¡Tú con ella también! exclamó Cayetana, cruzando los brazos. ¡Esteban, no te queda ni una pizca de conciencia!
Eso no cuenta! respondió Esteban, arrastrándose bajo la sábana. ¡Con la exesposa está permitido!
En realidad no lo está replicó Cayetana.
Cariiña, que te quiero, murmuró Esteban, pero esto es cosa de costumbre
Qué buena costumbre tienes dijo Cayetana, medio aturdida.
¿Y puedo vestirme? preguntó la costumbre con ironía.
¡Y te llevaste mi juego de sábanas de seda! la noticia iba llegando a Cayetana pedazo a pedazo.
Es un juego precioso comentó Pilar, la exesposa. ¡Me compraré otro igual!
Llévatelo, gruñó Cayetana, ¡no pienso volver a usarlo!
Entonces, ¿qué tal si te cambias de ropa? insistió Pilar. No me da vergüenza a ti, pero a ti, señorita
¿Y con el muñeco ajeno no te avergonzaste? espetó Cayetana.
¡Cese el griterío, por favor! sacudió la cabeza Pilar. Además, ¿cómo puede ser ajeno si llevamos casi veinte años casados?
¡Su propio marido! ¡El de toda la vida!
Esteban, con dificultad, se tiró la ropa de debajo de la sábana, se incorporó y, sujetando a Cayetana del codo, intentó sacarla de la habitación:
¡Vamos, hablemos!
No me muevo hasta que ella se vaya de mi piso cruzó los brazos Cayetana. ¡Anda, niña, corre antes de que me quede algo de respeto por tu edad!
¡Joven, no seas tan atrevida! Solo soy doce años mayor que tú replicó Pilar.
¡Ya verás que te empiezo a llamar abuelita! le advirtió Cayetana. ¡Aliméntate! ¿O prefieres una caña, bastón o muletas? ¡Y rezemos por no acabar en cochecitos!
¡Esteban! chilló Pilar. ¡Acuéstate con tu esposa!
¡Cayetita! Esteban sonrió de oreja a oreja y tiró de Cayetana fuera del cuarto.
Mejor ayuda a esa ancianita a desaparecer, gruñó Cayetana. Después hablamos, ¡te lo prometo!
Escena sacada de una comedia de bajo presupuesto. Cayetana observaba el alboroto de su marido y la exesposa. Esteban intentaba, con sus hombros enclenques, tapar a Pilar de la mirada fulminante de su esposa. Pilar, enredada entre sábanas, se debatía con la ropa.
Cuando Pilar finalmente dejó de entretener a Cayetana, ésta apretó los puños hasta doler, para no darle más velocidad a la inesperada visita. Al cerrar la puerta de entrada, Cayetana rugió:
¡Límpiala y luego te espero en la cocina!
¡Ya, ya! soltó Esteban como quien recita un trabalenguas y se lanzó a la habitación a cambiar la ropa.
¡Y ahora límpiala! resonó la voz desde la cocina.
Claro, claro respondió Esteban, jadeando.
Al entrar en la cocina, encontró a Cayetana llorando junto a la ventana.
Cayetita la llamó con ternura.
¿Cómo pudiste? sollozó ella. ¿Cómo pudiste con ella? Yo lo entendería con cualquiera, pero contigo ¡Es doloroso y humillante! Y encima, después de todo lo que pasó entre vosotros, ¿cómo la perdiste?
No quería sonrió forzado Esteban. Me llamó porque su hijo tiene problemas
¡No es excusa para arrastrarla a nuestro hogar! gritó Cayetana. Después de lo que me hizo, ni siquiera la saludaría.
Lo del hijo
¡Tú mismo la describiste! ¡Te dejó deudas! ¿Y tú qué?
***
Cayetana nunca había pensado en hombres mucho mayores. Sus compañeros de edad le resultaban poco atractivos. Un hombre de cinco o seis años de diferencia podía ser el toque. Pero Esteban tenía quince años más; eso le hacía temblar el corazón.
En su círculo cercano no había ninguno de su edad. En el trabajo se cruzaba con distintos hombres, pero nunca surgía nada serio. La vida le había puesto una coincidencia tan grande como una película de bajo presupuesto.
Una tarde, de regreso del trabajo, el tablero de su coche se apagó, el volante crujió y el vehículo siguió avanzando como un fantasma. El pánico duró solo un instante; por suerte la calle era secundaria y poco transitada.
Con esfuerzo, Cayetana aparcó a un lado, puso el freno de mano y salió del coche. Sabía que había que poner aceite, anticongelante o el limpiador de parabrisas, pero para algo más necesitaba el taller.
Actuando bajo la adrenalina, abrió el capó y, con la mirada perdida, contempló el motor.
¿Y ahora qué te pasa? preguntó, como si el motor fuera una persona. ¡Ayer fuimos al mecánico! ¿Por qué no lo dijiste?
El motor, obviamente, no respondió. Un hombre que pasaba por allí se rió y se detuvo.
¿No habla?
¡Silencio, por favor! respondió Cayetana sin pensarlo.
Déjeme echar un vistazo propuso, empujándola ligeramente a un lado.
Ella se hizo a un lado. ¿Qué más podía hacer? ¿Enfrentarse a él y no dejarle tocar el coche? Si lo arreglaba, sería su última esperanza antes de llamar a la grúa.
¿Siempre van al mismo taller? inquirió el hombre.
Sí, a trescientos metros de casa. ¡Muy cómodo! Si lo necesito, lo dejo allí y lo recojo por la mañana.
El taller necesita cambiarse contestó él con una sonrisa. No aprietan los terminales de la batería. Se le ha soltado una de ellas y el coche se quedó parado. Si te hubiera cobrado, tendrías la cuenta más alta. ¿Tienes alguna herramienta?
Tengo algo en el maletero respondió Cayetana, dudosa.
Cuando el terminal volvió a su sitio, el motor rugió.
No sé cómo agradecerle dijo Cayetana.
No es nada hizo el hombre, despidiéndose con la mano.
¿Y por qué está tan triste? preguntó Cayetana.
Pues ahora soy un caballo sin herraduras suspiró él.
¿Me lleva a casa? propuso ella. Me pongo nerviosa cuando el coche se queda a mitad de la carretera. Después le llamo un taxi.
Así se conocieron. Mientras cenaban, Cayetana le preguntó:
¿Su coche también se averió?
Claro que sí respondió Esteban, ahora presente en la escena. Solo se desplaza con la exesposa. En el divorcio me quedó con mi hija.
Cayetana escuchó atento la triste historia de Esteban. Él había estado casado casi veinte años con Pilar, y antes de eso, otros veinte con ella. Habían tenido hijos, les habían criado, habían planeado bodas y nietos. Nada extraordinario: trabajo, hogar, vacaciones en la costa, tardes en la casa de la suegra. Una vida normal.
Pero Pilar empezó a decir que le faltaba algo. A veces necesitaba compañía, otras comprensión, otras vez los sentimientos se apagaban.
Le compraba flores, regalos contaba Esteban. Lo hacía siempre. No sé qué le pasó.
Primero la echó al sofá, luego la ignoró y, al final, pidió el divorcio porque había encontrado a otro hombre.
Cayetana asintió comprensiva. Sabía de dónde surgen esas decisiones, pero no quiso sermonear, pues Esteban seguía hablando.
Teníamos que repartir los bienes. ¡Casi veinte años de vida en común! recordó. La casa que vivíamos era un trasto que tuvimos que arreglar con cemento, de la nada.
Mientras tanto, Esteban alquilaba su antiguo piso y, con su habilidad de manitas, lo reformó. Cuando lo vendió, destinó la ganancia a pagar la hipoteca del coche que Pilar había tomado a su nombre. Al final, el tribunal adjudicó el coche a Pilar porque el préstamo estaba a su nombre, y él se quedó con la deuda del piso del hijo.
¿Y el hijo? preguntó Cayetana.
La hija no me deja entrar respondió Esteban, resignado.
Cayetana vio en él a un hombre interesante, con quien conversar sobre literatura, cine y música. En la cama, no se quedaba atrás respecto a los más jóvenes. Con su ayuda, en dos meses pagó la deuda que le pendía, pues ella era una emprendedora en plena expansión.
¡Vaya ayuda! dijo Esteban, agradecido. No habría podido hacerlo sin ti.
Cayetana no se arrepintió de entrar en ese matrimonio desigual. El dinero vendría después; lo que ahora tenía era cariño, protección y una pizca de locura compartida.
Todo iba bien hasta que descubrió ropa de mujer ajena colgando en el armario y fotos de la exesposa en su móvil. La indignación la llevó al borde del llanto.
Cayetana, no te enfades tanto intentó Esteban. Fueron veinte años, también hubo cosas buenas.
¡Traidor! gritó ella. No solo me traicionaste a mí, te traicionaste a ti mismo.
Lo sé, lo entiendo admitió Esteban, rascándose la cabeza. Necesitábamos un descanso. Con todo el patrimonio, actuaste con justicia. Gracias por cerrar la deuda.
No lo digas murmuró Cayetana, sorprendida.
Cayetita, lo siento, pero vuelvo con ella. Compartimos tantos años intentó él.
Cayetana bajó la mirada al suelo, observó el linóleo y, con voz firme, dio la orden final:
Llaves del coche, del piso y la tarjeta sobre la mesa. gritó. ¡Y pójase de mi casa!
¿Qué? se quedó boquiabierto Esteban.
¡Nada! respondió ella. Como quien entra sin avisar, sale sin despedida. ¡Desaparezca!
Esteban se marchó con cierta dignidad; al menos había saldado la deuda que ella había pagado. Y la vida, al fin y al cabo, sigue su curso, con una casa, un coche y, quizá, una nueva dacha en la sierra.






