Casada, pero viviendo en soledad

Vecina Valentina García, con su típica bolsa de tela en mano y meneando la cabeza incrédula, se plantó en el umbral:
—Irenita, ¿me puedes explicar esto? ¿Tienes marido o no? Ayer vi a Sergio saliendo de tu piso, y esta mañana le he vuelto a ver en la parada del metro con una rubia.

Irene suspiró, dejó a un lado el periódico e invitó a su vecina a la cocina. Justo hervía el agua para el té.
—Siéntese, doña Valentina. La cosa no es tan sencilla. Sí, Sergio es mi marido. Oficialmente. Llevamos siete años con el sello en el pasaporte. Pero vivimos separados. Cada uno en su piso.

—¿Cómo que separados? —La vecina se dejó caer en una silla, dispuesta a charlar largo y tendido—. ¿Qué clase de matrimonio es ese? ¿Para qué te casaste entonces?

Irene sirvió el té y se sentó enfrente. Tras la ventana, una llovizna otoñal teñía el cristal de lágrimas. Precisamente con esa misma lluvia, siete años atrás, habían ido juntos al registro civil.
—Me casé por amor, claro. Creí que viviríamos como todas las familias normales. Niños, casa en el pueblo, la vida en común. ¡Pero no! —Escupió una risa amarga—. A los seis meses me di cuenta de que somos polos opuestos. Él adora el jaleo, yo prefiero el silencio. Él deja la ropa tirada, yo necesito orden. Él puede pasar una semana sin ducharse, yo no aguanto ni un día sin mi ducha.

—¡Pues divorciaos! —exclamó Valentina, agitando la mano—. ¿Para qué sufrir inútilmente?

—Ahí empieba lo divertido. Divorciarnos no podemos. Tenemos un piso, escriturado a medias antes de la boda. Lo compramos entre los dos, pagando mitad y mitad. Sergio dice que si nos divorciamos, tendremos que venderlo y repartir el dinero. ¿Y a dónde iríamos después? ¿Alquilar? No somos jóvenes, yo tengo cuarenta y tres, él cuarenta y cinco. ¿De dónde iba a salir tanto dinero para un alquiler?

Valentina asintió pensativa. El problema lo entendía.
—¿Y qué solución encontrasteis?

—Esta: Sergio se quedó en ese piso, y yo compré un minúsculo estudio en las afueras. Baratito, pero mío. Pagando hipoteca, pero nadie me ronca. Él me visita de vez en cuando, cuando se aburre en casa. Charlamos, como si fuésemos viejos amigos. Luego él se va al suyo.

—¿Y vais a vivir así para siempre? —La vecina observaba a Irene con curiosidad. Lucía cansada, pero serena.
—No lo sé. De momento va bien. Oficialmente estamos casados, sin papeleos innecesarios, sin preguntas indiscretas en la oficina. En la práctica, cada uno vive como quiere.

Cuando Valentina se marchó, Irene se quedó junto a la ventana, acabando su té ya frío. La lluvia arrecia, y entre su rumor creía oír voces pasadas.

Se conocieron en el trabajo. Él era jefe de compras, ella contable jefa. Alto, apuesto, ojos bondadosos y sonrisa ganadora. Irene sintió simpatía al instante.
—Irene Martínez, ¿me haría el honor de acompañarme en la pausa de mediodía? —Se acercó a su mesa aquel jueves memorable—. Hay un bar estupendo cerca.

Aceptó. Luego vinieron el segundo encuentro, el tercero… Sergio era un conversador interesante, leído, culto. Charlaban de libros, películas, viajes.
—Me siento tan a gusto con usted —confesó él al mes de verse—. Me entiende a medias palabras.

Irene también se sentía cómoda. Llevaba cinco años divorciada y casi había perdido la esperanza de hallar un alma gemela. Sergio también venía de un divorcio, sin hijos. Vivía solo en un piso de tres habitaciones heredado de sus padres.
—Es demasiado grande para una sola persona —se quejaba—. Pero venderlo… ni pensarlo. Es la casa de mis padres.

Medio año de citas, y Sergio propuso matrimonio. Boda discreta, solo familia y amigos cercanos.

Los primeros meses de convivencia transcurrieron en plena luna de miel. Parecía que todo problema tenía solución y que los desacuerdos eran nimiedades.

Pero poco a poco, las nimiedades se volvieron insoportables.
—Sergio, ¿no puedes dejar los platos sucios en el fregadero? —protestaba Irene por enésima vez, ante una pila de vajilla sin lavar.
—Pero mujer, ya lo haré mañana —replicaba él, absorto en la tele.
—Mañana, pasado… ¡Hasta que la grasa se vuelve de piedra y no hay forma de limpiarla!
—Eres demasiado exigente. Relájate un poco.

Pero Irene no podía relajarse. El desbarajuste la agobiaba. Sergio, en cambio, se sentía incómodo con la pulcritud.
—Esto parece un quirófano —se quejaba—. Todo estéril, sin un objeto fuera de sitio. En casa debería sentirse calidez.
—¡Calidez no significa porquería!

Discutían cada vez más. Por los platos, por la ropa tirada, por los amigos de él que aparecían de madrugada.
—No puedo vivir así —confesó Irene a su hermana Lola por teléfono—. Parece que él y yo venimos de planetas distintos.
—Intenta amoldarte —le aconsejó su hermana—. Los hombres son todos iguales. Mi Paco tampoco es perfecto.

Pero amoldarse era imposible. Irene físicamente no soportaba el caos. Sergio, las normas estrictas. La gota que colmó el vaso fue su amigo Paco, llegado de fuera para “un par de días” que se convirtieron en una semana de juerga constante.
—¿No ves que no aguanto más? —Irene luchaba por contener las lágrimas—. ¡Bebe desde por la mañana, fuma dentro de casa, pone la música a todo meter! ¡Los vecinos ya se quejan!
—¡No exageres! Es mi amigo de la infancia. Hay
Y con el ronroneo de Mía como melodía perfecta para su soledad elegida, Irene comprendió que la felicidad a veces lleva jerséis de lana contra el frío y cola de gato enredada en tus libros.

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Casada, pero viviendo en soledad