Casi como en el cine

No como en las películas, pero casi

Lucía adoraba los melodramas y soñaba con que su vida se pareciera a los argumentos de la pantalla, donde todo acaba felizmente. Pero los sueños seguían siendo sueños, y la realidad transcurría gris y monótona en un pequeño pueblo del norte de Castilla.

Se casó con Paco pensando que era amor. Pero Paco, voluble e inconstante desde joven, no cambió. La llevó a vivir a su vieja casa, y tres años después, anunció:

—Me voy a la ciudad. Vive como quieras. Me ahogo aquí, el alma me pide libertad.

—¿Paco, qué dices? Si tenemos todo en orden —murmuró Lucía, desconcertada.

—Para ti está en orden, para mí no…

Con esas palabras, se fue, llevándose su pasaporte y una vieja mochila con sus cosas. El pueblo se llenó de rumores, y las vecinas cuchicheaban:

—Paco ha dejado a Lucía, se ha ido a la ciudad. Seguro que allí tiene a otra.

Lucía guardó silencio. No lloró ni se quejó, siguió viviendo en la casa de Paco. No tenía adónde ir: en casa de sus padres su hermana vivía apretujada con su familia, no había espacio. No tenía hijos.

—Dios habrá decidido que Paco no era padre, y por eso no me dio un hijo —pensaba, mirando a los niños del vecindario.

Cada noche, tras terminar sus tareas, Lucía se sentaba frente al televisor. Veía telenovelas donde ardían pasiones y se destrozaban destinos. Las vivía intensamente y luego daba vueltas en la cama, incapaz de dormir.

Los días empezaban con quehaceres: dar de comer al cerdo, a las gallinas, al ternero Curro, atarlo en el huerto —no lo soltaba con el rebaño.

—¡Lucía! —gritó una vecina—. ¡Se te ha escapado Curro, va corriendo por el pueblo!

—¿Dónde? —salió corriendo por la puerta. El ternero embestía la valla del vecino, tratando de marcar con sus nuevos cuernos.

—Curro, Curro —le hablaba dulcemente, ofreciéndole pan. El animal movía la cabeza—. ¡Maldito seas! —gritó Lucía, frustrada. Curro salió disparado, asustando a los gansos del vecino.

No se sabe cuánto habría tardado en atraparlo de no ser por el mecánico Álvaro. Agarró con destreza la cuerda, acercó al ternero y lo ató. Lucía observó sus brazos fuertes, los músculos que se marcaban bajo la camisa desteñida. De pronto, deseó que esos brazos la abrazaran, la apretaran contra su pecho.

Apartó el pensamiento:

—¿Qué me pasa? Como una chiquilla, deseando cariño.

Se avergonzó. Álvaro era su compañero de escuela, pelirrojo, siempre sonriente y bromista. Vivía con Rosa, una mujer robusta, en la casa de al lado. No le interesaba.

—Nunca antes lo había visto así —pensó, apartando la mirada.

Con Paco se divorció en cuanto él se marchó. Hubo pretendientes, incluso la pretendieron en matrimonio, pero ninguno le gustó. Vivía sola, sin amor.

Álvaro se secó las manos con hierba, y Lucía, sin pensarlo, dijo:

—Pasa al patio, puedes lavarte allí.

Él la siguió sin hablar. Ella sintió su mirada en la espalda.

Notó que Álvaro la miraba diferente y se preguntó:

—¿Qué le ocurre?

Se lavó las manos, las secó con una toalla, la miró otra vez —con intensidad— y se marchó.

Desde entonces, una corriente invisible los unió. Cuando Álvaro pasaba, Lucía se sonrojaba. Él empezó a cruzar por su patio, cosa que antes no hacía. Lucía madrugaba para regar las plantas con el fresco de la mañana —así se justificaba—, pero sabía que esperaba ver a Álvaro. Sus miradas se encontraban, y en sus ojos ardía algo verdadero, casi adoración.

Ella reprimía sus pensamientos, temía a Rosa:

—Si se entera, será un escándalo. Todo el pueblo lo sabrá.

Pero Álvaro seguía pasando, mirándola con fuego. Ella respondía con una sonrisa tímida. Le parecía que su historia era como una telenovela, sin final claro.

Un día, mientras barría el patio, escuchó:

—Hola, Luchi.

Era el apodo que Paco le daba.

Lucía se giró. Su exmarido estaba allí, con la misma sonrisa descarada, los ojos azules entrecerrados, la barba sin afeitar.

—He vuelto. ¿Me aceptas?

—¿Qué, la ciudad no te fue bien?

Su corazón no latió más fuerte. El amor ya no existía, o se había apagado. La puerta de su alma se cerró cuando él se fue tras una “vida mejor”, abandonándola.

Paco volvió a su casa. Lucía no tenía adónde ir, así que lo dejó entrar. Por la noche, cerró la puerta de su habitación y empujó el armario contra ella. Paco se instaló en la otra mitad. Casi nunca estaba en casa, perdido con sus amigos.

Álvaro andaba taciturno. Pero un día, al ver a Lucía salir por la ventana, algo en él estalló:

—No lo ha aceptado.

A la mañana siguiente, al bajar por la ventana, sus pies encontraron un escalón de madera. Bajo su ventana, dos tablas mal unidas servían de apoyo.

—¿Quién habrá hecho esto? —se preguntó—. No habrá sido Paco, él nunca está.

Álvaro lo había hecho por la noche, para ayudarla. Con Rosa no estaba casado, llevaban años juntos. No tenían hijos, pero él cuidaba a la hija de ella de un matrimonio anterior. Rosa llegó una noche de fiesta y se quedó.

Llegó el invierno. A Paco se le acabó el dinero, nadie lo invitaba a beber en el pueblo, y se marchó de nuevo. Lucía respiró aliviada. Pero la desgracia alcanzó a Álvaro: Rosa enfermó. La mujer fuerte se apagó rápido. Su madre se llevó a la niña, y Álvaro la cuidó hasta que la llevaron al hospital. No volvió.

Todo el pueblo fue al entierro de Rosa. Hablaban bien de ella:

—Era brava, pero buena. Nunca se metía con nadie —suspiraba la abuela Carmen.

Álvaro se quedó solo. Por las mañanas, Lucía lo veía limpiando nieve frente a su casa, mirando hacia las ventanas.

En primavera, Lucía volvió del trabajo y se detuvo: la puerta, abierta. En la cocina, una mujer corpulenta bebía de su taza con su mermelada.

—¿No me esperabas? —dijo Paco—. Llegamos con Tamara. Vamos a vivir aquí. La casa es mía. —Era su venganza por rechazarlo—. Es mi prometida. Recoge tus cosas y lárgate, si no quieres ver nuestra felicidad.

Tamara se rió a carcajadas. Lucía decidió pasar la noche allí e irse al amanecer. Otra vez empujó el armario contra la puerta.

—Dios mío, ¿por qué? —susurró—. Tendré que pedirle posada a tía Lola…

A la mañana siguiente, mientras sacaba sus cosas, Álvaro se acercó. Sin decir nada, tomó sus bolsas y las llevó a su casa. Las cargó todas. Lucía callaba. Paco y Tamara se miraban.

—¿Qué, son novios? —se burló Paco—. Mira cómo Julián carga tus trapos.

Álvaro le tomó la mano y la guio hacia su hogar.

—Mientras estuve en la ciudad, aquí ardía Troya —masculló Paco. Tamara le amenazLuego cerró la puerta, dejando atrás el pasado, y por primera vez en años, Lucía sintió que su vida no era como en las películas, pero casi.

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Casi como en el cine