Catalina avanzó con elegancia sobre el césped impecable, como si pisara un escenario. Cada movimiento suyo era preciso y calculado. Lo sabía: no era un simple regreso. Era su venganza.

Celia avanzó lentamente sobre el césped impecablemente cortado, como si pisara un escenario. Cada uno de sus movimientos era preciso, calculado con fría determinación. Sabía que no era un simple regreso. Era su venganza.

Los ojos del tío Rodrigo la quemaban. Agarrado al bastón con tanta fuerza que sus nudillos palidecían, su mirada lo decía todo: furia, desprecio y ese brillo depredador que durante décadas lo había convertido en el amo de todo.

¿Comprar? preguntó con sorna. Niña, estas casas son de mi familia. De mi sangre. Mientras yo viva, aquí se quedan.

Celia dio un paso adelante.

Precisamente por eso murmuró, suave como el filo de un cuchillo. Porque no vas a vivir mucho más.

Los labios del hombre temblaron. Quiso reír, pero solo le salió un acceso de tos. Los años, el alcohol y el peso del poder habían hecho su trabajo.

Detrás de las vallas, aparecieron rostros. Todos veían, nadie se atrevía a intervenir, pero la curiosidad era más fuerte que el miedo.

Te has vuelto loca, Celia gruñó el anciano. Nadie te venderá nada.

Ella sacó una carpeta de su bolso.

Estos son contratos. Ya he comprado media calle. La tía Valeria tenía deudas, su hijo ahogado en préstamos. El negocio del tío Esteban quebró. Todos vinieron a mí.

Los ojos de Rodrigo relampaguearon.

¡Mentira!

Celia abrió la carpeta, mostrando las copias.

Esto es solo el principio. Pero tú, tío Rodrigo, tienes secretos que valen más que estos muros.

El anciano tambaleó.

¿Qué secretos?

La sonrisa de Celia era de hielo.

Crees que no sé nada. Pero sé cómo te “quedaste viudo” tan oportuno. Sé que mi madre desapareció una mañana y dijiste que fue un infarto. No hubo autopsia. No hubo preguntas. Pagaste a médicos, a policías…

Un murmullo recorrió el vecindario. Tras las ventanas, brillaron miradas aterradas.

¡Mentiras! rugió Rodrigo. Todos sabían que estaba enferma…

¿Enferma? lo interrumpió Celia, dura. ¿O solo estorbaba con su fortuna?

El hombre vaciló, pero recuperó la voz.

No tienes pruebas.

Celia alzó la mano.

¿Y esto qué es?

Un cuaderno gastado, de tapas delgadas. El rostro del viejo se tornó ceniza.

Eso…

Sí. El diario de mi madre. Lo encontré en un baúl, en casa de un pariente lejano. Está todo ahí. Sus miedos, sus quejas. Escribió cómo mezclabas pastillas en su té para debilitarla. Cómo falsificaste su testamento.

Los ojos de Rodrigo se desorbitaron. El bastón resbaló de su mano, casi cayendo al suelo.

Mentiras… todo mentiras…

Celia se encogió de hombros.

Quizá. Pero ¿sabes qué adoran los periodistas? Historias como esta. Sobre todo con documentos.

Un silencio sepulcral cubrió la calle. Solo el viento movía las ramas.

Rodrigo alzó la mano, como para golpearla, pero tembló. El bastón cayó, y él mismo se desplomó en el banco del porche. Su rostro se descompuso, la dignidad reemplazada por impotencia. El patriarca, por primera vez, parecía débil.

Esta es mi calle… jadeó, luchando por respirar.

Ya no respondió Celia en un susurro.

Dio media vuelta, caminando hacia el coche.

Y entonces ocurrió lo inesperado. De las casas vecinas salió gente. La tía Valeria, pálida, el pelo revuelto, agarrando un papel.

¡Tiene razón! gritó. ¡Se lo vendí todo… no podíamos pagar los préstamos!

Detrás, el tío Esteban bajó la mirada.

Mi negocio se hundió… murmuró. También firmé.

Las voces crecieron. Unos lloraban, otros maldecían. La calle, antes impecable, se desmoronaba bajo el peso de las mentiras.

Celia encendió el motor. En el retrovisor vio la escena final: Rodrigo, inmóvil como un ídolo derribado, rodeado de su familia intentando salvar los escombros.

En su pecho, el dolor de años la oprimía, pero por primera vez no la consumía. Ya no la dominaba.

Sus manos, firmes en el volante, no temblaban. Sabía que no había regresado en vano.

Treinta y dos años atrás, la echaron de allí como a basura.

Hoy, ella era la nueva dueña de esa calle.

Desenlace: La calle que una vez perteneció al clan de Rodrigo ahora era de Celia. Su venganza no fue gritos ni violencia, sino papeles, fría razón y el tiempo, que al fin puso todo en su lugar.

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MagistrUm
Catalina avanzó con elegancia sobre el césped impecable, como si pisara un escenario. Cada movimiento suyo era preciso y calculado. Lo sabía: no era un simple regreso. Era su venganza.