Caminos Distintos

En un pueblito rodeado de bosques de pinos sombríos y campos grises, donde el viento arrastraba hojas secas por las calles, la vida transcurría lenta, como un río en un valle. Cerca del final de la jornada, el teléfono de Darío sonó. La tonadilla que su novia, Alba, le había puesto rompió el silencio. Contestó y escuchó su voz:

—Darío, estoy en la peluquería. Pásate a buscarme, ya sabes cuál.

—Vale, ahora voy— respondió él secamente antes de colgar.

Darío sabía que Alba solía pasar al menos dos horas en el salón, así que no tenía prisa. Después del trabajo, aparcó el coche frente al local y, para matar el tiempo, entró en una cafetería cercana.

—Ya llamará cuando termine— pensó, sentándose en una mesa. El camarero tomó su pedido al instante.

Darío comió, echó un vistazo a las noticias, vio un par de vídeos, pero Alba no llamaba. «¿Cuánto habrá gastado hoy?», se preguntó. Aunque no era ella quien pagaba, sino su padre, un empresario importante cuyo dinero fluía sin fin. Alba nunca se privaba de nada.

Llevaban siete meses juntos, a veces compartían su humilde piso de dos habitaciones. Pero cuando a Alba le cansaba su “vida estrecha”, volvía a la mansión de sus padres en las afueras. Hija única, nunca le faltó de nada. Alba lo había presentado a su familia, pero su madre, Begoña, lo miraba con desdén. Un simple informático de 27 años, ¿qué podía ofrecer? Alba debió convencerla de no entrometerse, pero el trato seguía siendo frío. Darío se sentía fuera de lugar en aquella casa.

Empezaba a entender que Alba no era la mujer con la que soñaba, pero la idea del matrimonio lo tentaba, especialmente tras las palabras de su padre: «Si haces feliz a mi hija, te llenaré de oro. Si la haces sufrir, lo lamentarás». El mensaje era claro.

Alba era caprichosa, pero deslumbrante. Darío no entendía por qué necesitaba tantas horas en la peluquería—ya era perfecta. Inteligente, con sentido del humor, pero arrogante y malcriada por el dinero paterno. El día anterior le había soltado:

—Darío, en diez días nos vamos a las Maldivas. Mi padre lo paga todo. Necesito descansar.

—¿De qué? Si no trabajas—, replicó él, sorprendido.

—Mi padre arreglará lo de tu trabajo, no te preocupes.

Sus palabras le irritaban. La relación se volvía cada vez más complicada. Darío sentía que eran de mundos distintos, pero aún planeaba casarse. Mientras reflexionaba con el café, una voz lo sacó de sus pensamientos:

—¿Darío? ¿Eres tú?— Un chico frente a él sonreía como a un viejo amigo.

—¡Javi!— Darío se levantó de un salto al reconocer a su amigo de la infancia. —¡No lo puedo creer! ¿Cuánto ha pasado, doce años?

—¡Estás hecho un hombre, tío!— Javier le dio una palmada en el hombro. —Te ves muy formal.

—Y tú ya no eres un crío—, rió Darío. —¿Qué haces por aquí?

—Esperando a mi hermana, Lucía. Estudia en el conservatorio, está en el último año. Hoy tiene un concierto, pero yo y la música clásica… mejor me refugio aquí—, explicó Javier con una sonrisa.

—¿Lucía? ¿Cómo está?— se animó Darío.

—¡Un talentazo! Una chica de pueblo que entró en el conservatorio sin enchufes—, dijo Javier con orgullo.

—¡Quiero verla!— exclamó Darío.

—En media hora la llamo y vamos a buscarla. Si no estás ocupado, acompáñanos. ¿Vienes solo?

—Espero a Alba, mi novia. Está en la peluquería, ya sale.

—Pues genial, nos acercamos con Lucía—, dijo Javier antes de marcharse, prometiendo volver.

Darío se sumió en recuerdos: veranos en el pueblo de su abuela, donde vivían Javier y Lucía. Su patio con manzanos, el lago, el río. Pescar, hacer barbacoas, cantar con la guitarra. Lucía, una chiquilla flacucha con trenzas oscuras, había sido su primer amor. «¿Cómo será ahora?», pensó, sin darse cuenta de que sonreía.

—Sonreírle al vacío es de tontos—, dijo la voz de Alba.

—Por fin—, Darío la examinó, intentando notar los cambios tras tres horas en el salón.

—¿Qué tal estoy?— preguntó ella, coqueta.

—Bien—, respondió él.

—¿Bien?— se indignó Alba. —¿Sabes cuánto cuesta esta manicura y el tratamiento facial? Estoy irreconocible, ¿verdad?

—Como siempre—, asintió Darío para evitar discusiones.

—Vamos a mi casa, hay invitados—, ordenó ella.

—No puedo, quedé con unos amigos de la infancia. Ahora mismo vienen.

Alba frunció el ceño, lista para montar un drama, pero en ese momento entraron Javier y Lucía. Ella corrió hacia Darío y lo abrazó:

—¡Darío, cuánto tiempo! ¡Qué hombre te has hecho!

Se quedó paralizado ante su belleza—delicada, luminosa, con ojos cálidos de color miel. No quería soltarla, pero Alba interrumpió con frialdad:

—Hola.

—Esta es Alba, mi novia—, se apresuró Darío. —Y ellos son Javier y Lucía.

—Hola, guapa—, saludó Javier con una sonrisa.

Los tres hablaron del pasado mientras Alba guardaba silencio, ignorándolos descaradamente. Darío recordaba los veranos, los manzanos, el lago.

—Mejor bajo una sombrilla en las Maldivas—, cortó Alba. —Y la piscina de mi padre es más grande que vuestro charco.

—¿Hay peces?— bromeó Javier.

—En los restaurantes donde como pescado fresco—, espetó ella.

La conversación decayó. Lucía propuso:

—Darío, ven al pueblo cuando quieras.

—Claro—, respondió él, mirando a Alba. —Este fin de semana me escapo.

Alba anunció:

—Vale, iré contigo a ese agujero.

—Mejor no—, frunció el ceño Darío. —Hay mosquitos, bosque, lago. Te morirás de aburrimiento.

—Llevaré agua mineral, allí no hay de la buena—, refunfuñó.

—Y un váter portátil con microondas—, replicó él con sorna.

En el pueblo, los recibieron con cariño. Una mesa bajo un manzano, carne a la parrilla. Darío se sentía vivo, como en su infancia. Alba no paraba de quejarse:

—Darío, la hierba pincha. La carne huele raro. ¡Me ha picado un mosquito! ¡El sol me da en los ojos!

—Basta, Alba—, perdió la paciencia. —Disfruta de la naturaleza o métete en casa.

—Allí no se puede respirar—, gruñó, pero se fue, huyendo de los insectos.

Junto al lago, con una caña de pescar, Darío preguntó:

—Lucía, ¿tienes novio?

—No, hace tiempo que terminamos. ¿Por qué lo preguntas?— sonrió.

—Es que eres… bonita, ligera—, le salió del alma.

—Y talentosa—, añadió Javier. —Y además teje y hace unos buñuelos increíbles.

—Sí, y tu novia solo sabe marear la perdiz—, se rio Lucía.

—Cierto—, sor—No te preocupes, yo también sé cocinar— concluyó Darío, sintiendo por fin que había encontrado el camino correcto.

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