Cena de Ensueño: Una Experiencia Culinaria Inolvidable

Cena

Sergio.

Cinco años después del divorcio, Sergio volvió a atreverse a buscar una relación seria. En teoría no había nada que faltara: tenía piso en el centro de Madrid, un empleo estable en una consultora, y se describía a sí mismo como amable y de buen corazón. Sin embargo, la realidad pronto se tornó más intrincada

Atraía miradas de mujeres, colegas que lo observaban desde hace tiempo y vecinas solteras. Lo conocían como el trabajador tranquilo, sin vicios, el oro, no el hombre. Pero, ¿qué diferencia hay entre estar casado y ser feliz? Tenía un hijo, al que ayudaba los fines de semana, mantenía una relación cordial con su exesposa Todo parecía pintarle de favorable.

Cuando surgían los encuentros, la conversación fluía, los cafés, el teatro, el cine. Pero al tocar temas serios, Sergio se perdía, se encerraba en sí mismo y evitaba alzar la voz por temor a revelar su inquietud.

Es inútil, chicas. Ayer le conté que sé cocinar, que gano bien, que no seré carga y él, al entender mi insinuación, se marchó a casa diciendo que tenía asuntos urgentes.

Yo también intenté convencerlo Tenía buen aspecto, apartamento, pero en cuanto le dije ven a vivir conmigo, se evaporó como el viento.

Un joven colega, que había escuchado la charla, los ridiculizó y, con cierta crueldad, explicó su visión:

¿Para qué le sirven ustedes? ¿Qué problemas quiere un hombre? Ya conoce el matrimonio; le conviene estar solo. No llamen, no lo molesten, váyanse al bar o a la pesca.

El muchacho tenía razón. Los tres primeros años después del divorcio, Sergio se preguntaba por qué se casó tan pronto, se sumergió en problemas domésticos a los veinticinco. Vivía la vida a su manera: cada noche en stripclubs o con desconocidos, llevándolos a su piso. Un año después, esa vida le cansó; el alma pidió reposo y surgieron incidentes desagradables: una ladrona, un hombre que le dio un golpe cerca del ascensor, y la sensación de que el universo le pedía frenar.

Decidió entonces relacionarse solo con mujeres conocidas, evitando sorpresas y manteniendo los encuentros bajo dos meses, sin ataduras. No era nada ni nada; vivía así. Un día, la conciencia le golpeó como un martillo y recordó a Yolanda, su exesposa, quien no era tan mala Al principio la había resentido por seguir su vida, pero luego comprendió que tampoco era codiciosa, solo quería lo mejor.

Así, la vida seguía: piso, ingresos suficientes, un hijo ejemplar. Pero, como dice el refrán, después de la tormenta llega la calma. Ya no había nada que reclamar. Era tiempo de construir su propia existencia, sin revolotear como una mariposa de flor en flor.

Revisó su entorno: había muchas amigas, bellas y jóvenes, quizás podría elegir una más fresca. A sus cuarenta años, Sergio lucía bien, con canas que le daban encanto, sonrisa y una melancolía que le recordaba que ninguna de esas mujeres le tocaba el corazón. No sentía calor en el pecho.

Así surgió la historia

Los conocidos le resultaban poco atractivos, mientras que lo desconocido le asustaba: ¿y si los hombres eran celosos o había niños a montones? ¿O peor aún?

El tiempo pasa, y él no será eternamente joven; anhelaba formar una familia, quizá incluso tener otro hijo. No quería lanzarse a ciegas. Entonces apareció una oportunidad inesperada: un compañero de trabajo, sin querer, habló de su hermana.

Imagínate, ha venido de la capital, Madrid, en coche lujoso, cansada del ruido, quiere vivir en un pueblo. Busca chico decente, ¿a quién la presentas?

Sergio, en tono de broma, relató sus intentos fallidos de encontrar novia. El compañero, dudoso, respondió:

No sé, si algo sale mal, me cargarás la culpa. No quiero ser tu casamentero, ella tiene su propio plan Además, no encajas en su estilo: es una estudiante universitaria, obsesionada con dietas, viste como si fuera a una fiesta de graduación.

Eres todo un cupido, vendes caballos cojos a los gitanos

Solo quiero ser honesto

El rechazo despertó en Sergio una curiosidad mayor y, tras unos intercambios, aceptó organizar el encuentro en un café modesto. El compañero, tras prometer que no habría reclamos, entregó el número de su hermana y se despachó.

Aurelia, la hermana, resultó ser una figura esquiva. No contestó al primer llamado, devolvió la llamada dos días después, pospuso la cita tres veces alegando ocupaciones, y parecía reacia a reunirse. Cuando Sergio, al tercer intento, le dijo que dejaría de insistir, ella aceptó una hora.

Mañana, a las ocho, en el restaurante Espinaca. No reserves mesa junto a la ventana, detesto mirar la calle, es sucia, dijo.

Sergio llegó quince minutos antes, se quitó el abrigo, tomó un café y observó la entrada. El local, de gama media, estaba casi vacío; la mayoría de los clientes eran parejas que hablaban en voz baja.

Pasada media hora, pidió una ensalada César, dos raciones por si acaso, y solicitó al camarero dos copas de vino blanco, esperando a su invitada. Cuarenta minutos después, el teléfono sonó, pero Aurelia colgó. Miró nuevamente la puerta y comprendió que había sido una ilusión. Un destello de una joven que miraba al interior pasó, él la saludó con la mano, pero desapareció.

Mejor que no viniera, así no habría que perder la paciencia.

Pidió una brocheta, abrió su app favorita y bebió el vino, cuando de pronto alguien se sentó frente a él. Una chica, empapada de lluvia, con la ropa mojada, se acercó y, sin palabras, dejó su abrigo sobre la silla. Sergio, intentando romper el hielo, dijo:

Aurelia, mientras tanto, la ensalada está lista, el vino aquí, ¿qué deseas? Yo he pedido la brocheta.

Llevo tiempo aquí, observaba desde la ventana. ¿Podría servirme patatas fritas?

Claro, pero el menú solo tiene guiso con patatas y setas. Voy a colgar su abrigo en el guardarropadijo al camarero.

Antes de marcharse, la joven se lanzó a la ensalada como si no hubiera comido en tres días, bebía el vino como si fuera agua y hablaba al camarero con la boca llena. Cuando regresó a su asiento, la bandeja estaba vacía.

¡Qué delicia! exclamó. La gente trabaja para poder comer bien cada día. No necesitamos coches lujosos ni mansiones; solo un plato decente.

Sergio, sorprendido por su espontaneidad, la observó más de cerca: llevaba un vestido sencillo, sin maquillaje, el cabello natural, la figura era voluptuosa, sin excesos. Sin embargo, su mirada era constante, buscaba al camarero, y cuando le trajeron las patatas, devoró cada bocado con avidez, y luego, satisfecha, se recostó en la silla.

¡Dios mío, qué rico! dijo. La gente trabaja para poder comer, pero ¿por qué tanto dinero? ¿Para comprar atún a dos mil euros? ¿De dónde sacan esas cifras?

Sergio, sin responder, sintió una mezcla de orgullo y vergüenza al ser llamado rico. Aurelia, sin reproche, sonrió y, de pronto, se levantó, saludó con un gesto de gratitud y salió.

¿Podemos volver a vernos mañana? le gritó Sergio, casi sin aliento.

Perdí el móvil respondió ella, mientras desaparecía entre la multitud.

Aurelia había llegado a la ciudad casi por accidente, engañada por amigas que prometían una vida de lujo: sueldos más altos, encuentros con millonarios, viajes al extranjero. Abandonó su trabajo en la enfermería del pueblo y se lanzó a la gran urbe, creyendo que encontraría piso barato y compañeros solidarios. La madre, cansada de reprocharle la falta de matrimonio, la empujó a buscar oportunidades en Madrid.

Los primeros meses fueron prometedores: consiguió trabajo en una pastelería, se compró un buen móvil y disfrutó de una habitación con baño propio. Pero pronto sus amigas se fueron a diferentes ciudades, dejándola sola con una enorme renta y facturas de luz y agua que no podía pagar. Vendió su móvil para saldar deudas y se quedó en una habitación de residencia estudiantil, sobreviviendo a base de arroz y té con mermelada.

Una noche, mientras deambulaba hambrienta, se topó con el mismo restaurante Espinaca. Desde la ventana, observó a los comensales adinerados y, con la boca agua, sintió que el hambre la devoraba. Una mujer rubia, con uñas relucientes, salió del coche y, lanzando insultos, se marchó bruscamente. Aurelia, curiosa, miró al interior y vio a un hombre solo, que le hizo un gesto de bienvenida.

Al cruzar la calle bajo la lluvia, el hombre, Sergio, la invitó a entrar y, con una sonrisa, le compró una bolsa de alimentos. La acompañó hasta la residencia y desapareció en una esquina, sin dejar número ni dirección. Aurelia, triste, se quedó mirando la puerta mientras él se alejaba.

En su habitación, descubrió, entre los paquetes de comida, un papel escrito con una caligrafía masculina: Te espero mañana a las ocho, en el mismo sitio. Sergio.

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