Caminos Diferentes
En un pequeño pueblo rodeado de oscuros bosques de pinos y campos grises, donde el viento arrastraba hojas secas por las calles, la vida transcurría lenta, como un río en un valle. Cerca del final de la jornada, el teléfono de Javier sonó. La tonada, elegida por su novia Lucía, rompió el silencio. Respondió y escuchó su voz:
—Javier, estoy en la peluquería. Ven a buscarme, ya sabes dónde.
—Vale, ahora voy —contestó él, cortante, y colgó.
Javier sabía que Lucía pasaba al menos dos horas en el salón, así qué no se apresuró. Después del trabajo, aparcó el coche cerca y, para matar el tiempo, entró en un bar cercano.
—Me llamará cuando termine —pensó, sentándose en una mesa. El camarero le tomó la orden al instante.
Javier comió, revisó las noticias, vio un par de vídeos, pero Lucía no llamaba. «¿Cuánto habrá gastado hoy?», le vino a la mente. Aunque no era ella quien pagaba, sino su padre, un empresario influyente cuyo dinero fluía sin límites. Lucía nunca ahorraba.
Llevaban siete meses juntos, a veces viviendo en su modesto piso de dos habitaciones. Pero cuando a Lucía le cansaba su “lo pequeño qué era”, volvía a la mansión de sus padres en las afueras. Hija única, nunca le faltó nada. Lucía lo había presentado a sus padres, pero su madre, Isabel, lo miraba con desdén. Un simple informático, 27 años, ¿qué podía ofrecer? Lucía debió convencerla de no interferir, pues se limitaba a ser fría, sin ataques directos. Javier se sentía un extraño en aquella casa.
Él mismo empezaba a entender qué Lucía no era la mujer con la qué soñaba. Pero la idea del matrimonio no lo abandonaba, sobre todo tras las palabras de su padre: «Si haces feliz a mi hija, te haré rico. Si no, lo lamentarás». La indirecta era clara.
Lucía era caprichosa, pero deslumbrante. Javier no entendía por qué necesitaba tantas horas en el salón, si ya era perfecta. Lista, con sentido del humor, pero arrogante y malcriada por el dinero paterno. La noche anterior, había soltado:
—Javier, en diez días volamos a las Maldivas. Papá lo paga todo. Necesito descansar.
—¿Descansar de qué? Si no trabajas —se sorprendió él.
—Papá resolverá lo de tu trabajo, no te preocupes.
Sus palabras le irritaban. La relación se complicaba. Javier sentía qué venían de mundos distintos, pero seguía dispuesto a casarse. Mientras reflexionaba con el café, una voz lo sacó de sus pensamientos:
—¿Javier? —Un chico frente a él sonreía como a un viejo amigo.
—¿Miguel? —Javier se levantó al reconocer a su amigo de la infancia. —¿Tanto tiempo, doce años?
—¡Estás hecho un hombre, tío! —Miguel le dio una palmada en el hombro. —Te ves serio.
—Y tú ya no eres un crío —rio Javier. —¿Qué haces por aquí?
—Esperando a mi hermana, Clara. Estudia en el conservatorio, último año. Hoy tiene concierto, pero yo y la clásica… qué va, por eso vine aquí —explicó Miguel.
—¿Clara? ¿Cómo está? —se animó Javier.
—¡Un talentazo! Una chica de pueblo, pero entró al conservatorio por mérito propio —dijo Miguel con orgullo.
—¡Quiero verla! —exclamó Javier.
—En media hora la llamo y vamos a buscarla. Si no estás ocupado, únete. ¿Vienes solo?
—Espero a Lucía, mi novia. Está en la peluquería, pronto saldrá.
—Perfecto, entonces Clara y yo pasamos por aquí —Miguel se fue, prometiendo volver.
Javier se sumió en recuerdos. Veranos en el pueblo de su abuela, donde vivían Miguel y Clara. Su patio con manzanos, el lago, el río. Pescar, asar la captura en la hoguera, cantar con la guitarra. Clara, una chiquilla delgada con trenzas oscuras, fue su primer amor. «¿Cómo será ahora?», pensó, sin notar la sonrisa qué le iluminaba el rostro.
—Sonreírle al vacío es de tontos —la voz de Lucía lo sacó de su ensoñación.
—Por fin —Javier la miró, intentando notar los cambios tras tres horas en el salón.
—¿Qué tal estoy? —preguntó ella, coqueta.
—Normal —contestó él.
—¡¿Normal?! —se indignó. —¿Sabes cuánto cuesta esta manicura y el tratamiento facial? ¡Estoy irresistible, verdad?
—Como siempre —asintió él, evitando discutir.
—Vamos a mi casa, hay invitados —ordenó ella.
—No puedo, quedé con unos amigos de la infancia. Ahora vienen.
Lucía frunció el ceño, preparando una escena, pero entraron Miguel y Clara. Ella corrió hacia Javier y lo abrazó:
—¡Javier, cuánto tiempo! ¡Qué hombre te has hecho!
Él se quedó paralizado, impresionado por su belleza: delicada, luminosa, con cálidos ojos marrones. No quería soltarla, pero Lucía intervino, fría:
—Hola.
—Esta es Lucía, mi novia —se apresuró Javier. —Ellos son Miguel y Clara.
—Hola, guapa —sonrió Miguel.
Hablaron del pasado mientras Lucía callaba, ignorándolos con descaro. Javier recordaba el verano, los manzanos, el lago.
—Mejor en las Maldivas bajo una sombrilla —interrumpió Lucía. —Y la piscina de mi padre es más grande que vuestro charco.
—¿Hay peces allí? —bromeó Miguel.
—En los restaurantes donde como pescado fresco —replicó ella.
La conversación decayó. Clara propuso:
—Javier, ven al pueblo con nosotros.
—Claro —asintió él, mirando a Lucía. —Este fin de semana me escapo.
Lucía anunció:
—Bueno, iré contigo a ese agujero.
—Mejor no —frunció él el ceño. —Hay mosquitos, bosque, lago. Te aburrirás.
—Llevaré agua mineral, allí no hay de la buena —refunfuñó.
—Y un váter portátil con microondas —se burló él.
En el pueblo, los recibieron con calor. La mesa, bajo un manzano, estaba llena; asaban carne. Javier se sentía vivo, como en su niñez. Lucía no paraba:
—Javier, la hierba pincha. La carne huele raro. Me ha picado un mosquito. ¡El sol me da en los ojos!
—Basta, Lucía —perdió la paciencia. —Disfruta de la naturaleza o vete dentro.
—Ahí no se respira —replicó, pero se refugió de los mosquitos.
Junto al lago, caña en mano, Javier preguntó:
—Clara, ¿tienes novio?
—No, hace tiempo qué terminé. ¿Y tú por qué preguntas? —sonrió.
—Es qué eres… hermosa, sencilla —se le escapó.
—Y talentosa —añadió Miguel. —Y hace punto y cocina empanadas.
—Sí, y tu novia sólo sirve para dar la nota —rio Clara.
—Cierto —sorprendiéndose a sí mismo, Javier asintió. —De sus empanadas, ni hablar, sólo restaurantes.
—Tranquilo, aprenderás —lo animó Miguel.
Javier calló, imaginando una vida sin calor ni hogar junto a Lucía. De vuelta, ella soltó:
—Jamás vuelvo a este pozo. En una semana, Maldivas.
—No voy —cortó él.El teléfono de Javier volvió a sonar, pero esta vez era Clara, preguntando a qué hora llegaría al día siguiente.