“El marido dejó una carta y se fue: ‘Me he enamorado de otra mujer’.”
—Tu madre llamó, tu hermano se está divorciando —soltó Marina durante la cena, mirando fijamente a su esposo. Javier guardaba silencio, clavando los ojos en el plato. —¿Por qué no dices nada? ¿Lo apoyas? ¡Abandona a tres niños! —Marina sintió el enfiedo arder en su interior.
—Marina, tranquila —Javier apartó el plato—. No los abandona. Si se divorcian, habrá razones. —Se levantó y salió de la cocina, dejándola desconcertada. Su frialdad le atravesó el corazón. Al día siguiente, al volver del trabajo, Marina encontró una carta en la mesa y se quedó paralizada, como si un rayo la hubiera partido en dos.
Marina y Javier llevaban 27 años juntos en su acogedor piso de Valencia. Y de repente, un divorcio. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podían separarse después de tantos años juntos? ¿Y su hija? Marina no podía creer que su vida se derrumbara así.
Se conocieron cuando ella, una joven estudiante de un pueblo pequeño, llegó a Valencia para estudiar en la universidad. Tras los exámenes, paseaba con una amiga por el Turia cuando escuchó a unos chicos tocar la guitarra en un banco. A ella, que adoraba esas canciones, le encantó. Fue entonces cuando Javier se acercó, sonriente, con un brillo especial en la mirada. Así comenzó todo.
Mantuvieron su relación a distancia. Ella estudiaba a distancia, viajaba para los exámenes y, entre visitas, se escribían cartas. Los móviles no existían entonces. El amor creció y, al año, celebraron una boda sencilla. Vivían de alquiler. Marina trabajaba, estudiaba y cuidaba de la madre enferma de Javier. Los hijos tardaron en llegar; ocho años después nació su hija, Lucía. Para ella, fue un milagro.
La palabra “divorcio” sonaba a sentencia para Marina. El fin del mundo. No concebía la vida sin Javier. Él era su apoyo: alto, sereno, alguien para quien la familia siempre fue lo primero. No eran la pareja perfecta –ella trabajaba mucho, la casa recaía sobre él–, pero hasta hace poco, les funcionaba.
Todo cambió cuando el hermano de Javier anunció su divorcio, dejando a su mujer con tres niños. Marina entró en pánico: ¿y si él también tenía a alguien? “Caballo viejo no olvida el camino”, pensó, observándole durante la cena. Su silencio la aterraba.
—¿Apoyas a tu hermano? —estalló—. ¡Abandona a sus hijos!
—Marina, no empieces —cortó él—. Tienen sus motivos.
No se calmó. Empezó a controlarlo: llamadas constantes, escuchando cada conversación. Nunca había sido celosa, pero ahora todo le parecía sospechoso. Javier se distanció, y eso solo echó leña al fuego.
En verano, Lucía empezó la universidad en Madrid. Marina la acompañó para buscar piso. Al marcharse, nunca imaginó que volvería a una casa vacía. Javier no fue a recogerla a la estación. No contestaba al teléfono. Sobre la mesa de la cocina, encontró una carta. Al abrirla, su mundo se desplomó.
“Marina, no sé cómo empezar… He pedido el divorcio. Lucía ya es mayor, he esperado este momento. No lo viste, pero yo cambié. Por ella aguanté tus reproches, llevé la casa mientras tú trabajabas sin parar. No tenemos nada en común, el amor se apagó. Somos extraños. Hace cuatro años conocí a una mujer. Tenemos un hijo de tres años. Me voy con ellos. A Lucía no la dejaré, seguiré ayudando. El piso es vuestro. Perdóname, si puedes.”
Marina cayó al suelo. No lloró, solo sintió vacío. Miró alrededor, pero nada le traía alegría. Su vida se hacía añicos. ¿Cómo decírselo a Lucía? ¿Cómo seguir, sabiendo que él amaba a otra desde hacía cuatro años, mientras ella pensaba que solo esperaban el momento adecuado para separarse?
Salió a la calle. Llevaba una semana lloviendo, como reflejo de su tristeza, pero ese día salió el sol. En la puerta del edificio vio a su vecina, Carmen. Hace cinco años, Carmen y su marido tuvieron un accidente. Él no sobrevivió, y ella quedó en silla de ruedas. Cada día, Marina la veía en el parque, sola pero sonriente.
—Buenos días, Marina —dijo Carmen—. Hoy hace un día precioso, ¿verdad? ¿Me ayudas a bajar?
Marina ayudó en silencio. Carmen le dio las gracias y, de pronto, le preguntó: —¿Vamos a pasear juntas? —Ella asintió, sin saber por qué. No eran amigas, pero en ese momento necesitaba compañía.
En el parque, se sentaron bajo un olivo. Primero callaron. Luego, Carmen habló: —Cuando tuvimos el accidente, Andrés y yo soñábamos con hijos, con una casa en el campo. Todo se truncó en un segundo. El conductor del otro coche perdió el control. Andrés murió. A mí me salvaron, pero cuando desperté, solo pensé: “¿Para qué vivir?” La recuperación fue un infierno. No quería nada. Hasta que Andrés se me apareció en un sueño: “¡Vive, Carmen! Disfruta cada día, cada rayo de sol, cada gota de lluvia. ¡Vive por mí!” Y lo hice. Encontré trabajo desde casa, quedo con amigos. Hace poco conocí a un hombre. Me invitó a salir. Temía que le asustara la silla, pero me aceptó. Ahora estamos juntos, y la vida parece más bonita.
—Perdona, me he enrollado —se disculpó Carmen—. ¿Quieres que me vaya?
—No —susurró Marina—. Me has ayudado. Hoy mi marido me dejó… Creí que era el fin. Pero tienes razón: la vida no se acaba.
Carmen sonrió: —Lo superarás. Él fue honesto al irse, no engañándote más. Todo irá bien.
Marina miró al horizonte. Junto a una terraza, un hombre esperaba a Carmen, saludando con la mano. Ella se apresuró hacia él, mientras Marina murmuró: “Todo irá bien.”
Ese encuentro lo cambió todo. El divorcio duele, pero no es el final. La vida sigue, y Marina está lista para enfrentarla con fuerza renovada.