**Camino sin retorno**
—¿Vas a lavarle también los calzoncillos? ¿Y los calcetines? ¡Madre mía, es un hombre adulto! Que se las apañe solo —le reprochó Vadim a su mujer mientras Ira se ponía la chaqueta.
No lo dijo con acusación, pero el tono helado de su voz hizo que ella se quedara paralizada un instante. Bajó la cabeza, hundió las manos en los bolsillos y, sin mirarlo, cerró despacio la cremallera.
—¿Por qué no te callas? —respondió ella, casi en un susurro.
Se oyeron pasos. Vadim suspiró y se fue al salón. Otra noche más. Otra vez solo. Mientras ella corría hacia su padre…
Fuera del portal, la nieve no era como la de Navidad, blanca y esponjosa. No, esta ya se rendía ante el sol de marzo. Ni siquiera se derretía, solo se convertía en un charco lodoso bajo los pies.
Ira se sentó en el coche y apoyó la frente en el volante unos segundos. Le daban ganas de llorar. De que alguien la entendiera, la apoyara. Pero no había nadie. Miró la bolsa de la compra.
Manzanas asadas… A su padre le encantaban antes. Él mismo las preparaba. Ahora, quizá, ni recordaba cómo usar el horno.
Vadim no siempre había sido así. Cuando se casaron, era alegre, atento, cariñoso. A Ira le enternecía cómo se afanaba por cuidarla a ella y a los niños.
Pero con el segundo hijo y el aumento de gastos, algo cambió en él. Para Vadim, el mundo se dividía entre los suyos y los demás. Por su «manada» habría hecho cualquier cosa, pero cualquier interferencia externa la consideraba casi un ataque. Despreciaba ayudar a los demás, lo veía como debilidad.
Al principio, a Ira le parecía hasta entrañable. Luego intentó convencerse de que era su forma de amar. Pero ahora que «los demás» incluían a su padre… No sabía qué hacer.
—Me he ido. Alquilé un piso cerca del metro. Pedí el divorcio —le soltó su madre un día.
Lo dijo con tanta ligereza, como si hablara de elegir cortinas. Para Ira fue una sorpresa, aunque todo llevaba años gestándose.
—Es que, en teoría, es un buen hombre. Pero entre nosotros no hay nada —se quejaba su madre a una amiga.
—Bueno, tampoco es para tanto. No bebe, no pega… Eso ya es algo —le respondía la otra.
—¿Y eso es todo lo que hace falta para ser feliz? No, Marisa. Tiene que haber cercanía. ¿Qué cercanía hay entre nosotros? Por las noches, él en su ordenador, y yo a su lado, tejiendo en silencio, solo por estar cerca. Ni salir de casa conmigo quiere, ni hablar.
Tras el divorcio, su madre pareció liberarse. Empezó a ir a clases de baile, aprendió a usar el ordenador —que antes odiaba—, y se volvió activa en redes sociales. Hizo una amiga, Asun, con quien viajaba a visitar ciudades.
A veces, Ira sentía envidia. Sin motivo real. Era como si su madre hubiera empezado una nueva vida, donde no había sitio ni para ella ni para su padre.
Él, en cambio… Su vida se detuvo. Tras el divorcio, se mudó a un pequeño piso en un barrio dormitorio. La casa era oscura, fría. La presencia de Nicolás la hacía aún más lúgubre.
Ira intentaba visitarlo cada semana. Limpiaba, cocinaba, lavaba. A veces, solo se sentaba a su lado. Al principio, él rechazaba su ayuda. Luego empezó a beber. No a emborracharse del todo, pero suficiente para que sus ojos se nublaran y sus palabras fueran confusas.
—Me tiró como a un trapo viejo —mascullaba—. Y tú quieres que me ponga contento.
—Papá, basta. Nadie te ha tirado. Simplemente… Se cansaron el uno del otro.
—He visto cómo se cansó. Las redes llenas de fotos. Y yo… Ya nada me importa.
A Ira se le partía el corazón. No sabía cómo ayudarlo, pero tampoco podía abandonarlo.
—Mira —dijo Vadim una noche, cuando ella volvió tarde y de mal humor—, tienes el síndrome del salvador. Siempre tienes que cargar con alguien. Primero tu abuela, luego tu amiga. Los niños crecieron un poco y ahora es tu padre.
—No tiene a nadie. Solo a mí.
—¡Tiene cuarenta y ocho años! ¿Acaso es el único divorciado? Es libre, está sano. ¡Que haga lo que quiera!
—Tiene cincuenta y cuatro. No está acostumbrado a la soledad. Se ahoga en ella.
—¿Y tú eres su salvavidas? Te hundirás con él. Y yo, si me quedo callado, contigo. ¡Deja de ir a verlo!
La mirada de Ira se llenó de reproche, pero no dijo nada. Seguiría yendo. Con su permiso o a escondidas.
En el piso de su padre, como siempre, olía a tabaco, alcohol y algo agrio. Él estaba en la puerta, con una camiseta blanca ahora gris, cubriendo apenas su barriga, una sonrisa torpe y la barba sin afeitar. En un rincón, bolsas de basura y botellas vacías.
—Pasa, ya que estás aquí —dijo con voz ronca.
Entró en la cocina. Pocos platos en el fregadero, pero sucios desde hacía días. El móvil sobre la mesa hablaba de las últimas noticias. Nicolás encendió un cigarrillo. Ira notó cómo le temblaban las manos al usar el mechero.
—¿Has vuelto a beber? —preguntó ella, sabiendo la respuesta.
—¿Y tú crees que no tengo motivos? —rezongó él, fumando—. Oye, ¿por qué sigues viniendo? ¿A darme sermones?
Ira respiró hondo, tragando el nudo en la garganta. Ya estaba acostumbrada a su sarcasmo, incluso a su ingratitud. Pero no a ver cómo se consumía.
—Vengo porque te quiero. Soy tu hija, ¿recuerdas?
—Déjalo. Solo quieres aliviar tu conciencia. ¿Crees que si friegas y limpias todo volverá a ser como antes?
—Quiero no perder lo que nos queda.
Él alzó la vista. Sus ojos, turbios, parecieron aclararse un segundo. Movió los labios, como si quisiera decir algo, pero no salió nada.
De pronto, Ira recordó otro momento. Verano. Ella tenía ocho años, se cayó de la bici sobre la gravilla. Rodillas ensangrentadas, manos llenas de rasguños. Lloraba sin consuelo, hasta que su padre la levantó en brazos y la llevó a casa.
Le limpió las heridas con algo que escocía y luego le puso betadine. Con esas mismas manos. Solo que entonces no le temblaban por el alcohol. Mientras, él le susurraba que todo pasaría, intentando calmarla.
¿Dónde estaba ese hombre? ¿Por qué el dolor no se iba?
Se sentó a su lado, esperando que hablara. Pero él solo resopló.
—¿Quieres sopa? Traje pollo, patatas, zanahorias. Podemos cocinar juntos.
—No tengo ollas. Se estropearon todas.
—¿Todas? ¿Cómo?
—No sé. Les llegó su hora. Con las cosas viejas pasa.
Era evidente que su padre se hundía cada vez más. Ira sintió que, si insistía, lo perdería del todo. Así que se levantó, dejó la comida y fue hacia la puerta.
—Vendré en una semana. O antes, si puedo. Pero… Espérame aquí. ¿Vale?
—¿A dónde voy a ir?
En casa, Ira buscaba en Wallapop una bici infantil.De pronto, entre los anuncios, apareció una vieja cámara Olympus, la misma que su padre guardó durante años y con la que había tomado las fotos de su graduación, ahora puesta a la venta con un simple “No la uso, está como nueva”, e Ira sintió que el pasado se le escapaba entre los dedos como arena.