enfermera al entrar, recogiendo jeringas.
—Yo… —tragué aire. Las palabras no salían. En mi cabeza solo resonaba la voz de mi madre, la misma que había escuchado toda mi vida.
«¡El certificado! ¡El certificado!»
Así fue como llegué al proyecto familiar: no como una hija, sino como un «permiso para un piso».
Recuerdo que tendría unos seis años. Mi madre enseñaba el apartamento a unos visitantes:
—Seis metros cuadrados por persona: tu padre, yo, Dani y… esto.
Su dedo apuntó a mi nariz. Sonreí. Un niño necesita cariño, amor, y yo estaba dispuesta a ganármelo con risas, aunque fuera un gesto fugaz de atención.
A los ocho, patinando, me caí mal y me rompí la pierna. Fue una fractura complicada, requirió operación. Meses después, llegó el dinero del seguro. Recuerdo a mi madre feliz, contándolo por teléfono:
—¡Al menos la niña no se rompió la pierna en vano! ¡Con esto nos hemos comprado un armario precioso! ¡Para toda la vida!
Entonces lo entendí: hasta mi dolor era un negocio para ellos.
—Tú no eres una hija, ¡eres una inversión! —se reían mis padres.
Desde entonces, dejé de buscar su atención.
Me casé y me fui.
—¡Ahora tendremos una habitación libre para Dani! —fue lo único que escuché en lugar de felicitaciones. Mi regalo: una postal sin firma.
Con cada herida, mi corazón se encogía más, mientras una fría oscuridad crecía dentro de mí. Dejé de llamarles. No por orgullo, sino porque entendí que nunca estuve allí.
Hoy, la habitación estaba en silencio. Mi madre respiraba con dificultad. De pronto, movió un dedo y murmuró:
—El certificado… ¿Dónde estás?
Me estremecí. Esa palabra otra vez.
—Aquí. Estoy aquí —susurré.
—¿Dónde está mi permiso? —se agitó—. ¿Dónde está mi permiso para el piso?
Se movía como si buscara un papel, no a mí. Se quedó quieta un instante, me miró fijamente… y sus ojos me atravesaron como si fuera de cristal. Luego, volvió la cabeza.
Miré por la ventana, donde una farola naranja cortaba la oscuridad, y grité en un susurro:
—Uni-ver-so… ¡dame una señal de que existo! ¡De que estoy aquí! ¡De que soy real!
No hubo respuesta.
Entonces recordé unas palabras que leí alguna vez:
*No hay noche más oscura que un corazón roto por falta de amor. Pero en esos pedazos, nace espacio para el amor verdadero.*
Por primera vez, dejé que el llanto me inundara: no un gemido, sino un torrente. El alma se me partía, las lágrimas arrastraban la etiqueta de «certificado». En el dolor, sentí que, al fin, existía.
Al amanecer, mi madre abrió los ojos.
—El per… permiso… ¿dónde?
Contuve la respiración.
—Aquí —respondí con una calma que ni yo reconocía—. Pero no soy un documento. Soy tu hija, Lucía.
Algo cambió en mí. Comprendí que se puede amar, aunque no te vean. El amor no es un trueque, es un río que decido dejar fluir.
Salí del hospital más ligera. Sin planes, rencores ni excusas. En el parque, el sol filtraba entre los árboles, pintando el suelo de luces vivas. *Qué hermosa luz*, pensé. Aminoré el paso para sentirla en mi rostro.
Una niña dejó caer su helado. Sus lágrimas eran como las mías hace poco.
—Toma el mío —le di mi cucurucho.
—¿Quién eres?
Sonreí, sintiendo cómo mi corazón se expandía como el cielo.
—Soy Lucía. Solo Lucía.
Dentro de mí brilló una suave luz, como una corriente cálida. El pasado quedaba atrás, mi alma se abría al presente. Escuché pájaros, hojas, risas infantiles. ¡Estaba viva!
Al volver al hospital, mi madre dormía. Me senté, tomé su mano sin esperar nada. Sentí cómo mi luz salía al mundo, sin preguntar si la querían.
Así, un metro cuadrado de papel se convirtió en una habitación sin paredes. Porque los muros están dentro, y solo nosotros decidimos cuándo derribarlos para dejar entrar la luz.