Casada, pero sola en el corazón

Carmen García plantó sus manos en las caderas, su bolsa de rafia balanceándose. “Inés, hija, ¡explícame esto! ¿Tienes marido o no? Ayer vi a Marcos saliendo de tu portal, y esta mañana lo encuentro en la solana con una rubia”.

Inés dejó el periódico a un lado, invitando a la vecina a pasar. La tetera silbaba en la cocina. “Siéntese, Carmen. Las cosas no son como parecen. Sí, Marcos es mi marido. Legalmente. Llevamos siete años con el anillo en la mano. Pero vivimos separados. Cada uno en su casa”.

“¿Separados? ¡Pero qué matrimonio es ese!” La vecina se dejó caer en una silla, lista para el chismorreo. “¿Para qué te casaste entonces?”.

Inés sirvió el té mientras la lluvia de octubre resbalaba por los cristales. Así mismo llovía el día que firmaron en el registro civil. “Por amor, claro. Creí que viviríamos como los demás: hijos, huerto en Segovia, hogar compartido. ¡Qué va!” Su risa sonó amarga. “A los seis meses vi que éramos polos opuestos. Él adora las juergas, yo la calma. Él deja ropa tirada, yo necesito orden. Él puede pasar una semana sin ducharse, yo no aguanto un día”.

“¡Pues divórciate! ¿Para qué sufrir?” Carmen agitó la mano.

“Ahí está la madre del cordero. No podemos divorciarnos. Tenemos un piso en el centro, comprado a medias antes de casarnos. Él dice que si nos divorciamos habrá que venderlo y repartir. ¿Y luego? ¿Alquilar? No somos jóvenes. Yo tengo cuarenta y tres, él cuarenta y cinco. ¿De dónde sacamos para un alquiler?”.

Carmen asintió, comprendiendo el problema. “¿Y qué hacéis?”.

“Pues esto: Marcos vive en ese piso. Yo compré un pequeño estudio en Vallecas. Barato, pero mío. Pago la hipoteca, pero nadie me molesta. Él me visita cuando el silencio le pesa. Tomamos algo, charlamos como viejos amigos. Y luego se marcha”.

“¿Y hasta cuándo?” La vida había dibujado cansancio, pero también paz, en el rostro de Inés.

“Quién sabe. De momento funciona. Legalmente somos marido y mujer, sin papeleos. En el trabajo nadie pregunta. En la práctica, cada uno vive a su aire”.

Tras la marcha de Carmen, Inés se quedó contemplando la lluvia intensificarse tras el cristal. En su murmullo resonaban ecos del pasado.

Se conocieron en la oficina. Él, director de compras; ella, jefa de contabilidad. Alto, con una sonrisa que desarmaba. Inés sintió el flechazo al instante.

“Inés, ¿me haces compañía en la hora del bocadillo?” Él se acercó a su mesa aquel jueves memorable. “Conozco un bar estupendo”.

Aceptó. Luego vinieron más encuentros. Marcos resultó buen conversador: leído, conocedor de pintura. Hablaban de libros, cine, viajes.

“Me siento tan cómodo contigo”, confesó él un mes después. “Me entiendes sin palabras”.

Ella también se sentía en calma con él. Tras su primer divorcio, casi había perdido la esperanza de encontrar a alguien afín.

Marcos, divorciado y sin hijos, vivía solo un piso heredado en Chamberí. “Demasiado grande para uno solo. Pero venderlo… son recuerdos familiares”, se quejaba.

Tras medio año de citas, él propuso matrimonio. Una boda íntima, solo familia muy cercana.

Los primeros meses fueron de luna de miel. Las discrepancias parecían minucias superables.

Hasta que las minucias crecieron.

“Marcos, ¡no dejes los platos sucios en el fregadero!” Ella señalaba la pila repleta.

“Tranquila mujer, los lavo mañana”, él esquivaba la mirada frente al televisor.

“Mañana, pasado… ¡Y luego no hay forma de quitar la grasa!”.

“Eres demasiado exigente. Relájate”.

Pero ella no podía. El desorden la agobiaba. A él, en cambio, el orden le asfixiaba. “Parece una clínica aquí. Falta alma. Un hogar debe ser acogedor”.

“¡Acogedor no es sinónimo de sucio!”.

Las peleas escalaron: platos, ropa esparcida, amigos de él apareciendo a deshora.

“No soporto esta vida”, confesó Inés a su hermana Laura por teléfono. “Somos de planetas distintos”.

“Intenta adaptarte a él, mujer. Los hombres son así. Mi Jorge tampoco es perfecto”.

Pero adaptarse fue imposible. A ella el caos le provocaba ansiedad; él la pulcritud, agobio.

La gota que colmó el vaso fue su amigo Curro, venido de Córdoba. Planeaba quedarse dos días. Se alargó una semana.

“¡Marcos, esto es insoportable! Bebe desde el mediodía, fuma dentro, pone flamenco a todo volumen. ¡Los vecinos protestan!”. Ella contuvo lágrimas.

“¡No exageres mujer! Es mi amigo. Hay que ser hospitalarios. Aguanta un poco más”.

“¡Llevo aguantando una semana! Tu amigo ni siquiera da las gracias. ¡Y tú le consientes todo!”.

“Es mi amigo de toda la
A la mañana siguiente, mientras el sol asomaba tímidamente tras la lluvia, Irene sirvió el té sintiendo que su soledad, tibia y familiar como el ronroneo de Márgaro acurrucada a sus pies, era el refugio perfecto que su corazón necesitaba.

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