Casarse con un millonario

Casarse con un millonario

En la ciudad casi toda la nieve se había derretido, y la arena se había incrustado en el hielo de las aceras. Pero en el cementerio, la nieve aún permanecía, aunque apelmazada por la lluvia. Ana vagó largo rato entre las tumbas cubiertas de nieve hasta encontrar la de sus padres. Yacían juntos, aunque su padre había muerto en un accidente cuando ella estaba en cuarto de la ESO.

La verja rodeaba ambas tumbas. Su madre había fallecido hacía tres años. Ana había elegido una foto para la lápida en la que ambos parecían jóvenes, tal como los recordaba de cuando su padre aún vivía.

Ana se había jubilado, dejó el piso en Madrid a la familia de su hijo y había regresado a su pueblo natal dos días atrás. Tras limpiar el apartamento, esa mañana fue al cementerio.

—Perdóname, mamá, por dejarte entonces, por huir a Madrid. No pude evitarlo. Gracias por entenderme, por no retenerme—. Apartó la nieve endurecida de la lápida.

Permaneció un rato más, se despidió de sus padres y siguió sus propios pasos entre las tumbas. Al llegar al camino principal, bajó la mirada y caminó hacia la salida.

—¿Ana?—. Una voz la detuvo. Se volvió.

—¿Me llama usted?—. Observó a un hombre mayor que no reconocía.

—¿No me recuerdas? Soy Santi Gordillo—. El hombre sonrió, y entonces Ana lo recordó.

—No te reconocí. Has cambiado—, dijo ella, también sonriendo.

—A ti te reconocí al instante, aunque hacía…— dudó, calculando—, treinta años—. Se acercó.

—Treinta y dos—, corrigió ella.

—No has cambiado nada. ¿A ver a tus padres?— Asintió hacia las tumbas.

—Sí. ¿Y tú?

—A Olga—. Santi apartó la mirada.

—¿Olga murió? ¿Hace mucho?— Ana se sorprendió.

No guardaba rencor. El resentimiento había desaparecido hace tiempo. Solo sintió pena.

—Hace seis meses. Sufrió mucho. Cáncer. Me quedé solo—, dijo él con tristeza.

Ana lo miró de reojo. Le pareció que sollozó. No, solo respiró hondo. Su rostro estaba sereno.

—No tuvimos hijos. Cosas de la vida. ¿Y tú? ¿Viniste sola o con tu marido?— preguntó él.

—Sola. Me jubilé, dejé el piso en Madrid a mi hijo y volví—. Omitió mencionar a su esposo.

Llegaron a la puerta.

—Ay, te he distraído, y tú ibas…— se disculpó Ana.

—Ya salía de la tumba de Olga. A mi madre la visitaré otro día. No vaya a ser que vuelvas a desaparecer—, bromeó Santi.

—Ahí va, se fue—, suspiró Ana al ver el autobús alejarse.

—Voy en coche, te llevo—. Santi señaló los vehículos aparcados.

No le apetecía ir con él, pero menos esperar junto al cementerio. Ana entró en el coche frío. Santi arrancó y encendió la calefacción. Pasaron junto al cementerio, un campo nevado destinado a futuras tumbas y casas de madera. Ana siempre se preguntó cómo podía vivir la gente cerca de un camposanto.

—Pasaron tantos años y nunca entendí qué pasó entre nosotros. Cuando te fuiste, estaba desesperado. ¿Por qué, Ana?— rompió el silencio.

Ana lo miró sorprendida.

—Olga dijo que estaba embarazada. Luego supe que mintió, no podía tener hijos. Pero para entonces ya me había casado. Y luego… era tarde. ¿Sabes cómo se puso Olga cuando supo que te fuiste con su novio? Fue a Madrid para vengarse. ¿Por qué huiste?

—¿En serio no lo entiendes? Me daba igual con quién o adónde irme, solo quería escaparme de aquí.

—¿Cómo?— Santi giró la cabeza, y el coche patinó en la carretera mojada.

Entonces Ana, sin piedad, comenzó a contar.

***

Dicen que entre amigas, siempre hay una que se aprovecha de la otra. Ana y Olga tenían esa clase de amistad. Ana llegó al instituto a mitad de curso. Era la primera de la clase, y eso le ganó el rechazo de sus compañeros.

Olga, la más guapa, la tomó bajo su protección. Paseaban juntas, estudiaban juntas. Ana le ayudaba con los deberes y los exámenes. Gracias a Olga, Ana se integró.

Detrás de Olga iba Santi Gordillo, un chico torpe y orejudo. Ella se burlaba de él sin piedad.

—¿Por qué lo tratas así? Es un buen chico. Ya verás, crecerá y será guapo—, defendía Ana.

—Cuando lo sea, ya veremos—, contestaba Olga.

Hablaban del futuro.

—No pienso quedarme en este pueblo. Me iré a Madrid. ¿Vienes conmigo?—.

Ana rechazó la oferta.

—No. Puedo estudiar aquí. ¿Y mi madre?

—Como quieras—. Olga encogió los hombros. —Si prefieres pudrirte aquí, como tu adorada madre, allá tú. Yo me casaré con un rico, con un millonario—.

—Los millonarios seguro que te esperan—, murmuró Ana, pero no dudaba de que así sería.

Olga era rubia natural, con ojos marrones y piel morena, una belleza excepcional. Los hombres, como se sabe, ven primero con los ojos.

No entró en la universidad. Estudió peluquería. Su padre le puso la condición: si no estudiaba, no se quedaría en Madrid.

—Ana, ven a Madrid. Aquí no tengo con quién hablar. Todas quieren pisarme—, se quejaba Olga.

—Mejor vuelve—, respondía Ana.

La madre de Ana la crió con firmeza. Ni siquiera le permitía maquillarse para los bailes del instituto.

—Debes ser independiente. Los hombres son volubles. Con estudios y carrera, no te faltará nada—, le decía.

Tenía razón, pero a los diecisiete años, pensar en el futuro aburría. Ana envidiaba la libertad de Olga.

Un día, Ana se encontró con Santi, recién vuelto del servicio militar. Ahora era alto, con hombros anchos. Las orejas seguían igual, pero no le deslucían.

Empezaron a salir. Santi trabajaba como chófer del alcalde. Un año después, le propuso matrimonio, pero Ana pidió esperar hasta terminar la carrera.

El alcalde le consiguió un piso. Ana pasaba las noches allí.

Una vez, volviendo del cine, se toparon con Olga. Ana casi no la reconoció, tan elegante y sofisticada.

—¡Ana!— la abrazó.

—Pareces de revista—, dijo Ana, oliendo su perfume caro.

Vio la admiración en los ojos de Santi. Olga lo ignoró, hablando de su boda, de su vestido italiano…

Compraron vino y frutas y fueron al piso de Santi.

—Te has vuelto un buen partido, guapo y con piso—. Olga recorría la casa. —¿Y no os casáis?

—Sí, en tres meses, cuando apruebe los exámenes—.

Santi desvió la mirada. Ana se inquietó.

Bebieron, charlaron. Olga habló de su vida en Madrid.

—Pronto serás madrileña. Tu sueño cumplido—.

—Sí. Aunque si fuera tan guapo como Santi, no tendría precio—. Le lanzó una mirada descarada.

Dos días después, Ana fue al piso de Santi. Compró vino y carne para una cena sorpresa.

Al abrir la puerta, vio unos zapatos de tacón en el recibAl cerrar la puerta del portal, Ana sintió que por fin dejaba atrás no solo a Santi, sino a todos los fantasmas del pasado, y respiró aliviada mientras el viento frío le secaba las últimas lágrimas.

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