Casi perfecto, pero no del todo.

Casi bien, pero solo casi

—¿Otra vez te retrasas? — La voz de Javier al teléfono sonaba como si viniera no del piso de al lado en su edificio de Madrid, sino de la otra orilla de un río otoñal, donde ya se había hecho de noche y la niebla cubría el agua.

—Sí, hasta las diez, quizá más tarde. Hay que revisar documentos, la logística otra vez lo ha vuelto a liar —respondió Lucía, activando el altavoz mientras removía el café y terminaba un correo a los proveedores. Al lado, una pila de documentos ni siquiera abiertos.

—Casi no estás en casa —dijo él después de un largo silencio. Con calma, sin reproche, solo constatando un hecho. Pero en esa tranquilidad había cansancio. No por ella, ni por la relación, sino por su eterna ausencia. Por las noches en silencio, por las mañanas vacías.

—Tú lo entiendes.

—Lo entiendo —otra pausa. Pero no muda. Tensa, densa, como antes de una tormenta. En ese silencio se escuchaba demasiado: sentimientos contenidos, preguntas sin palabras, una espera inquieta.

Lucía odiaba esos silencios. La aplastaban, como si alguien apretara su pecho con lentitud y a propósito. El silencio entre ellos siempre estuvo lleno —no de sonidos, sino de dolor.

Llegó a casa casi a medianoche. No había luz, solo una tenue franja del piloto nocturno en el pasillo —Javier siempre lo dejaba encendido, «para que no tropieces». En esa penumbra, un calcetín solitario en el suelo —claramente no era suyo. En la cocina, una nota: «La cena está en el horno. Me acosté». La letra, un poco desordenada, como escrita con prisas o nervios.

Comió en silencio, la comida estaba templada, cuidadosamente cubierta con papel de aluminio. Pero no sabía a nada —como si su cuerpo estuviera demasiado cansado para sentir. Abrió el portátil, echó un vistazo al informe, lo hojeó y lo cerró al instante. Baño, lavarse la cara, evitar el espejo —porque su reflejo también parecía cansado de mirarla. Se acostó a su lado. Él dormía. De espaldas. Entre ellos, un espacio. Un poco más grande que antes. ¿O solo era su imaginación?

La mañana comenzó con un atasco, un tacón roto y los documentos olvidados. En el autobús, se sentó junto a una mujer de unos cuarenta años que se quejaba por teléfono con una amiga:

—Llegó al amanecer, apestando a tabaco, mudo como un pez. Y yo, tonta, esperando…

Lucía se estremeció. Como si escuchara su propio pensamiento, pero al revés. Esa mujer esperaba a pesar de todo. Y ella… vivía con Javier, pero como en realidades paralelas.

En la oficina, nadie notó que había llegado antes. Nadie lo habría notado si no fuera por el informe entregado. El jefe asintió, murmuró un «Bien» y volvió a clavarse en la pantalla. Todo según el guion: informe, gesto de aprobación, silencio. Hasta el agradecimiento sonaba a orden.

Fue a la cocina y preparó un té. Miró cómo la bolsita se hundía en el agua hirviendo, dejando tras de sí un rastro pálido. Y le pareció que era el único movimiento real del día. Todo lo demás —mecánica. Informes, informes, informes. Todo preciso, puntual, correcto. Pero como si fuera en la dirección equivocada. Movimiento por inercia. Para «funcionar», no para «vivir».

Por la noche, cenaron juntos. En silencio. Los tenedores chocaban contra los platos, la nevera zumbaba como un fondo constante. Javier no la miraba a ella, sino a la mesa. De pronto, preguntó:

—¿Esta noche estás libre?

—Sí, creo que sí.

—¿Vamos al cine?

Ella asintió. No de inmediato. Dentro de ella luchaban las ganas de quedarse en casa y una extraña nostalgia que la empujaba a salir, respirar, sentir algo. Luego se acercó y lo abrazó por detrás. Él estaba caliente. Real. Como un ancla en su tormenta.

—Perdóname —susurró—. Intento sostenerlo todo: el trabajo, la casa, nosotros… Que no se desmorone.

—Lo sé —respondió él—. Pero hay que vivir, no solo sostener. No estamos guardando muebles.

Ella no contestó. Solo lo abrazó más fuerte, apoyó la mejilla en su espalda. Y en ese silencio, se sintió un poco más ligera.

Fueron al cine. A algo ruidoso y sin importancia —en la sala, los adolescentes se reían a carcajadas, alguien masticaba palomitas. Y ellos, sentados juntos, se tomaron de la mano. En ese simple gesto había más que en mil palabras.

Afuera hacía calor. El viento primaveral arrastraba el polvo por la acera, las farolas iluminaban el asfalto mojado. En algún lugar, un niño reía; una pareja se abrazaba frente a la farmacia. Javier contaba algo de un viejo amigo, de un encuentro casual, de cosas sin importancia. Y Lucía lo escuchaba, dándose cuenta de pronto: era eso lo que le había faltado. Lo simple. Lo cotidiano. Lo real.

Antes de entrar al portal, se detuvo.

—Sabes… En realidad, tengo todo casi bien. Casi —dijo en voz baja.

Él la miró con atención. Sin sorpresa. Como si lo hubiera esperado.

—Pues hagamos que sea del todo bien. No de golpe. Pero juntos.

Ella asintió. Y por primera vez en mucho tiempo, dentro de ella no hubo presión. Sino alivio. Y ganas no solo de llegar al día siguiente, sino de despertar… y vivir.

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MagistrUm
Casi perfecto, pero no del todo.