Carta antes de la llegada: el costo de la tranquilidad

Hasta los treinta y cinco años, Laura se consideraba una mujer verdaderamente feliz. Marido querido, Javier, su hijo Miguel y su hija Alba: una familia humilde pero unida. Todo cambió cuando despidieron a Javier de la fábrica. No encontró trabajo en la ciudad y decidió marcharse a Alemania para ganar dinero.

—Laura, los compañeros me llaman. Pagan bien —dijo él un día.

—¿Y nosotros? Tú allí, nosotros aquí. ¿Eso es una familia? —respondió ella, desconcertada.

—No será para siempre. Lo superaremos. Cuando nos recuperemos, todo será diferente.

Pero todo cambió, aunque no como ella esperaba. Javier volvía menos, cada vez más distante y sombrío. Un día, mientras Laura preparaba su regreso y salía a comprar, encontró una carta en el buzón. Era de él.

Sonrió, imaginando palabras de amor y añoranza. La carta llegó el día de su vuelta. La guardó en el bolso y, al llegar a casa, la abrió. Entonces, se derrumbó.

«Laura, perdóname. No pude decírtelo en persona. Me he enamorado de otra. Nuestro matrimonio fue un error. Quiero el divorcio. Ayudaré a los niños. Adiós».

Lo leyó una y otra vez, sin creerlo. Las lágrimas nublaban su vista. En ese momento, entró Miguel, de diez años.

—Mamá, el horno está ardiendo. ¿Qué pasa?

Se levantó de un salto, apagó la cocina y abanicó el humo. Sonrió torpemente a su hijo mientras el dolor le quemaba el pecho.

Un mes después se divorciaron. Javier se marchó para siempre. Enviaba dinero, pero nunca volvió. Diez años más tarde, Laura supo que había muerto en un accidente. Ella se quedó sola con dos hijos y una carga de responsabilidad.

Pasaron los años. Laura no volvió a casarse; no quería traer a un extraño a casa. Su vida eran sus hijos. Miguel creció, se casó con Marina y se instalaron en su habitación, mientras Laura y Alba ocupaban la otra. Nació su nieto, Lucas. Pero ni Marina ni Alba parecían dispuestas a abandonar el hogar. La casa se volvió pequeña y tensa.

Un día, Alba anunció:

—Mamá, estoy embarazada. Pablo y yo viviremos aquí un tiempo.

—¿Dónde? —exclamó Laura—. En una habitación están Miguel, Marina y Lucas; en la otra, nosotras. ¿Dónde los metes?

—Tenemos el sofá de la cocina. A ti no te importa, ¿verdad?

Y Laura se mudó a la cocina. La primera noche fue un infierno. Luego, empeoró. Gritos, peleas, disputas entre familias. ¿Quién se comió el jamón? ¿Quién hizo ruido de noche? ¿Quién cogió el cuaderno? Todo era motivo de bronca.

De pronto, Laura notó que Marina tenía la tripa hinchada.

—¿Estás embarazada?

—Sí. Tendremos otro hijo.

—¿Y lo del piso?

—¡Ah, ya nos echáis! —saltó Marina.

—Nadie os echa. ¡Pero ya sois cuatro en una habitación!

—¡Que se vaya tu hija, que tiene marido! —replicó Marina.

—¡Y tú también! —estalló Laura.

Por la mañana, llegó Miguel:

—Mamá, has ofendido a Marina. ¿Nos echas?

Alba entró como si fuera una señal:

—¡Pues dile a tu marido que os busque un piso!

—¡Sabéis qué? —gritó Laura—. ¡Basta! ¡Que os vayáis todos! Tú, Miguel, con tu mujer y tus hijos. Y tú, Alba, con Pablo. ¡No puedo más! Habéis convertido mi casa en un mercado. No me respetáis ni os respetáis entre vosotros. ¡Se acabó! ¡Fuera!

Lo dijo firme, en voz alta, sin vacilar. Hasta ella misma se sorprendió de su determinación. Pero no quiso dar marcha atrás. Ni por un segundo.

En tres días se fueron. Hubo amenazas: «No verás a tus nietos», «No hablaremos más contigo». Laura guardó silencio.

Esa noche, se sentó en la cocina. Sola. Sin gritos, sin peleas. Solo silencio.

Miró alrededor y, por primera vez en años, sintió que era dueña de su casa. Hizo reformas, renovó los muebles. Al año siguiente, por primera vez en su vida, se fue de vacaciones al extranjero.

Y que nadie diga que solo piensa en ella. Dedicó su vida a sus hijos. Ahora, por fin, vive para sí misma. Y está bien así.

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