Celebración inolvidable de un cumpleaños tras una cena especial juntos.

Lorena regresaba con su esposo del restaurante donde celebraron su cumpleaños. Fue una velada estupenda. Había mucha gente, familiares, colegas de trabajo. A muchos de ellos Lorena los veía por primera vez, pero si Manuel decidió invitarlos, sería por algo importante.

Lorena no era de las que discutía las decisiones de su marido; no le gustaban los escándalos ni confrontaciones. Le resultaba más fácil estar de acuerdo con Manuel que intentar demostrarle su punto de vista.
– Lorena, ¿tienes las llaves del piso a mano? ¿Puedes sacarlas?
Lorena abrió su bolso, tratando de encontrar las llaves. Entonces, un dolor agudo la hizo soltar un grito involuntario y el bolso cayó al suelo.
– ¿Por qué gritas?
– Me he pinchado con algo.
– Con la de cosas que tienes en ese bolso, no es de extrañar.

Lorena no discutió más con su esposo, recogió el bolso y encontró las llaves con cuidado. Entraron al piso y ella se olvidó del pinchazo. Estaba agotada, sus pies dolían, solo quería ducharse y caer en la cama. Al despertar por la mañana, sintió un fuerte dolor en la mano; su dedo estaba enrojecido e hinchado. Recordando lo ocurrido la noche anterior, cogió su bolso para revisar su contenido y, al vaciarlo cuidadosamente, encontró una aguja oxidada en el fondo.

– ¿Qué es esto?
No entendía cómo había llegado allí. Tiró esa extraña aguja a la basura y fue a buscar un botiquín para desinfectar la herida. Después de vendarse el dedo, Lorena se fue al trabajo. Pero, para la hora del almuerzo, empezó a sentirse mal.

Le llamó a Manuel:
– Manuel, no sé qué hacer. Creo que ayer me infecté con algo. Tengo fiebre, me duele la cabeza, y todo el cuerpo está adolorido. Imagínate, encontré una gran aguja oxidada en mi bolso, y fue con esa que me pinché anoche.
– Deberías ir al médico, podría ser tétanos o una infección.
– No exageres, ya he desinfectado la herida, todo estará bien.

Pero conforme pasaban las horas, Lorena se sentía peor. Al final del día, llamó a un taxi para volver a casa, sabiendo que no podría hacer el viaje en transporte público. Al llegar, cayó en el sofá y se quedó dormida.

En sueños, vio a su abuela Antonia, quien había muerto cuando Lorena era pequeña. Sin saber cómo, Lorena identificó a la anciana como su abuela. Antonia era una mujer mayor, encorvada, que a muchos les habría asustado, pero Lorena sentía que quería ayudarla.

La abuela la llevó por un campo, mostrándole qué hierbas debía recolectar, indicando que debía preparar una infusión para purificar su cuerpo de lo que la estaba consumiendo. Le mencionó que había alguien que le deseaba daño, pero que para enfrentar a esa persona debía sobrevivir. No le quedaba mucho tiempo a Lorena.

Despertó empapada en sudor, pensando que había dormido mucho, pero solo habían pasado unos minutos. Entonces escuchó la puerta de entrada, Manuel había llegado. Se bajó del sofá y se aproximó al recibidor. Al verla, Manuel exclamó horrorizado:
– ¿Qué te ha pasado? Mírate al espejo.

Lorena se miró. Ayer aún veía reflejada una chica sonriente y hermosa, pero ahora veía un rostro pálido, con ojeras, su cabello enmarañado y una expresión vacía.
– ¿Qué está pasando?

Recordando su sueño, le dijo a su esposo:
– Vi a la abuela en un sueño. Me indicó qué hacer…
– Lorena, vístete, vamos al hospital.
– No iré a ningún lado. La abuela dijo que los médicos no podrán ayudar.

Se armó un escándalo en casa. Manuel la llamó loca por renegar de la medicina en base a un sueño febril. Fue la primera gran pelea entre ellos, Manuel incluso quiso obligarla, agarrándola por el brazo y arrastrándola hacia la puerta.

– Si no quieres ir por las buenas, te llevaré por las malas.
Pero Lorena se soltó, cayendo y golpeándose contra el borde de una mesa. Enfurecido, Manuel tomó un bolso, salió y dio un portazo. Lo único que Lorena pudo hacer fue escribirle a su jefe, informándole que había contraído un virus y que necesitaría quedarse en casa unos días.

Manuel regresó a casa cerca de la medianoche, pidiendo perdón. Ella solo dijo:
– Llévame mañana al pueblo de mi abuela.

A la mañana siguiente, Lorena parecía un cadáver viviente. Manuel seguía suplicando:
– No seas terca, vamos al hospital. No quiero perderte.

Fueron al pueblo. Lorena solo recordaba el nombre del lugar, no había regresado desde que vendieron la casa de su abuela tras su muerte. Durmió durante todo el camino, y al acercarse al pueblo, despertó y le indicó a Manuel:
– Es por allí.

Con gran esfuerzo salió del coche, desplomándose en el campo por la debilidad. Sabía que era el lugar al que la había llevado en sueños su abuela Antonia. Recogió las hierbas que su abuela le mostró y regresaron a casa. Manuel preparó la infusión tal como ella le había explicado. Lorena empezó a beber el brebaje, sintiendo alivio con cada sorbo.

Con dificultad, llegó al baño, y al levantarse del retrete, vio que su orina era negra. Pero esa visión no la asustó, al contrario, murmuró las palabras de su abuela:
– La oscuridad se va…

Esa noche, la abuela volvió a visitarla en sueños, sonriente. Le habló:
– Te han echado un mal de ojo con esa aguja oxidada. Mi infusión te dará fuerzas, pero no por mucho tiempo. Debes encontrar a quien te ha hecho esto y devolverle el mal. No sé quién fue, no puedo ver. Pero tu esposo está de alguna manera relacionado. Si no hubieras desechado esa aguja, podría haberte dicho más. Pero…

Haremos esto. Compra un paquete de agujas y recita este conjuro sobre la más grande: “Espíritus nocturnos, que antes vivieron, escúchenme, espectros de la noche, profeticen la verdad. Rodéenme, guíenme, descubran a mi enemigo…”. Coloca esta aguja en el bolso de tu esposo. Aquel que te lanzó el hechizo se pinchará con ella. Entonces sabremos su nombre y podremos devolverle su maldad.

La abuela se desvaneció como humo.

Lorena despertó. Todavía se sentía mal, pero sabía que mejoraría. Sabía que su abuela la ayudaría. Manuel decidió quedarse en casa, cuidando de ella, y cuál fue su sorpresa cuando Lorena se dispuso a ir a la tienda, insistiendo en que debía ir sola:
– Lorena, no seas tonta, apenas puedes mantenerte en pie. Déjame ir contigo.
– Manuel, prepárame una sopa, este virus me ha dado un apetito voraz.

Lorena hizo exactamente lo que le había indicado su abuela. Esa noche, la aguja consagrada yacía en el bolso de Manuel. Antes de dormir, él le preguntó:
– ¿Estás segura de poder manejarlo sola? ¿No debería quedarme contigo un tiempo más?
– Lo manejaré.

Lorena empezó a sentir una mejoría, pero sabía que el mal aún la habitaba, moviéndose dentro de ella como si fuera su propio hogar, envenenándola. Pero la infusión que bebía desde hace tres días actuaba como un antídoto. Sentía cómo ese antídoto incomodaba a lo que llevaba dentro.

Con dificultad esperó la llegada de Manuel del trabajo. Lo recibió en la puerta, preguntando por su día:
– ¿Qué tal fue?
– Todo bien, ¿por qué preguntas?
Lorena casi pensó que quien le había lanzado la maldición aún no había surgido, cuando Manuel agregó:
– Imagínate, hoy Irene del departamento vecino quiso ayudarme a sacar las llaves del despacho de mi bolso porque tenía las manos ocupadas. Metió la mano y se pinchó con una aguja. ¿Qué hacían agujas en mi bolso? Me miró con tanto odio que pensé que me mataría con la mirada.
– ¿Qué hay entre tú y esa Irene?
– Lorena, por favor. Solo te amo a ti. No me interesan ni Irene ni Mariana, no necesito a nadie más.
– ¿Ella estuvo en la celebración de tu cumpleaños?
– Sí, es una buena colega, nada más.

Las palabras de Manuel le aclararon a Lorena cómo esa aguja oxidada acabó en su bolso.
Manuel fue a la cocina, donde la cena lo esperaba.
En cuanto Lorena se durmió, volvió a ver a su abuela. Le explicó cómo devolverle a Irene todo el mal que quería hacerle. Ahora todo era claro para su abuela. Irene había intentado deshacerse de su rival mediante magia, para luego ocupar su lugar al lado de Manuel. Si no lo lograba de un modo natural, recurriría a la magia de nuevo. Esa mujer no se detendría ante nada.

Lorena hizo todo como le enseñó su abuela. Al poco tiempo, Manuel le dijo que Irene se había tomado una baja médica, que estaba muy mal, y que los médicos no sabían qué hacer.
Lorena le pidió a su esposo que la llevara el fin de semana al pueblo donde vivió su abuela, al cementerio al que no había vuelto desde el entierro. Compró un ramo de flores y llevó guantes para limpiar la tumba de la maleza. Encontró con dificultad el lugar. Al acercarse, vio la fotografía en la lápida: era la mujer que había aparecido en sus sueños, la que le salvó la vida. Lorena ordenó la tumba de su abuela, colocó las flores en una botella con agua y se sentó en el banco para hablar:

– Abuela, perdona que no viniera antes. Pensé que con una visita al año de mis padres era suficiente. Me equivoqué. Vendré siempre. Si no fuera por ti, probablemente ya no estaría aquí.

En ese momento, Lorena sintió como si una cálida mano se posara en su hombro. Se giró, pero no había nadie, solo una suave brisa…

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