Inesperadamente comprometida
Sofía corría por el centro comercial con un montón de bolsas, adelantando a la gente en las escaleras mecánicas, apurada y maldiciendo mentalmente a su novio desastre, Jaime, que no tenía coche para recogerla y llevarla a casa con tantas compras. No le quedó más remedio que pedir un taxi por la aplicación. Y como para fastidiar, el coche llegó enseguida. Tuvo que agarrar las bolsas y correr con tacones por todo el centro comercial hasta el parking.
Sofía estaba furiosa. Encima de que no podían ir a buscarla, los carísimos zapatos de piel le habían rozado el pie.
—¡Oiga, con cuidado! —protestó una mujer en la escalera mecánica a quien Sofía había golpeado sin querer con una bolsa.
—¡Mire por dónde va y no se quede mirando las musarañas! —le espetó la compradora apurada, sin ni siquiera volverse.
—¡Maleducada! —bufó la señora ofendida, pero a Sofía le importaba un bledo su opinión.
La chica seguía su marcha hacia el parking. Solo al salir por las puertas del centro comercial se le ocurrió mirar el número del taxi asignado. Pero ya no había nada que ver: el conductor había cancelado el viaje. Y el precio casi se había duplicado. Sofía canceló furiosa la búsqueda, metió el móvil en el bolsillo y miró alrededor. Había un banco libre cerca. Dejó todas las bolsas de golpe y se sentó de mala manera, quitándose de una vez el maldito zapato incómodo.
—¡Dios! ¡Todo el mundo está en mi contra hoy! —se quejó Sofía, apartando de un empujón una de las bolsas.
Esta cayó tristemente en el banco, perdiendo el ticket de compra.
Sofía se recostó en el respaldo del banco y cerró los ojos. Últimamente, tenía la sensación de que la vida le jugaba en contra…
***
Sofía siempre había sido de las que aspiraban a más y no se conformaban con poco. Si era un móvil, el último modelo. Si una manicura o teñirse el pelo, en el mejor salón y con el mejor profesional. Si eran zapatos, los de mejor calidad. Con los pretendientes, mantenía los mismos estándares. Pero, por algún motivo, no tenía suerte. En lugar de hombres generosos, inteligentes y guapos, solo le salían “activos no líquidos”: mayores, gordos, calvos, tontos, pobres, vagos. Sofía fue muy selectiva. Y aún así, no encontró a nadie que cumpliera sus exigencias.
—Al final te quedarás sola, sin que nadie te quiera —le decía a veces su madre—. Un hombre se valora por sus actos, no por su cara o su cartera.
—¿Y qué, voy a admirar sus actos por las noches? Además, para hacer cosas bonitas, hace falta dinero —replicaba Sofía, de veinticinco años.
Su madre no supo qué contestar. Solo suspiró. Sofía tenía demasiada labia. Parecía que llevaba respuestas preparadas para todo. Cualquiera diría que había estudiado para ser polemista, aunque en realidad trabajaba como administrativa en un restaurante. Todo empezó ahí, hace tres años. O más bien, cobró proporciones absurdas. Allí veía a señoras con abrigos de piel que llegaban acompañadas de hombres adinerados. Y pensó: “¿Y yo qué? También merezco esa vida”.
Pero la vida tenía otros planes para Sofía. Los hombres ricos ni la miraban. Algo en ella, no se sabía qué, delataba a la chica de provincias, de familia humilde y educación media. Y ella soñaba con un novio influyente, con un buen puesto, un coche caro y trajes de firmas internacionales.
Pero el tiempo pasaba, los chicos iban y venían, y el ideal seguía sin aparecer. Al final, Sofía cedió cuando Jaime empezó a cortejarla. Un empleado de banco, cuatro años mayor, con un sueldo modesto pero estable. Su físico era corriente: pelo castaño, ojos grises, metro setenta y cinco, ni deportivo ni flácido. Lo que tenía era un piso de dos habitaciones, comprado con hipoteca. Pero coche, no. Jaime creía que en una ciudad con metro, autobuses y tranvías, un coche era un lujo innecesario.
El chico resultó ser amable pero persistente. La cortejó durante meses, llevándole flores al trabajo y sacándola a cenar. Tras tres meses y las insistencias de su madre, Sofía cedió.
—Es buen hombre, te adora, te cuida, ¿qué más quieres? Más vale pájaro en mano que ciento volando —le decía su madre.
Sofía, de mala gana, aceptó la relación. Pero, en realidad, no vivía tan mal con Jaime. Él era atento y cariñoso a su manera. Pagaba sus caprichos, la llevaba de vacaciones al extranjero (aunque no a hoteles de cinco estrellas y en clase turista), cocinaba, le llevaba café a la cama y la dejaba ir de compras con sus amigas. Y estaba decidido a pedirle matrimonio.
Así pasó casi un año. Sofía se acostumbró. Pero no dejó de soñar. Eso sí, no tenía reparos en quejarse con sus amigas de que Jaime no cumplía sus expectativas. Aunque… tampoco era para tanto…
***
—¿Por qué dices que todo el mundo está en tu contra? Yo, desde luego, no me quejo de tu compañía —sonó una voz muy cerca, casi en su oído.
Sofía se sobresaltó, abrió los ojos y se giró. Detrás del banco estaba Álvaro. Hacía años, en la universidad, había intentado ligar con ella, pero Sofía lo había rechazado de mala manera delante de sus amigas.
Al principio ni lo reconoció. En lugar del estudiante despeinado, con acné y delgado, veía a un chico moreno, atractivo, con un corte moderno, barba corta, hombros anchos y una cazadora de cuero.
—Hola… vaya sorpresa —sonrió Sofía, asombrada—. Has… has cambiado. Cuánto tiempo.
—Sí, bastante —asintió Álvaro—. Pero a ti te reconocí al instante. ¿Qué te pasa? ¿Por qué estás aquí sola, con un zapato menos y cara de funeral?
Sofía se encogió de hombros y le contó sus desventuras. Omitiendo a Jaime, claro.
—Oye, ¿por qué no te llevo a casa? —propuso Álvaro—. Tengo el coche justo aquí.
Sofía siguió su mirada y vio un enorme todoterreno negro reluciente. Asintió rápidamente, frotándose exageradamente el pie dolorido. Un minuto después, Álvaro la ayudaba a subir al coche, sosteniéndola del brazo, y colocaba sus compras en el asiento trasero. Sofía le dio su dirección. De camino, empezaron a charlar.
—¿Me contarás el secreto de tu transformación? —preguntó ella, casi arrullando.
—Suerte y la gente adecuada —sonrió él, girando en un semáforo—. Pero si quieres detalles, podemos hablar en un café. Hay uno bueno cerca.
Sofía sumó dos más dos enseguida. Durante todo el trayecto, no dejó de observarlo. Del chico tímido de la universidad no quedaba nada. Ahora era un hombre seguro, guapo y, obviamente, con dinero. Que además parecía interesado en ella.
—Sí, claro, encantada —respondió Sofía—. Además, ni he comido.
Media hora después, estaban en una mesa del café, esperando su pedido. Álvaro le contó que había dejado la universidad, se formó como programador y entró en un grupo de pruebas con inteligencia artificial. Luego fue supervisor, luego jefe de proyecto.
—Ahora tengo mi propia empresa de IT —concluyó—. Desarrollamos aplicaciones, hacemos webs y formamos a profesionales.
—Qué—Eres increíble —lo elogió Sofía—, siempre supe que tenías potencial.
Álvaro soltó una risotada.
—¿Y tú qué tal? ¿Ya te has casado? —preguntó él, como al descuido.
Ella movió la cabeza con vehemencia, apresurándose a desmentirlo; ahora Jaime, estancado en el mismo trabajo, le parecía gris y patético comparado con el exitoso Álvaro.
La charla continuó animadamente durante la cena; él hablaba de sus proyectos, viajes por Europa y costosos hobbies mientras Sofía lo escuchaba embelesada—justo el tipo de hombre que siempre había deseado.
Al terminar, Álvaro pagó y se levantó.
—Ha sido un encuentro maravilloso, da pena que termine —dijo mientras recogía su cartera y las llaves del coche.
—Mi día está completamente libre —respondió Sofía con entusiasmo—, así que no hace falta despedirse aún.
—Qué buena noticia —sonrió él—, ¿vamos al cine?
—Vamos —aceptó ella, dispuesta a seguirle a cualquier parte con tal de no soltarlo.
Aquella noche caminaron largo rato, rieron, bromearon; Álvaro insinuó que llevaba tiempo sin salir con nadie. A los mensajes de Jaime, Sofía respondió que estaba con una amiga.
Cuando el frío de la noche los envolvió, él sugirió tomar un café en el coche para calentarse; ella accedió sin dudar, y ya dentro, él la atrajo hacia sí y la besó; Sofía se derritió, permitiendo que ocurriera lo inevitable.
—Fue mágico —susurró ella, arreglándose el maquillaje mientras el coche avanzaba por calles vacías—, ¿cuándo nos volveremos a ver?
—Mmm… ya te llamaré —respondió Álvaro, buscando dónde aparcar.
Se despidieron con otro beso, y Sofía entró en su portal eufórica, entre la culpa y la ilusión de haber encontrado por fin a su hombre ideal.
Al día siguiente, le anunció a Jaime que lo dejaba por otro; él, dolido pero digno, no la retuvo.
Pasaron días, semanas… y Álvaro nunca llamó. Cuando Sofía, desesperada, lo buscó en redes, descubrió las fotos: él con una mujer y dos niños pequeños, felices en cada imagen.
—¡Me mentiste! ¡Estás casado! —gritó al teléfono cuando él, por fin, contestó.
—¿Mentirte? Solo pasamos un buen rato —se rio Álvaro—, ¿pruebas? No las tienes.
Ella colgó, humillada; sus sueños de vida lujosa se habían vuelto en su contra, y ahora ni siquiera podría volver con Jaime.
Sofía se dejó caer en la cama, llorando; la vida le había dado una lección que nunca olvidaría.