**Carta antes de llegar — y el precio de la paz**
Hasta los treinta y cinco años, Lola se creía una mujer feliz de verdad. Su marido, Javier, su hijo Pablo y su hija Lucía, una familia humilde pero unida. Todo cambió cuando despidieron a Javier de la fábrica. No encontró trabajo en la ciudad y decidió marcharse a Alemania para buscar mejor suerte.
—Lola, los compañeros me han hablado de un buen puesto. El sueldo no está mal —le dijo un día.
—¿Y nosotros? Tú allá, nosotras aquí. ¿Qué clase de familia es esa? —replicó ella, desconcertada.
—No será para siempre. Lo aguantaremos. Cuando mejoremos, todo cambiará.
Pero el cambio no fue el que ella esperaba. Javier empezó a venir menos, cada vez más distante y hosco. Un día, mientras Lola preparaba su regreso y salía a hacer la compra, encontró en el buzón una carta. Suya.
Sonrió, imaginando palabras de amor y añoranza. La carta llegaba el mismo día de su vuelta. La guardó en el bolso y, al llegar a casa, la abrió. Y se desplomó.
*«Lola, perdóname. No fui capaz de decírtelo en persona. Me he enamorado de otra. Nuestro matrimonio fue un error. Quiero el divorcio. Seguiré ayudando a los niños. Adiós».*
Lo leyó una y otra vez, sin creerlo. Las lágrimas nublaban su vista. En ese momento, Pablo, de diez años, entró en la cocina.
—Mamá, se te está quemando el horno. ¿Qué pasa?
Se levantó de un salto, apagó el fuego y abrió las ventanas para disipar el humo. Le sonrió al niño con torpeza, mientras el pecho le ardía de dolor.
Un mes después, se divorciaron. Javier se marchó para siempre. Mandaba dinero, pero nunca volvió a cruzar la puerta. Diez años más tarde, Lola supo que había muerto en un accidente. Y ella se quedó sola, con dos hijos y una carga enorme.
Pasaron los años. Lola no volvió a casarse —no quería introducir a un extraño en casa. Su vida eran sus hijos. Pablo creció, se casó con Marta. Se instalaron en su habitación, mientras Lola y Lucía compartían la otra. Nació el nieto, Daniel. Pero ni Marta ni Lucía parecían tener prisa por marcharse. La casa se volvió estrecha y tensa.
Un día, Lucía soltó:
—Mamá, estoy embarazada. David y yo nos quedaremos aquí un tiempo.
—¿Dónde? —exclamó Lola—. En una habitación están Pablo, su mujer y el niño, en la otra nosotras. ¿Dónde vas a meter a más gente?
—Tenemos el sofá de la cocina. No te importará, ¿no?
Y Lola se mudó a la cocina. La primera noche fue un infierno. Lo que siguió fue peor: gritos, peleas, disputas entre las familias. La salchicha que faltaba, el ruido de madrugada, el cuaderno perdido. Todo era motivo de bronca.
Hasta que Lola notó la tripa de Marta.
—¿Estás embarazada?
—Sí. Tendremos otro niño.
—¿Y lo del piso?
—¿Así que ahora nos echáis? —saltó Marta.
—Nadie os echa. ¡Pero ya sois cuatro en una habitación!
—¡Que se vaya tu hija, que tiene marido! —replicó Marta.
—¡Y tú también lo tienes! —estalló Lola.
Por la mañana, Pablo se acercó:
—Mamá, has ofendido a Marta. ¿Nos echas?
Lucía apareció como llevada por el viento:
—¡Pues dile a tu marido que os busquéis un sitio!
—¡Basta ya! —gritó Lola, furiosa—. ¡Todos fuera! Tú, Pablo, con tu mujer y los niños. Tú, Lucía, con David. ¡No aguanto más! Habéis convertido mi casa en un zoco, no me respetáis ni os respetáis entre vosotros. Se acabó. ¡Fuera!
Lo dijo firme, en voz alta, sin vacilar. Hasta ella se sorprendió de su determinación. Pero no quiso dar marcha atrás. Ni por un segundo.
En tres días se marcharon. Hubo amenazas: «No volverás a ver a tus nietos», «No volveremos a hablarte». Lola guardó silencio.
Esa noche, se sentó en la cocina. Sola. Sin gritos, sin peleas. Solo el silencio.
Miró a su alrededor y, por primera vez en años, sintió que la casa era suya de verdad. Hizo reformas, cambió los muebles. Al año siguiente, por primera vez en su vida, se fue de vacaciones al extranjero.
Y que nadie diga que solo piensa en ella. No. Dio toda su vida por sus hijos. Ahora, por fin, vive para sí misma. Y así debe ser.