—¿Otra vez te vas a retrasar? —La voz de Andrés por teléfono sonaba como si no viniera del piso de al lado en el edificio de Valencia, sino de la otra orilla de un río en otoño, donde la oscuridad ya era densa y la niebla se posaba sobre el agua.
—Sí, hasta las diez, quizás más tarde. Hay una revisión de documentos, la logística lo ha vuelto a estropear todo —respondió Lucía, activando el manos libres mientras removía el café en la taza y terminaba un correo a los proveedores. A su lado, una pila de papeles sin abrir.
—Casi nunca estás en casa —dijo él tras un largo silencio. Con calma, sin reproche, solo constatando un hecho. Pero en esa tranquilidad había cansancio. No por ella, no por la relación, sino por su eterna ausencia. Por las noches en silencio, por las mañanas vacías.
—Tú lo entiendes.
—Lo entiendo —otra pausa. Pero no muda. Tensa, densa, como antes de una tormenta. En ese silencio se escuchaba demasiado: emociones contenidas, preguntas sin palabras, una ansiosa espera.
Lucía odiaba esos silencios. La aplastaban, como si alguien le apretara el pecho con lentitud y determinación. El vacío entre ellos siempre estaba lleno, no de sonidos, sino de dolor.
Llegó a casa pasada la medianoche. No había luz, solo una tenue franja del piloto en el pasillo —Andrés siempre lo dejaba encendido, «para que no tropieces». En esa penumbra, un calcetín tirado en el suelo —claramente no era suyo. En la cocina, una nota: «La cena está en el horno. Me he acostado». La letra, algo torpe, como escrita con prisas o nervios.
Comió en silencio. La comida estaba tibia, cubierta con papel de aluminio. Pero no sabía a nada —como si su cuerpo hubiera dejado de sentir. Abrió el portátil, revisó un informe, lo hojeó— y lo cerró al instante. El baño, lavarse la cara, evitar el espejo —porque su reflejo también parecía cansado de mirarla. Se acostó a su lado. Él dormía. De espaldas. Entre ellos, un espacio. Un poco más grande que antes. ¿O solo lo imaginaba ella?
La mañana empezó con atasco, un tacón roto y los documentos olvidados. En el autobús, se sentó junto a una mujer de unos cuarenta años que se quejaba por teléfono:
—Llegó al amanecer, oliendo a tabaco, mudo como un pez. Y yo, tonta, esperando…
Lucía se estremeció. Como si escuchara su propio pensamiento, pero al revés. Esa mujer esperaba a pesar de todo. Y ella, vivía con Andrés codo con codo, pero en realidades distintas.
En la oficina, nadie notó que había llegado antes. Nadie se habría fijado si no fuera por el informe entregado. El jefe asintió, murmuró un «Bien» y volvió a hundirse en la pantalla. Todo según el guion: informe, asentimiento, silencio. Hasta el agradecimiento sonaba a orden.
Fue a la cocina, preparó té. Observó cómo la bolsita se hundía en el agua hirviendo, dejando un rastro pálido. Y le pareció que era el único movimiento real del día. Lo demás, pura mecánica. Informes, informes, informes. Todo preciso, a tiempo, correcto. Pero como si fuera en la dirección equivocada. Movimiento por inercia. Para «funcionar», no para «vivir».
Cenaron juntos esa noche. En silencio. Los tenedores chocaban contra los platos, la nevera zumbaba —un ruido de fondo constante. Andrés miraba la mesa, no a ella. De pronto, preguntó:
—¿Estás libre esta noche?
—Sí, creo que sí.
—¿Vamos al cine?
Asintió. No de inmediato. Dentro de ella peleaban el deseo de quedarse en casa y una extraña nostalgia que la empujaba a salir, a respirar, a sentir algo. Luego se acercó, lo abrazó por detrás. Él estaba caliente. Real. Como un ancla en su tormenta.
—Perdón —susurró—. Intento sostenerlo todo: el trabajo, la casa, nosotros… Que no se derrumbe.
—Lo sé —dijo él—. Pero hay que vivir, no solo aguantar. No estamos cuidando muebles.
No respondió. Solo lo abrazó con más fuerza, apoyó la mejilla en su espalda. Y en ese silencio, se sintió un poco más ligera.
Fueron al cine. A algo ruidoso y sin importancia —adolescentes reían a carcajadas, alguien crujía palomitas. Ellos se sentaron juntos. Con las manos entrelazadas. Y en ese gesto simple había más que en mil palabras.
Afuera hacía calor. El viento primaveral arrastraba polvo por la acera, las farolas iluminaban el asfalto mojado. Un niño reía, una pareja se abrazaba frente a una farmacia. Andrés hablaba de un viejo amigo, de un encuentro casual, de nimiedades. Y Lucía escuchó, y de pronto lo supo: era eso lo que le faltaba. Lo sencillo. Lo cotidiano. Lo auténtico.
Antes de entrar al portal, se detuvo.
—Sabes… Tengo todo casi bien. Casi —dijo en voz baja.
Él la miró con atención. Sin sorpresa. Como si lo hubiera esperado.
—Pues hagamos que sea de verdad. No de golpe. Pero juntos.
Asintió. Y por primera vez en mucho tiempo, algo dentro de ella no se contrajo. Se expandió. Y ya no quería solo llegar al amanecer. Quería despertar y vivir.