Casado Sin Avisar

Inesperadamente casada

Lucía corría por el centro comercial con un montón de bolsas, adelantando a la gente en las escaleras mecánicas, apurada y maldiciendo mentalmente a su novio, el inútil de Manolo, que no tenía coche para recogerla y llevarla a casa con todas las compras. Tuvo que pedir un taxi por la aplicación. Y, por supuesto, el coche llegó enseguida. No le quedó más remedio que agarrar las bolsas y correr en tacones por todo el centro comercial hasta el aparcamiento.

Lucía estaba furiosa. No solo no podían ir a buscarla, sino que además los carísimos zapatos de piel le habían rozado el pie.

—¡Oiga, más cuidado! —protestó una mujer en la escalera mecánica, a quien Lucía había golpeado sin querer con una bolsa en la cabeza al bajar.
—¡Pues mire por dónde va, en vez de contar moscas! —replicó la compradora apurada, sin ni siquiera volverse.
—¡Maleducada! —escupió la mujer ofendida, pero a Lucía le importaba un bledo su opinión.

La chica se apresuraba hacia el aparcamiento. Y solo al salir por las puertas del centro comercial, Lucía se dio cuenta de mirar el número del taxi asignado. Pero ya no había nada que mirar: el conductor había cancelado el viaje. Y el precio casi se había duplicado. Furiosa, Lucía canceló la búsqueda del taxi, metió el móvil en el bolsillo y miró alrededor. Cerca había un banco libre. Tiró todas las bolsas encima y se dejó caer, quitándose de paso el estúpido zapato que le hacía daño.

—¡Dios mío! ¡Todo el mundo está en mi contra hoy! —maldijo Lucía en voz alta, empujando con rabia una de las bolsas.

Esta cayó tristemente en el banco, perdiendo el ticket de compra.

Lucía se recostó en el respaldo del banco y cerró los ojos. Últimamente, tenía la sensación de que la vida se empeñaba en fastidiarla…

***

Lucía siempre había sido de esas que soñaban en grande y no se conformaban con poco. Si era un móvil, tenía que ser el último modelo. Si era manicura o teñirse el pelo, en el mejor salón y con el mejor profesional. Si eran zapatos, los más exclusivos. Y más o menos los mismos criterios aplicaba con sus pretendientes. Pero con ellos no había tenido suerte. En lugar de hombres generosos, inteligentes y guapos, solo le salían “de segunda”. Viejos, gordos, calvos, tontos, pobres, vagos. Lucía fue exigente. Pero nunca encontró a nadie que cumpliera sus estándares.

—Vas a acabar quedándote sola —le decía a veces su madre—. Un hombre se valora por sus acciones, no por su cara o su cartera.
—¿Y qué, voy a admirar sus acciones por las noches? Además, para hacer cosas bonitas, hace falta dinero —replicaba la veinticinqueañera Lucía.

Su madre no supo qué responder. Solo suspiró. Lucía tenía siempre la última palabra, como si llevara un guión preparado. Cualquiera diría que había estudiado retórica, aunque en realidad trabajaba como recepcionista en un restaurante. De hecho, fue ahí donde empezó todo. O más bien, donde tomó proporciones desorbitadas. Veía a señoras con abrigos de piel que llegaban acompañadas de hombres adinerados. Y pensó: “¿Y yo qué? Yo también me merezco esa vida”.

Pero la vida tenía otros planes para Lucía. Los hombres ricos no parecían fijarse en ella. Algo, no sabía bien qué, delataba que era una chica de provincias, de familia humilde y educación media. Pero ella soñaba con un novio influyente, con un buen puesto, un coche caro y trajes de diseñador.

El tiempo pasaba, los chicos cambiaban, pero el ideal no aparecía. Al final, Lucía cedió cuando empezó a salir con Manolo. Un empleado de banca, cuatro años mayor, con un sueldo medio pero estable. Su físico era normal: pelo castaño, ojos grises, 1,75 de altura, ni deportivo ni flácido. Pero tenía un piso amplio de dos habitaciones, con hipoteca. Lo que no tenía era coche. Manolo pensaba que en una ciudad con metro, autobuses y tranvías, un coche era un lujo innecesario.

El chico era amable, pero persistente. Le llevaba flores al trabajo, la invitaba a salir. Tras tres meses, bajo la presión de su madre, Lucía cedió.

—Es un buen hombre, te consiente, te quiere, ¿qué más quieres? Más vale pájaro en mano que ciento volando —le decía su madre.

A regañadientes, Lucía aceptó la relación. Pero la verdad es que con Manolo no le iba mal. Era cariñoso y atento. Pagaba sus caprichos, la llevaba de vacaciones al extranjero (aunque no en hoteles de cinco estrellas ni en primera clase). Le preparaba cenas, le llevaba café a la cama, la dejaba ir de compras con sus amigas. Y estaba decidido a pedirle matrimonio.

Así pasó casi un año. Lucía se acostumbró. Pero no dejó de soñar. Y no tenía reparos en quejarse con sus amigas de que Manolo no cumplía sus expectativas. Aunque… en realidad, no tenía motivos para quejarse…

***

—¿Por qué dices que todo está en tu contra? Yo, desde luego, no tengo nada en contra de una compañía tan agradable —sonó una voz justo al lado de Lucía.

Ella dio un respingo, abrió los ojos y se giró. Detrás del banco estaba Adrián. Hacía mucho, en la universidad, había intentado ligar con ella, pero Lucía lo había rechazado de malas maneras delante de sus amigas.

Al principio ni siquiera lo reconoció. En lugar del estudiante desgarbado y con acné, veía a un hombre atractivo, moreno, con un corte moderno, barba corta, hombros anchos y una cazadora de cuero.

—Hola, vaya sorpresa —sonrió Lucía, sorprendida—. Tú… has cambiado mucho. Cuánto tiempo.
—Sí, mucho —asintió Adrián—. Pero a ti te reconocí al instante. ¿Qué te pasa? Sentada aquí sola, sin zapato, con un montón de compras y cara de funeral.

Lucía se encogió de hombros y le contó sus desventuras. Omitiendo, claro, lo de Manolo.

—Oye, ¿por qué no te llevo a casa? —propuso Adrián—. Tengo el coche aquí mismo.

Lucía siguió su mirada y vio un enorme todoterreno negro brillante. Asintió rápidamente y se frotó el pie dolorido con dramatismo. En un minuto, Adrián la ayudó a subir al coche, sosteniéndola del brazo, y colocó sus bolsas en el asiento trasero. Lucía le dio su dirección. Por el camino, charlaron.

—¿Me contarás el secreto de tu transformación? —preguntó ella, casi arrullando.
—Suerte y gente adecuada —sonrió Adrián, girando en un semáforo—. Pero puedo contarte más detalles, si seguimos la conversación en un café. Cerca hay uno muy bueno.

Lucía sumó dos más dos en su cabeza. Durante todo el trayecto, lo observó con disimulo. Del chico tímido de la universidad no quedaba nada. Frente a ella había un hombre seguro, guapo y, evidentemente, nada pobre. Que además coqueteaba con ella.

—Sí, ¡encantada! —respondió enseguida Lucía—. Justo me he saltado el almuerzo.

Media hora después, estaban sentados en el café, esperando su pedido. Adrián le contó que había dejado la universidad, estudiado programación y entrado en un equipo de pruebas de inteligencia artificial. Luego fue supervisor, luego jefe de proyecto.

—Ahora tengo mi propia empresa de TI —Lucía se quedó mirando su teléfono, sintiendo cómo el peso de sus errores caía sobre sus hombros mientras las lágrimas le quemaban las mejillas, comprendiendo demasiado tarde que había cambiado algo verdadero por un espejismo.

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