**Canas en la barba. Una historia de vida**
¿Fedro, Fedro? ¿Qué tal en el trabajo? ¿Todo bien?
Normal. Como siempre.
Fedro, Fede, ¡vamos a cenar! He hecho empanadillas, como te gustan. ¿Vienes?
No tengo hambre.
Fedro, Fede, ¿cómo va a ser eso? Te he esperado para cenar, no me he sentado sin ti.
Oye, Tania, ¿por qué eres así? ¡Te pegas como una lapa, te lo juro! ¡Eres insoportable! ¿Es que no puedes comer sin mí, como una niña pequeña? ¿O es que se te va a caer la comida de la boca?
Fedro, no me hables así, ¿vale?
¡Uf! ¡Da asco escucharte! ¿No te cansas, Tania? ¿Qué pretendes con tanto arrastre? ¿No te das cuenta? Me ahogas con tus atenciones, ¿entiendes? No puedo respirar contigo, pronto me faltará el aire. Eres agobiante, y tus cuidados son son ¡Estoy harto, Tania, no puedo más! No vivo contigo, me arrastro. ¡Y ese “Fedro, Fedro”! ¡Cuántas veces te he dicho que no hace falta repetirlo, que te oigo perfectamente!
Fedro, Fede. Tómate una copita, se te pasará. Estás cansado, necesitas descansar. Tania lo miraba con culpa, retorciendo el delantal entre sus manos.
¿Eres tonta o te lo haces? ¡Hasta el delantal te has puesto! ¡Hay otra, ¿entiendes?! ¡Otra mujer! ¡A ella la quiero, por ella respiro! Me voy de aquí, Tania.
¿Te vas? ¿Lo has pensado bien? No te creas que porque parezca blanda, habrá vuelta atrás. Me conoces. Si te vas, vete, pero sabe que no te recibiré de vuelta. ¿Y crees que le sirves a otra? ¿Crees que es fácil para mí sentarme a la mesa contigo y saber que tienes a otra? Mira, Fedro, piénsalo bien, ¿de verdad tu amor es tan fuerte como para destruir una familia en un instante?
No volveré, no te hagas ilusiones.
Fedro, sin quitarse las botas, entró en el dormitorio. Las huellas sucias marcaron las alfombras tejidas a mano. Sacó una mochila y empezó a meter sus pocas cosas. Sin mirar a Tania, salió al recibidor. Mientras caminaba de un extremo del pueblo al otro, su mente bullía.
¿Por qué lo hacía? ¿Era correcto abandonar a su mujer? Llevaban más de veinte años juntos, tenían un hijo bueno, militar. Vivía lejos, apenas hablaban por teléfono. No era fácil visitarlo. ¿Cómo tomaría la noticia del divorcio? Pero ya era mayor, lo entendería. Todo se había quemado dentro de Fedro, ni siquiera le quedaba respeto por su esposa. Por culpa de ese “Fedro, Fedro”. Ella lo sabía todo, pero callaba, mirándolo con reproche. Otra mujer le habría arañado la cara, le habría gritado, pero Tania solo lo observaba en silencio. ¿Cómo podía respetarla si ni ella misma se respetaba?
Y luego estaba esa obsesión suya por lo antiguo. Antes era una mujer normal, pero se le metió en la cabeza que necesitaba una cocina de madera rústica, con alfombras hechas a mano y un samovar. Como una loca, recogió esos trapos por todo el pueblo, desmontó el suelo de la cocina para revestirlo de madera.
No, Estela era diferente. Hasta su nombre sonaba fuerte. Una mujer con carácter. Y joven, mucho más joven que él. Casi podía ser su nuera, pero en vez de eso, sería su esposa. Con ella, Fedro se sentía vivo otra vez, como si hubiera vuelto a aprender a respirar. Nada de tartas, ni borsch, ni alfombras viejas. Hasta hablaba distinto. Tania se había vuelto insufrible, encerrada en su mundo anticuado. Estela era moderna: armarios de colores, ropa a la moda. Y su figura Tania se había descuidado, engordando como una barcaza, siempre pendiente de él, intentando complacerlo. Hizo bien en irse. Debía haberlo hecho antes. Ahora todo sería distinto.
***
Tania estaba sentada en medio de la cocina, mirando las manchas sucias en las alfombras, llorando en silencio. ¡Él no había entendido nada! No entendía por qué todo aquello, las alfombras, el samovar. ¡Y ella, tonta, había esperado que sí! Esas manchas eran como huellas en su alma, pisadas de barro sobre su corazón.
Se levantó de golpe y empezó a arrancar las alfombras del suelo. ¿Para qué las quería? ¡Él no recordaba nada, no tenía nada sagrado! Estela era una zorra, apenas unos años mayor que su hijo. Había vuelto al pueblo, moderna, joven, guapa. Y en un abrir y cerrar de ojos se coló en la oficina del ayuntamiento. ¡Claro, era una “especialista”! En dos años llegó a economista jefe. El alcalde estaba rendido a sus pies, pero no dejó a su familia. Una cosa es divertirse con una jovencita, otra es destruir un hogar. Pero Fedro, como un cordero, se dejó llevar. ¿Y de qué le servía a ella? Con el sueldo de veterinario rural no iban a vivir como reyes. Bueno, él eligió, no había vuelta atrás.
***
Tania recordó el año en que se casaron. Jóvenes, apasionados, nada les importaba. ¿No tenían dinero? No importaba, tenían un almacén lleno de patatas. Por las noches encendían una hoguera en la calle y se acurrucaban juntos. Cuando las llamas se apagaban, asaban las patatas en las brasas. Las comían con piel y todo, las caras negras de ceniza, riéndose.
Les dieron una casita que había pertenecido a una abuela solitaria. Tania encontró allí un tesoro: alfombras tejidas a mano, un samovar, muebles antiguos. Limpió la casa, lavó las alfombras en el río con Fedro. Creó un hogar acogedor. Volvían del trabajo y tomaban té del samovar.
Soñaban con una casa grande, con cocina de madera, alfombras, samovar. Con armarios tallados. Para cuando fueran viejos, sentarse allí y recordar su juventud.
Cuando descubrió que Fedro la engañaba, se convenció de que si tenía esa cocina de madera, con alfombras y samovar, todo volvería a ser como antes. Fedro regresaría.
Pero ni la cocina, ni las alfombras, ni el samovar le devolvieron la felicidad. Fedro solo veía a su amante. Como dice el refrán: *”Canas en la barba, demonio en el costado”*. Todo el pueblo admiraba la paciencia de Tania. Saber de las aventuras y callar, fingir que todo estaba bien. ¡Y Fedro, otro igual! ¡Ella le llevaba la edad de una hija!
***
Tania no dejó ver su dolor. Seguía adelante, sola en la casa que habían construido juntos. Ya no podía entrar en la cocina de sus sueños. En el trabajo, fingía normalidad. Hasta saludaba a Fedro como si nada hubiera pasado.
Al principio, él evitaba cruzarse con ella. Después se relajó. “Cosas que pasan”, pensaba.
Fedro tardó en pedir el divorcio, como si dudara. Pero cuando Tania le entregó los papeles, se quedó helado. Hasta la miró con celos. ¡Él esperaba llantos, súplicas! Pero ella seguía adelante, imperturbable. ¿Qué pasaba por su cabeza?
***
Tania, he venido a hablar. La casa es de los dos, pero tú vives aquí como una reina, y nosotros apretados en una habitación.