El marido dejó una carta y se marchó: «Me he enamorado de otra».
—Tu madre ha llamado. Tu hermano se divorcia —soltó Olga durante la cena, clavando la mirada en su esposo. Víctor permanecía en silencio, con los ojos fijos en el plato—. ¿Por qué no dices nada? ¿Lo apoyas? ¡Está abandonando a tres niños! —Olga sintió cómo la ira hervía en su interior.
—Olga, cálmate —Víctor apartó su plato—. No los abandona. Si se divorcian, tendrán sus motivos. —Se levantó y salió de la cocina, dejándola desconcertada. Su frialdad le clavó un puñal en el corazón. Al día siguiente, cuando Olga regresó del trabajo, encontró una carta sobre la mesa y se quedó paralizada, como si un rayo la hubiera alcanzado.
Olga y Víctor llevaban 27 años viviendo juntos en su acogedor piso de Valencia. Y ahora, de repente, el divorcio. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podían separarse después de tantos años? ¿Y su hija? Olga no podía creer que su vida se derrumbara así.
Se conocieron cuando ella, una joven estudiante de un pueblo pequeño, llegó a Valencia para ingresar en la universidad. Después de los exámenes, paseaba con una amiga junto al río Turia. Un grupo de chicos tocaba la guitarra en un banco, y Olga, que adoraba esa música, se detuvo a escuchar. Fue allí donde Víctor se le acercó, sonriente, con una chispa en la mirada. Así comenzó todo.
Mantuvieron su relación a pesar de la distancia. Olga estudiaba a distancia, viajaba para los exámenes, y entre visita y visita se escribían cartas —los móviles aún no existían—. El amor creció, y al año siguiente celebraron una boda sencilla. Vivían en un piso de alquiler. Olga trabajaba, estudiaba y cuidaba de la madre enferma de Víctor. Tardaron en tener hijos —ocho años después nació su hija, Lucía—. Olga lo consideró un milagro.
La palabra “divorcio” sonaba a sentencia final. No concebía la vida sin Víctor. Él había sido su sostén: alto, firme, un hombre para quien la familia siempre estuvo primero. No eran la pareja perfecta —Olga trabajaba mucho, y a menudo el hogar recaía sobre él—, pero hasta hace poco, eso les había bastado.
Todo cambió cuando el hermano de Víctor anunció su divorcio, dejando a su esposa con tres niños. Olga entró en pánico: ¿y si su marido también tenía a alguien? «A su edad», pensó, observando a Víctor durante la cena. Su silencio la asustaba.
—¿Apoyas a tu hermano? —no pudo contenerse—. ¡Está abandonando a sus hijos!
—Olga, no empieces —cortó él—. Tienen sus razones.
Ella no se calmó. Empezó a vigilarlo: llamadas constantes, escuchando cada conversación. Nunca había sido celosa, pero ahora cada gesto le parecía sospechoso. Víctor se distanció, y eso solo avivó el fuego.
En verano, Lucía fue admitida en la universidad de Madrid. Olga la acompañó para buscarle un piso. Al irse, nunca imaginó que volvería a una casa vacía. Víctor no fue a recogerla a la estación. No contestaba sus llamadas. En la cocina, sobre la mesa, había una carta. Olga la abrió, y su mundo se desmoronó.
«Olga, no sé cómo empezar… He solicitado el divorcio. Lucía ya es mayor, y he esperado este momento. No lo notaste, pero cambié. Por ella aguanté tus reproches, llevé la casa mientras te perdías en el trabajo. No tenemos nada en común, el amor se apagó. Somos extraños. Hace cuatro años conocí a una mujer. Tenemos un hijo, de tres años. Me voy con ellos. A Lucía no la abandonaré, seguiré ayudando. El piso es vuestro. Perdóname, si puedes».
Olga se desplomó en el suelo. No hubo lágrimas, solo vacío. Miró alrededor, pero nada le traía consuelo. Su vida se hacía añicos. ¿Cómo decírselo a Lucía? ¿Cómo seguir viviendo, sabiendo que durante cuatro años él amó a otra, mientras fingía a su lado, esperando el momento de irse?
Salió a la calle. Llevaba una semana lloviendo, como su tristeza, pero hoy brillaba el sol. En la puerta vio a su vecina, Marina. Cinco años atrás, Marina tuvo un accidente con su marido. Él no sobrevivió, y ella quedó en silla de ruedas. Todos los días, Olga la veía en el parque, sola pero sonriente.
—Buenos días, Olga —dijo Marina—. Hace un día precioso, ¿verdad? ¿Me ayuda a bajar?
Olga, en silencio, la ayudó. Marina le dio las gracias y de pronto propuso: «¿Vamos a pasear juntas?». Olga asintió, sin saber por qué. No eran amigas, pero en ese instante necesitaba algo vivo cerca.
En el parque, se sentaron en un banco bajo un viejo olivo. Al principio, callaron. Luego, Marina habló: «Cuando Andrés y yo tuvimos el accidente, soñábamos con hijos, con una casa en el campo. Todo se truncó en un instante. El conductor del otro coche perdió el control. Andrés murió. A mí me salvaron, pero al despertar pensé: “¿Para qué vivir?” La recuperación fue un infierno. No quería nada. Hasta que Andrés se me apareció en un sueño: “¡Vive, Mari! Disfruta cada día, cada rayo de sol, cada gota de lluvia. ¡Vive por mí!” Le hice caso. Encontré trabajo desde casa, reencontré a mis amigos. Hace poco conocí a un hombre. Me invitó a salir. Temí que le asustara la silla, pero me aceptó. Ahora estamos juntos, y la vida parece más luminosa».
—Perdone, me he enrollado —se disculpó Marina—. ¿Quiere que me vaya?
—No —murmuró Olga—. Me ha ayudado. Hoy mi marido se ha ido… Creí que era el fin. Pero tiene razón: la vida sigue.
Marina sonrió: «Lo superará. Fue honesto al marcharse, sin seguir mintiéndole. Todo irá bien».
Olga miró al horizonte. Junto a una cafetería, un hombre esperaba a Marina, saludándola con la mano. Ella se apresuró hacia él, mientras Olga susurraba: «Todo irá bien».
Ese encuentro la transformó. El divorcio era dolor, pero no el fin. La vida continuaba, y Olga estaba dispuesta a afrontarla con nuevas fuerzas.