**Caminos Diferentes**
En un pequeño pueblo rodeado de oscuros bosques de pinos y campos grises, donde el viento arrastraba hojas secas por las calles, la vida transcurría lenta, como un río en un valle. Cerca del final de la jornada laboral, el teléfono de Arturo sonó. La melodía, elegida por su novia Carla, rompió el silencio. Respondió y escuchó su voz:
—Arturo, estoy en la peluquería. Ven a recogerme, ya sabes dónde.
—Vale, ahora voy —respondió él brevemente antes de colgar.
Arturo sabía que Carla pasaba al menos dos horas en el salón, así que no tenía prisa. Después del trabajo, aparcó el coche cerca y, para matar el tiempo, entró en una cafetería.
—Ya llamará cuando termine —pensó, sentándose junto a la ventana. El camarero tomó su pedido enseguida.
Arturo comió, revisó las noticias, vio unos vídeos, pero Carla no llamaba. «¿Cuánto habrá gastado hoy?», pensó. Aunque no era ella quien pagaba, sino su padre, un empresario adinerado cuyo dinero fluía sin fin. Carla nunca se preocupó por ahorrar.
Llevaban siete meses juntos, a veces viviendo en su modesto piso de dos habitaciones. Pero cuando Carla se cansaba de su «vida estrecha», volvía a la mansión de sus padres en las afueras. Hija única, nunca le faltó de nada. Carla lo presentó a sus padres, pero su madre, Inés, lo miraba con desdén. Un simple programador, de 27 años, ¿qué podía ofrecer? Carla convenció a su madre para que no interviniera, pero el trato seguía siendo frío. Arturo se sentía fuera de lugar en esa casa.
Él mismo empezaba a entender que Carla no era la mujer con la que solía soñar. Aun así, la idea del matrimonio lo atormentaba, sobre todo tras las palabras de su padre: «Si haces feliz a mi hija, te llenaré de oro. Si la haces sufrir, te arrepentirás». La amenaza era clara.
Carla era caprichosa, pero deslumbrante. Arturo no entendía por qué necesitaba tantas horas en la peluquería si ya era perfecta. Inteligente, con sentido del humor, pero arrogante y malcriada por el dinero de su padre. La noche anterior había anunciado:
—Arturo, en diez días volamos a las Maldivas. Papá paga todo. Necesito descansar.
—¿Descansar de qué? Si no trabajas —se sorprendió él.
—Papá arreglará lo de tu trabajo, no te preocupes.
Sus palabras lo irritaban. La relación se volvía cada vez más complicada. Arturo sentía que vivían en mundos distintos, pero aún planeaba casarse. Reflexionando, de pronto escuchó una voz familiar:
—¿Arturo? —Un chico frente a él sonreía como a un viejo amigo.
—¿Sergio? —Arturo se levantó de un salto, reconociendo a su amigo de la infancia. —¡No puedo creerlo! ¿Cuánto ha pasado? ¿Doce años?
—¡Te has hecho un hombre, tío! —Sergio le dio una palmada en el hombro. —Te ves imponente.
—Tú tampoco pareces un crío —rió Arturo. —¿Qué haces aquí?
—Espero a mi hermana, Lola. Estudia en el conservatorio, último año. Hoy tiene un concierto, pero yo no soporto la clásica, así que me refugié aquí —explicó Sergio.
—¿Lola? ¿Cómo está? —se animó Arturo.
—¡Un talento increíble! Una chica de pueblo, sin enchufes, y ahora en el conservatorio —dijo Sergio con orgullo.
—¡Quiero verla! —exclamó Arturo.
—En media hora la llamo. Si estás libre, acompáñanos. ¿Vienes solo?
—Espero a Carla, mi novia. Está en la peluquería, pronto saldrá.
—Perfecto, pasaremos con Lola —dijo Sergio antes de marcharse.
Arturo se sumergió en recuerdos. Los veranos en el pueblo con Sergio y Lola. El huerto de manzanos, el lago, el río. Pescar, asar la comida al fuego, cantar con la guitarra. Lola, una chiquilla delgada con trenzas oscuras, fue su primer amor. «¿Cómo será ahora?», pensó, sonriendo sin darse cuenta.
—Sonreír a la nada es de tontos —lo interrumpió la voz de Carla.
—Al fin —Arturo la observó, buscando algún cambio tras tres horas en el salón.
—¿Qué tal estoy? —preguntó ella, coqueta.
—Bien —respondió él.
—¿Bien? —se indignó Carla. —¿Sabes cuánto cuesta esta manicura y el tratamiento? ¡Estoy espectacular, verdad?
—Como siempre —asintió él, evitando discutir.
—Vamos a mi casa, hay invitados —ordenó ella.
—No puedo, quedo con unos amigos de la infancia. Ahora vienen.
Carla frunció el ceño, preparando una escena, pero en ese momento entraron Sergio y Lola. Ella corrió hacia Arturo y lo abrazó:
—¡Arturo, cuánto tiempo! ¡Qué hombre te has hecho!
Él se quedó paralizado frente a su belleza, natural y cálida, con ojos castaños brillantes. No quería soltarla, pero Carla intervino con frialdad:
—Hola.
—Esta es Carla, mi novia —se apresuró Arturo. —Ellos son Sergio y Lola.
—Encantado, guapa —sonrió Sergio.
Mientras los tres rememoraban viejos tiempos, Carla guardó silencio, ignorándolos con descaro. Arturo recordaba el pueblo, los manzanos, el lago.
—Prefiero las Maldivas bajo una sombrilla —cortó Carla. —Y la piscina de mi padre es más grande que vuestro charco.
—¿Hay peces allí? —bromeó Sergio.
—En los restaurantes donde como pescado fresco —replicó ella secamente.
La conversación decayó. Lola propuso:
—Arturo, ven al pueblo cuando quieras.
—Sin falta —contestó él, mirando a Carla. —Este fin de semana me escapo.
Carla anunció:
—Vale, iré contigo a ese agujero.
—Mejor no —frunció el ceño Arturo. —Hay mosquitos, bosques, el lago. Te aburrirás.
—Llevaré agua mineral, allí no hay de la buena —refunfuñó ella.
—Y un váter portátil con microondas —respondió él, sarcástico.
En el pueblo, los recibieron con cariño. Prepararon una mesa bajo un manzano y asaron carne. Arturo se sintió vivo, como en su niñez. Carla, en cambio, no paraba de quejarse:
—Arturo, la hierba pica. La carne huele raro. ¡Me ha picado un mosquito! El sol me da en los ojos.
—Basta, Carla —perdió la paciencia él. —Disfruta de la naturaleza o métete en casa.
—Allí huele mal —replicó ella, pero se refugió de los mosquitos.
Junto al lago, con una caña de pescar, Arturo preguntó:
—Lola, ¿tienes novio?
—No, hace tiempo que terminé. ¿Por qué lo preguntas? —sonrió ella.
—Es que eres… hermosa, auténtica —se le escapó.
—Y talentosa —añadió Sergio. —También teje y hace unos croquetas increíbles.
—Sí, y tu novia solo sabe dar largas —rió Lola.
—Cierto —reconoció Arturo sin pensarlo. —De croquetas, ni hablar, solo restaurantes.
—No te preocupes, aprenderás —le animó Sergio.
Arturo guardó silencio, imaginando una vida sin calor junto a Carla. De vuelta, ellaDe camino a casa, Carla anunció con tono desafiante: **”Si no vienes a las Maldivas, esto se acabó.”**
— **”Pues que así sea” —respondió Arturo, sintiendo el peso de una decisión que ya había tomado en silencio.**