Canas en la barba. Una historia de vida

**Canas en la barba. Una historia de vida**

Fedro, ¿Fedro? ¿Qué tal todo en el trabajo? ¿Todo bien?
Normal. Como siempre.
Fedro, Fede, ¡vamos a cenar! He hecho empanaduras, como te gustan. ¿Vamos, eh?
No tengo hambre.
Fedro, Fede, ¿cómo así, eh? Te esperé para cenar, no me senté sin ti.
Oye, Mónica, ¿por qué eres así? ¡Te pegas como una lapa, te lo juro! ¡Eres una pesada! No aguanto más. ¿Acaso eres una niña que no puede comer sin mí? ¿Se te caerá la comida de la boca?
Fedro, Fede, no te enfades, ¿vale?
¡Fedro, Fede! ¡Puaj! ¡Da asco oírte! ¿No te cansas, Mónica? ¿Por qué te arrastras así delante de mí? ¿Es que no sabes nada? Me ahogas con tus cuidados, ¿entiendes? Contigo no puedo respirar, pronto no habrá aire. Eres agobiante, y tus mimos son insoportables. No vivo contigo, sufro. ¡Ese “Fedro, Fedro”! ¡Cuántas veces te he dicho que no hace falta repetirlo!

Fedro, Fede. Toma, échate un traguito, te sentará bien. Necesitas descansar, estás agotado. Mónica lo miró con culpa y retorció el borde del delantal entre sus manos.

¿Eres tonta o te lo haces? ¡Y encima con ese delantal puesto! Hay otra, ¿entiendes? ¡Otra! La amo, solo a ella respiro. Me voy de aquí, Mónica.

¿Te vas? ¿Lo has pensado bien? No te creas que porque sea blanda habrá vuelta atrás. Me conoces. Si te vas, vete, pero no esperes que te vuelva a abrir la puerta. ¿Crees que a otra le harás falta? ¿Piensas que es fácil para mí sentarme a la mesa sabiendo que tienes a otra? Mira, Fedro, reflexiona bien: ¿de verdad tu amor es tan fuerte como para destrozar una familia en un instante?

No volveré, no lo esperes.

Fedro, sin quitarse las botas, entró en el dormitorio. Las huellas de barro se marcaron en las alfombras tejidas a mano. Sacó la mochila y empezó a guardar sus pocas pertenencias. Tras un vistazo a la habitación, sin mirar a Mónica, salió al portal. Mientras cruzaba el pueblo, los pensamientos lo asaltaban.

¿Por qué así? ¿Hace bien dejando a su mujer? Llevan más de veinte años juntos, tienen un hijo buen chico, militar. Vive lejos, apenas hablan por teléfono. No se puede visitar tan lejos. ¿Qué pensará el chico del divorcio? Pero ya es mayor, lo entenderá. Todo se quemó dentro de Fedro. No queda ni respeto por su esposa. Precisamente por ese “Fedro, Fedro”. ¿Cuánto hace que lo sabe y calla, mirándole a los ojos? Otra le habría arañado la cara, la habría destrozado, pero ella solo lo mira con reproche. ¿Cómo respetarla si ni ella misma se respeta? Y esa obsesión por lo antiguo. Se le ha ido la cabeza. Antes era una mujer normal, pero ahora solo piensa en tener una cocina de madera rústica, con alfombras y un samovar. Como una loca, recogiendo trapos por todo el pueblo, rompiendo el suelo para poner tablas viejas.

No, Estela es distinta. Hasta el nombre lo dice. Una mujer con carácter. Y ni siquiera parece mayor, aunque es un poco más joven que su hijo. Pudo ser su nuera, pero mira, será su esposa. Con ella, Fedro se siente joven otra vez, como si respirase de nuevo. Nada de empanadas, potajes ni alfombras con samovares. Hasta habla distinto a Mónica. Esta, con sus tonterías de lo antiguo, ha perdido el juicio. En casa de Estela todo es moderno: armarios de colores, ropa a la moda. Y su figura Mónica se ha dejado ir, hinchada como una barcaza. Solo lame las botas de Fedro, tratando de complacerlo. Ha hecho bien en irse. Debía haberlo hecho antes. Ahora todo será diferente.

***

Mónica se sentó en medio de la cocina, mirando las manchas de barro en las alfombras, y lloró en silencio. ¡Él no entendió nada! No entendió por qué todo esto, las alfombras, el samovar. ¡Pensó que lo recordaría, tonta! Y esas manchas como si hubiesen pisoteado su alma con botas sucias.

Se levantó bruscamente y empezó a arrancar las alfombras del suelo. ¡Para qué las quiere! No recuerda nada, no hay nada sagrado en él. Estela es una zorra, apenas mayor que su hijo. Volvió al pueblo, moderna, joven, guapa. Y en dos años ya era economista jefe en la cooperativa. El presidente le tiraba los tejos, se veían a escondidas. Pero él no dejó a su familia. Fedro, como un becerro, la siguió. ¿De verdad le importa él? Con el sueldo de veterinario no da para mucho. Bueno, allá él. No hay vuelta atrás.

***

Recordó el año en que se casó con Fedro. Jóvenes, apasionados, nada les importaba. ¿Sin dinero? No importaba, tenían una despensa llena de patatas. Por la noche encendían una hoguera en la calle, sentados uno junto al otro. Cuando las llamas bajaban, echaban patatas en las brasas. Las comían con piel y todo, las caras ennegrecidas, felices. Les dieron una casita donde vivía una anciana sola. Mónica encontró un tesoro allí: alfombras tejidas, un samovar, muebles antiguos. Limpió, lavó las alfombras en el río con Fedro. Creó un hogar acogedor. Volvían del trabajo y tomaban té del samovar.

Soñaban con una casa grande, con cocina de madera, alfombras, samovar. Muebles tallados. Para cuando fuesen viejos, sentarse allí y recordar su juventud.

Cuando supo que Fedro la engañaba, se obsesionó con tener esa cocina, como si pudiese traerlo de vuelta. Pero ni la madera ni el samovar devolvieron lo perdido. Fedro solo veía su nuevo amor. “Canas en la barba, demonio en el costado”, dicen. Todo el pueblo admiraba la paciencia de Mónica. Saber y callar. ¡Y Fedro, otro igual! Ella le lleva la edad de una hija, ¡y él habla de amor!

***

No dejó que nadie viese su dolor. En el trabajo, fingía normalidad. Hasta saludaba a Fedro como si nada. Al principio, él evitaba verla. Luego se relajó. “Cosas que pasan”, pensó.

Fedro tardó en pedir el divorcio, como si dudase. Se desinfló cuando Mónica le entregó el sobre en el trabajo: “He solicitado el divorcio”.

La miró con envidia. ¡Ya lo ha hecho! Pensó que se desesperaría, lloraría, pero ahí está, florida y fresca. ¿Qué pasará por su cabeza? Quizás ya tiene otro. No, el pueblo es pequeño, se sabría.

***

Moni, he venido a hablar. La casa la construimos juntos, es nuestra, pero vives tú sola como una reina, y nosotros apretados en un cuartucho.

¿Quieres pedir habitación? No quedará bien vivir los tres aquí.

No te hagas la lista, Mónica. No es propio de ti, que eres dulce y buena. ¿Por qué esto?

Dime, Fede, ¿a qué has venido?

Hay que repartir la casa. Esto no puede seguir así.

¿Cómo la dividiremos? ¿Con sierra o hacha? ¿A lo largo o a lo ancho?

No digas tonterías. Estela y yo pensamos que hay

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