Casados por Sorpresa

*Inesperadamente Casada*

Margarita corría por el centro comercial con un montón de bolsas, adelantando a la gente en las escaleras mecánicas mientras maldecía mentalmente a su novio, Juan, el cual no tenía coche para recogerla y llevarla a casa con todo el peso de sus compras. No le quedó más remedio que pedir un taxi desde la aplicación. Y, como era de esperar, el conductor llegó enseguida. Tuvo que agarrar las bolsas y correr en tacones por todo el centro comercial hasta el aparcamiento.

Margarita estaba furiosa. No solo no tenía quien la llevara, sino que además, sus costosos zapatos de piel le habían dejado un ampolla en el pie.

—¡Oiga, cuidado! —protestó una mujer en la escalera mecánica a quien Margarita había rozado accidentalmente con una bolsa.

—¡Más le valdría mirar por dónde va y no contar los pájaros! —le espetó la compradora sin ni siquiera volverse.

—¡Maleducada! —escupió la mujer ofendida, pero a Margarita le importaba un bledo su opinión.

Llegó corriendo al aparcamiento y, solo al salir por la puerta del centro comercial, recordó revisar el número del taxi asignado. Pero ya era tarde: el conductor había cancelado el viaje, y el precio había subido casi el doble. Furiosa, canceló la solicitud, guardó el móvil y buscó alrededor. No muy lejos había un banco libre. Tiró todas las bolsas encima y se dejó caer, quitándose uno de los incómodos zapatos.

—¡Dios mío! ¡Todo el mundo está en mi contra hoy! —susurró entre dientes, empujando con rabia una de las bolsas. Esta se desplomó sobre el banco, perdiendo el ticket de compra.

Margarita se recostó y cerró los ojos. Últimamente, tenía la sensación de que la vida se empeñaba en sabotearla…

***

Margarita siempre había anhelado algo más, sin conformarse con migajas. Si era un móvil, el último modelo. Si unas uñas o un tinte, en el mejor salón y con el estilista más reconocido. Si unos zapatos, los de mejor calidad. Con los hombres, se guiaba por el mismo criterio. Pero allí la suerte no le sonreía. En vez de hombres guapos, inteligentes y generosos, solo encontraba «activos no líquidos»: mayores, gordos, calvos, tontos, pobres o vagos. Margarita fue exigente, pero nunca encontró a quien cumpliera sus requisitos.

—Acabarás sola, sin que nadie te quiera —le decía su madre—. Un hombre se valora por sus actos, no por su cara o su cartera.

—Ah, sí, ¿y se supone que voy a admirar sus «actos» por las noches? Además, para hacer cosas bonitas, hace falta dinero —replicaba la joven de veinticinco años.

Su madre no tenía respuesta. Solo suspiraba. Margarita tenía siempre la réplica lista, como si hubiera estudiado retórica, aunque en realidad trabajaba como recepcionista en un restaurante. Fue allí, tres años atrás, donde todo empezó a cambiar. O, más bien, a agrandarse. Veía entrar a señoras con abrigos de piel, acompañadas por caballeros adinerados, y pensaba: «¿Por qué yo no? Yo también merezco esa vida».

Pero la vida tenía otros planes para ella. Los hombres ricos no le prestaban atención. Algo en ella, quizás su aire de provinciana con estudios medios y familia humilde, los alejaba. Margarita soñaba con un prometido influyente, con un buen puesto, un coche de lujo y trajes hechos a medida en el extranjero.

El tiempo pasaba, los pretendientes cambiaban, pero el hombre ideal no aparecía. Al final, se resignó cuando Juan, un empleado de banca cuatro años mayor, empezó a cortejarla. Un hombre de ingresos estables, pero sin más aspiraciones. Su aspecto era común: pelo castaño, ojos grises, estatura media y un cuerpo ni deportivo ni flácido. Vivía en un piso de dos habitaciones, comprado a crédito, pero sin coche. Para Juan, en una ciudad con metro y autobuses, un automóvil era un lujo innecesario.

Era amable, pero insistente. Llevaba flores a Margarita al trabajo, la invitaba a salir. Tres meses después, influenciada por su madre, ella cedió.

—Es un buen hombre, te adora, te cuida. ¿Qué más quieres? Más vale pájaro en mano que ciento volando —le decía su madre.

Margarita aceptó, aunque a regañadientes. En realidad, con Juan la vida no era tan mala. Era cariñoso, atento, pagaba sus caprichos, la llevaba de vacaciones (aunque no a hoteles de cinco estrellas). Cocinaba, le servía café en la cama y la dejaba ir de compras con sus amigas. Además, planeaba proponerle matrimonio.

Así pasó casi un año. Margarita se acostumbró, pero no dejó de soñar. Y, aunque no se quejaba en público, entre sus amigas no ocultaba que Juan no cumplía sus expectativas. Aunque… quizá no tenía tanto de qué quejarse…

***

—¿Por qué dices que todo está en tu contra? Yo, desde luego, no estoy en contra de una compañía tan agradable —sonó una voz cerca del oído de Margarita.

La chica abrió los ojos sobresaltada. Detrás del banco estaba Andrés. Hacía años, en la universidad, había intentado cortejarla, pero ella lo había rechazado públicamente, humillándolo delante de sus amigas.

En los primeros segundos, ni siquiera lo reconoció. El adolescente desgarbado, con granos y pelo despeinado se había convertido en un hombre atractivo: moreno, con un corte moderno, una barba cuidada, hombros anchos y una chaqueta de cuero negra.

—Hola… ¡vaya sorpresa! —sonrió Margarita, asombrada—. Has… has cambiado mucho. Cuánto tiempo.

—Sí, demasiado —asintió Andrés—. Pero a ti te reconocí al instante. ¿Qué pasa? Estás aquí sola, sin un zapato, rodeada de bolsas y con cara de funeral.

Margarita se encogió de hombros y le contó sus desventuras, omitiendo, por supuesto, cualquier mención a Juan.

—Oye, ¿por qué no te llevo a casa? —propuso Andrés—. El coche está aquí mismo.

Margarita siguió su mirada y vio un enorme todoterreno negro reluciente. Asintió de inmediato, frotándose exageradamente el pie dolorido. Un minuto después, Andrés la ayudó a subir al coche, sujetándola del brazo, y colocó las bolsas en el asiento trasero. Margarita dio su dirección y, durante el trayecto, charlaron animadamente.

—¿Me revelas el secreto de tu transformación? —preguntó ella con voz melosa.

—Suerte y gente adecuada —respondió Andrés con una sonrisa al girar en el semáforo—. Pero si quieres, puedo contarte más detalles… en algún café. Hay uno muy bueno por aquí cerca.

Margarita no tardó en sumar dos más dos. Durante todo el trayecto, lo observó con disimulo. No quedaba nada de aquel estudiante tímido. Frente a ella se sentaba un hombre seguro, atractivo y, evidentemente, con dinero. Y que, además, parecía interesado en ella.

—Sí, ¡me encantaría! —respondió con entusiasmo—. De hecho, me salté el almuerzo.

Media hora después, estaban sentados en una cafetería esperando su pedido. Andrés le contó que había dejado la universidad, estudiado programación y entrado en un proyecto experimental de inteligencia artificial. Luego ascendió a supervisor y, más tarde, a jefe del proyecto.

Margarita lo escuchaba con la boca abierta.

—Ahora tengo mi propia pequeña empresa de informática —terminó Andrés—. Desarrollamos aplicaciones, hacemos páginas web y hasta formamos aMargarita tardó semanas en comprender que la vida no era un cuento de hadas, y que su sueño de lujo y amor perfecto se había convertido en una lección dolorosa, pero necesaria.

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