Casada por una década, respeto y amo sinceramente a mi suegra.

Llevo diez años casada con Jorge, y a mi suegra, Luisa María, la respeto de verdad e incluso la quiero. Es una mujer cariñosa, atenta, siempre dispuesta a ayudarnos con los niños o a invitarnos a sus famosas empanadas. Pero hay una costumbre suya a la que no me he podido acostumbrarse nunca: ¡siempre deja la cuchara clavada en el bol de ensalada! Y no solo eso, la hunde como si plantase una bandera en lo alto de una montaña. En Semana Santa nos reunimos otra vez en su casa alrededor de la gran mesa, y ya me estoy preparando mentalmente para este ritual gastronómico. Pero, la verdad, son estos pequeños detalles los que le dan color a nuestras reuniones familiares, y no podría imaginar nuestra vida sin estos encuentros tan entrañables.

Luisa María es una mujer a la que es imposible no admirar. Cuando me casé con Jorge, como cualquier nuera joven, tenía un poco de miedo de mi suegra. Había escuchado historias de amigas sobre “monstruos con delantal” que critican todo. Pero Luisa María era diferente. Me recibió con una sonrisa, me enseñó a hacer su famosa tarta de manzana y nunca me dio consejos no pedidos. Cuando nacieron nuestros hijos, Lucía y Pablo, se convirtió en la mejor abuela: juega con ellos, les lee cuentos, y sus caramelos escondidos son toda una leyenda. De verdad le doy gracias al destino por tener una suegra así. Pero lo de la cuchara en la ensalada… eso ya es mi pesadilla personal.

Todo empezó en la primera cena familiar a la que fuimos Jorge y yo, aún como novios. Luisa María puso la mesa como para una recepción real: ensaladilla rusa, ensalada de cangrejo, callos y cordero asado, todo perfecto. Yo, intentando ser una buena invitada, elogié los platos y fui a servirme. Y ahí la vi: una cuchara enorme clavada en el centro de la ensaladilla, como la torre de un rascacielos. Pensé que era un descuido, así que la saqué con cuidado y la dejé al lado. Pero, cinco minutos después, Luisa María pasó por ahí y… ¡la clavó otra vez! “Así es más fácil, Marta, ¡sírvete sin vergüenza!”, me dijo con una sonrisa. Solo asentí, pero por dentro estaba en shock.

Desde entonces, esa cuchara se convirtió en mi maldición. En cada celebración —Navidad, Semana Santa, cumpleaños— aparece en las ensaladas como un invitado fijo. A veces es la ensaladilla, otras la pipirrana, y una vez hasta en la ensalada griega, donde quedaba como un bicho raro entre el queso feta y las aceitunas. Intenté luchar contra ella: la sacaba, la ponía en un plato aparte, sugería servir la ensalada de antemano. Pero Luisa María es inflexible. “Marta, es tradición —dice—. ¡En esta familia siempre se ha hecho así!”. Jorge solo se ríe: “Mamá, ¿quién pone ahora la cuchara en la ensalada?”. Y ella responde: “¡Vosotros, los jóvenes, no entendéis nada de un buen banquete!”.

Ahora, cuando pienso en la Semana Santa que se acerca, ya me imagino la mesa. Luisa María estará al frente, con su delantal de fiesta y su sonrisa radiante. Habrá hornazos, huevos pintados, jamón y, por supuesto, sus ensaladas estrella con la cuchara siempre presente. Hasta bromeo con Jorge sobre regalarle un soporte especial para cucharas, para que deje de clavarlas donde sea. Pero, la verdad, esta manía ya es parte de nuestro folclore familiar. Lucía, nuestra hija, una vez dibujó a la abuela con una cuchara gigante en un bol, y todos nos reímos, incluida Luisa María.

Las reuniones de Semana Santa en casa de mi suegra son todo un evento. Reúne a toda la familia: nosotros, los hermanos de Jorge, los primos, hasta los vecinos. La mesa está tan llena que no se ve el mantel, y hay comida para una semana. Luisa María no para, sirviendo más a todos, contando historias de su juventud. La miro y pienso: ¿de dónde saca tanta energía? Cocina los hornazos, pinta los huevos, y aún juega con Pablo a “chocar huevos”. Y yo, después de un día cocinando, solo quiero tirarme en el sofá a ver una serie.

El año pasado, en Semana Santa, quise ayudarla en la cocina, pensando quizás controlar lo de la cuchara. Pero no hubo suerte. Mientras cortaba verduras, ella ya estaba emplatando las ensaladas y, claro, clavó una cuchara en cada una. “¡Queda más bonito!”, dijo orgullosa. Solo suspiré y decidí: bueno, allá ella. Al fin y al cabo, es su casa, sus normas. Yo me limito a disfrutar de su comida e ignorar esos “banderines” culinarios.

A veces me pregunto: ¿será que la cuchara no es solo una costumbre, sino un símbolo? ¿Una forma de Luisa María de mostrar que cuida de todos, que quiere que comamos bien? Hasta le pregunté a Jorge de dónde venía eso. Se encogió de hombros: “A mamá le parece que así la gente empieza antes a comer. Ella quiere alimentar a todo el mundo hasta reventar”. Y es verdad, nadie se va de su mesa con hambre. Hasta Pablo, que es muy remilgado, se come sus tortillas de patatas con alegría.

Ahora, preparándome para Semana Santa, ya no me molesto con la cuchara. Es una tradición más, sin la cual la fiesta no sería igual. Me imagino sentados a la mesa, Luisa María contando cómo pintó los huevos con cáscara de cebolla, Lucía y Pablo discutiendo sobre qué huevo es más duro, y Jorge guiñándome un ojo cuando vuelva a sacar la cuchara del bol. Y, sabes, me emociona pensar en ello. Sí, Luisa María tiene sus rarezas, pero es el alma de la familia. Me alegra que mis hijos crezcan con una abuela que les enseña no solo a comer ensalada con cuchara, sino a disfrutar de la vida.

Quizá dentro de unos años yo misma empiece a clavar cucharas en las ensaladas, en honor a Luisa María. Por ahora, llego a Semana Santa con buena actitud y preparada para el festín. Y, claro, para esa cuchara que, como un faro, seguirá ahí en el bol, recordándome que la casa de mi suegra es un lugar donde siempre hay calor, buena comida y mucha risa.

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Casada por una década, respeto y amo sinceramente a mi suegra.