Catalina llevaba ya dos horas esperando en la cola para ver a la curandera Nina. Era la última esperanza para la joven.

**Diario de un Hombre**

Hacía ya dos horas que Lucía esperaba en la cola para ver a la curandera, la tía Rosario. Era su último recurso. Durante años, ella y su marido, Javier, habían intentado tener un hijo sin éxito. «No sé qué decirte Los análisis son perfectos, no hay ninguna patología», le había dicho la doctora con un gesto de impotencia.

«Pero tiene que haber una explicación. Si estoy sana, ¿por qué no puedo quedarme embarazada?», insistió Lucía. «No lo sé. La medicina no puede hacer más. Quizá deberías ir a la iglesia», murmuró la doctora.

Lucía y Javier llevaban cinco años casados. Tenían una vida envidiable: una casa amplia en Madrid, dinero suficiente, amor y comprensión. Solo faltaba una cosa: el sonido de niños riendo en aquellos pasillos silenciosos.

Desde hacía tiempo, Lucía sospechaba que algo oscuro pesaba sobre ellos, y las palabras de la ginecóloga solo confirmaron sus temores.

«La iglesia está bien, pero en tu caso necesitas algo más fuerte», le dijo su amiga Carmen, pasándole una dirección. «Ve, no lo pienses. Cuanto antes, mejor».

Finalmente, le llegó el turno. Cruzó con timbre el umbral de la humilde casita. Al ver a una anciana menuda, de rostro amable y vestida con un delantal floreado, Lucía sonrió. Nunca había visitado a una curandera y se imaginaba a alguien más siniestro, con colmillos y un gato negro al hombro.

«Hola, hija. Siéntate aquí, junto al altar», dijo la tía Rosario con voz suave.

«Es que tengo un problema», y Lucía rompió a llorar.

«Lo sé, cariño. Haré lo que pueda», respondió la anciana con calma.

Lucía se sentó frente a una imagen de la Virgen mientras la curandera encendía una vela y rezaba en voz baja. Tras veinte minutos, la tía Rosario tomó sus manos y le dijo:

«No podrás tener hijos. Hay una maldición que arrastras desde niña. Hay que expiarla».

«¿Una maldición? ¿Quién me maldeciría? Yo no le he hecho daño a nadie»

«Tú no, pero tu madre cargó con un pecado terrible, y ahora tú pagas por él».

Lucía se quedó helada. «¡Eso no es justo! Mi madre murió hace años. ¿Por qué debo pagar yo?»

«Así es la ley del mundo. No podemos cambiarla».

«¿Puede ayudarme?», preguntó con esperanza.

La curandera negó. «No. Si fuera un mal de ojo, sí. Pero esto no. Debes descubrir ante quién pecó tu madre y tratar de enmendarlo. Y reza, no solo por ti, sino también por tus enemigos».

Lucía salió, llamó a Javier y le dijo: «No volveré hoy. Tengo que ir a ver a la tía Adela. Luego te explico».

Al llegar al pueblo, su tía Adela la recibió con sorpresa. «¿Lucía! ¿Por qué no avisaste?»

«Vengo por un motivo», cortó Lucía. «Necesito saber qué hizo mi madre. ¿Por qué estoy pagando por sus pecados?».

La tía Adela, tras escuchar la historia de la curandera, bajó la mirada. «Tu madre, Isabel, era la más bella del pueblo. Se enamoró de un hombre casado, Manuel, y se lo quitó a su esposa, Sofía. Esta, desesperada, la maldijo antes de perder la razón y terminar en un manicomio».

Lucía, horrorizada, supo que debía encontrar a su medio hermano, Pablo, el hijo de Sofía y Manuel.

«Está en el pueblo, pero vive como un mendigo», le advirtió Adela.

Sin miedo, Lucía lo buscó. Lo encontró en una ruinosa chabola, borracho y en silla de ruedas. Solo una cosa brillaba en aquel lugar: un gato blanco que dormía sobre la mesa.

«¿Quién eres?», gruñó Pablo.

«Soy Lucía, tu hermana. Vine a pedirte perdón».

Él se rió con amargura. «¿Perdón? Dame dinero y te perdonaré».

Ella dejó cincuenta euros sobre la mesa.

«Vente conmigo. No puedes seguir así».

Al principio, Pablo se resistió, pero acabó aceptando.

Tres meses después, vivía con ellos en Madrid, estudiando programación. Javier lo trataba como a un hermano.

Y seis meses más tarde, frente a la ventana de la maternidad, Javier y Pablo sonreían al ver a Lucía sostener a sus gemelos recién nacidos.

«¡Va a ser un lío!», bromeó Javier.

«¿Listo para ser tío?», preguntó Lucía.

Pablo asintió, feliz. «Siempre listo».

**Reflexión:** A veces, el perdón y la redención llegan cuando menos lo esperamos. La familia no es solo sangre, sino también lealtad. Y el amor, cuando es sincero, sana hasta las heridas más antiguas.

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Catalina llevaba ya dos horas esperando en la cola para ver a la curandera Nina. Era la última esperanza para la joven.