Todo casi en orden
—¿Otra vez llegarás tarde?— La voz de Nicolás en el teléfono sonaba apagada, como si llegara desde lejos, desde la orilla de un río frío donde ya se cerraban las sombras del atardecer.
—Sí. Hasta las once, quizá más. Tenemos un lío con los pedidos— contestó Isabel, activando el altavozo con una mano mientras terminaba un correo a los clientes. Con la otra removía su té, ya frío. La taza estaba al borde del escritorio, junto a borradores de informes que ni siquiera había abierto.
—Es como si no vivieras aquí— dijo él tras una larga pausa. Sin reproches, solo un hecho. Pero en esas palabras había añoranza: por sus eternas horas de trabajo, por las noches vacías, por las mañanas donde sus conversaciones se disolvían en silencio.
—Tú sabes cómo es esto— respondió ella, sintiendo cómo su voz temblaba de cansancio.
—Lo sé—. El silencio cayó, pesado como el aire en invierno. En él resonaban las palabras no dichas, las que ambos sentían pero no se atrevían a pronunciar.
Isabel odiaba ese silencio. Era demasiado vivo, demasiado lleno. Ahogaba sus medias palabras, su fatiga, sus intentos de fingir que todo seguía igual.
Regresó a casa pasada la medianoche. El piso en un barrio residencial de Madrid la recibió a oscuras, solo una bombilla débil en el recibidor—Nicolás siempre la dejaba encendida, «para que no tropieces». La luz caía en una franja estrecha sobre el suelo, iluminando un calcetín solitario, claramente suyo. En la cocina, una nota: «La cena está en el micro. Dormiendo». La letra era torpe, como escrita a prisas, huyendo de algo.
Se sentó a la mesa, calentó la cena y comió a media luz, sin saborearla. Todo estaba en su lugar: la comida caliente, la luz tenue, el cuidado en dos líneas. Pero dentro de ella, algo se encogía de frío. Abrió el portátil, revisó un informe, lo cerró. La pantalla la miraba vacía, como un espejo sin respuestas. Después fue al baño, se lavó la cara, evitando su reflejo—ojos demasiado cansados, noches demasiado largas. Se acostó junto a Nicolás. Él dormía de espaldas, respirando tranquilo. Entre ellos había un poco más de vacío que el día anterior. O quizá solo lo imaginaba.
La mañana empezó con atasco y la correa de un zapato rota. En el autobús, Isabel se sentó junto a una mujer de unos cuarenta y cinco años que se quejaba por teléfono: «Otra vez apareció al amanecer, callado, oliendo a cerveza, y yo, tonta, sigo esperando». Esas palabras la golpearon como un eco. Pero al revés. Aquella mujer esperaba a pesar del dolor. Mientras Isabel vivía junto a Nicolás, pero como en otro universo, donde sus mundos apenas se rozaban.
En la oficina, el jefe no notó que había llegado temprano. Tampoco habría visto su informe si no lo hubiera dejado sobre su mesa. Gruñó: «Bien», sin levantar la vista de la pantalla. Todo seguía el guion habitual: tarea, informe, asentimiento, silencio. Hasta el elogio sonaba a orden.
Isabel fue a la cocinilla, preparó un té. Observó cómo la bolsita se hundía lentamente en el agua caliente, dejando un rastro oscuro, como disolviendo algo invisible. Era lo único que parecía real en ese momento.
En algún instante, entendió: todo lo que hacía era correcto. Impecable. Seguro, sin fallos. Pero era avanzar hacia ninguna parte. Como un coche que corre por una carretera recta, pero sin destino. Todo fluía, sin obstáculos. Y sin sentido. Daba todo de sí a informes, plazos, tachas, olvidando preguntarse: ¿llevaba eso a algo más que a otra carpeta en el escritorio?
Por la noche cenaron juntos. En silencio. Las cucharas tintineaban contra los platos, el viento golpeaba la ventana y el frigorífico zumbaba, recordando que la vida seguía. Nicolás miraba su plato, evitando su mirada. De pronto preguntó:
—¿Hoy no trabajas hasta tarde?
—No debería— respondió, sintiendo cómo la voz le temblaba de esperanza.
—¿Vamos al cine?
Asintió, vacilando, como si meditara si tendría fuerzas para vivir en vez de correr. Después se acercó, lo abrazó por detrás. Él estaba caliente, vivo, real. Como un faro en la tormenta al que aferrarse si todo se desmoronaba.
—Perdón— susurró—. Solo quiero que todo siga entero. El trabajo, nosotros, la casa… Todo a la vez.
—Lo sé— contestó él en voz baja—. Pero no estamos construyendo una fortaleza. Estamos viviendo. ¿Verdad?
Ella calló. Solo se apretó contra su espalda, inhalando el olor de su camisa. Él le apretó la mano, como si fuera lo único que los mantenía unidos.
En el cine eligieron una película ligera—persecuciones, chistes y explosiones. La trama se perdía en el ruido, pero no importaba. En la oscuridad, los asientos eran cómodos, la pantalla enorme y sus manos entrelazadas. Y así, respirar se hacía más fácil.
Después caminaron por calles iluminadas. El viento traía olor a asfalto mojado y jazmín, y las farolas dibujaban sombras cálidas en las fachadas. Algunos adolescentes reían cerca, y sus risas sonaban a vida ajena pero alegre. Nicolás contaba algo—un compañero que compró un coche viejo, un incidente en el metro. Nada importante, pero era ese fondo, esa cotidianidad que Isabel sintió que necesitaba con urgencia.
Antes de entrar al portal, se detuvo. Algo dentro de ella cedió—no miedo, no duda, sino una pausa donde nació una palabra.
—Sabes— dijo—, tengo casi todo en orden. Casi.
Nicolás la miró, atento. No había sorpresa en sus ojos, solo calor, como si hubiera esperado esas palabras toda la vida.
—Entonces vamos a ponerlo todo en orden. Poco a poco.
Asintió. Y por primera vez en mucho tiempo, no quiso solo sobrevivir, solo aguantar. Quiso vivir. No conformarse—ser.