Camino a las estrellas
— Muñoz, desayuno. — La auxiliar empujó el carrito al entrar en la habitación. Lucía entreabrió los ojos y, de mala gana, giró la cabeza hacia la puerta.
— No tengo hambre. Gracias. — Respondió ella.
— Vamos, señorita, necesita recuperar fuerzas. — Tras la auxiliar, entró el doctor en la habitación.
Lucía guardó silencio. La auxiliar dejó rápidamente un plato de gachas y un vaso de té en la mesilla. Susurró:
— Come, anda, Fernando Luis tiene razón. — Y salió de la sala con premura.
— ¿Cómo está el ánimo? ¿Primaveral? — Fernando Luis sonrió.
— Ni lo mencione. — Lucía respondió desalentada, volviendo su cara hacia la ventana.
— Eso está bien. — Ignorando el tono de la paciente, el doctor continuó. — La operación está programada para mañana. — Informó ya con seriedad.
— ¿Mejorarán las posibilidades? — Preguntó Lucía, volteándose.
— Sin duda. Aunque un restablecimiento completo aún no es seguro. — Confesó Fernando Luis.
— ¿Podré caminar? — Lucía se tensó.
— No quiero dar falsas expectativas… — Tras una pausa, respondió Fernando Luis. — Pero debemos aprovechar todas las oportunidades.
— Entiendo… — Lucía volvió a girar la cabeza. No oyó cuando Fernando Luis se fue, ni el alegre canto de los pájaros fuera de la ventana.
El accidente fue horrible. Al volante iba la amiga de Lucía, Marta. Al tratar de evitar un choque frontal, Marta giró bruscamente el volante, el coche dio vueltas en la carretera resbaladiza y no se pudo evitar la colisión. El impacto principal fue del lado del pasajero. Lucía recobró el conocimiento sólo en el hospital. Más tarde supo que Marta tenía menos daños: una fractura en el brazo, una conmoción cerebral. Lucía, en cambio, tenía varias costillas rotas, una fractura abierta en la pierna, y lo más grave, su columna vertebral estaba comprometida. Los pronósticos no eran esperanzadores: las posibilidades de que Lucía volviera a caminar eran mínimas. Quizás otra persona se habría alegrado simplemente de estar viva, pero para Lucía el mundo dejó de existir de repente. El baile lo era todo para ella: su vida, su sustento, su inspiración. Moverse era para ella como el aire lo es para otros. ¿Y ahora qué?
El siguiente golpe fue la reacción de Carlos. Llevaban dos años juntos y recientemente Carlos le había propuesto matrimonio a Lucía. Dos semanas atrás, cuando Carlos estaba sentado allí, en la habitación junto a Lucía, ella entendió sin palabras que la boda no se celebraría. Cuando Lucía contó los pronósticos de los médicos, Carlos se quedó pensativo, mirando al suelo, y luego comentó, de manera insegura:
— De todos modos, tienes que ser positiva. Todo mejorará.
Los siguientes tres días, él no apareció. Luego llegó un mensaje corto de él: “Lo siento. No puedo hacerlo”. La última débil esperanza de Lucía se desvaneció. Ya no lloraba, con sus ojos vacíos de cristal miraba el techo blanco, imaginando que de repente se derrumbaría sobre ella y todo terminaría.
La madre, acariciándole la mano, trataba de consolarla, intentaba sonreír, repitiendo que aún no todo estaba perdido, que había que luchar, que lucharían juntas. Pero Lucía veía que los ojos de su madre estaban rojos de tanto llorar al salir de la habitación. Fernando Luis, el médico tratante, también le repetía que había que luchar.
— ¿Para qué? — Preguntó una vez Lucía.
— Para ser feliz. — Respondió simplemente Fernando Luis.
— Nunca seré feliz de nuevo. — Respondió Lucía. Fernando Luis la miró atentamente:
— Lo serás. Pero depende más de ti que de los demás. No tengo mucha experiencia, pero, ¿sabes?, he visto personas que superan lo que parece imposible, dejando incluso enfermedades incurables en las habitaciones de hospital, porque querían vivir, querían disfrutar de la vida, querían ser felices.
Lucía no contestó. Ella no quería vivir. No quería vivir así. ¿Y cómo podría haber felicidad aquí? — habría preguntado al doctor, pero decidió no continuar esa conversación. Al fin y al cabo, quizás sea lo habitual para los médicos animar a los pacientes.
— ¿No duermes? — Fernando Luis abrió la puerta con cuidado, dejando entrar una franja de luz en la oscuridad de la habitación.
— No. — Respondió Lucía, sin darse cuenta de que el doctor le había hablado de tú.
— ¿Nerviosa? — Preguntó él, sentándose en una silla junto a la ventana.
— No. — Lucía se encogió de hombros.
— Imagina que el accidente no ocurrió. Y han pasado diez años. ¿Cómo sería tu vida? — Preguntó Fernando Luis, mirando al exterior.
— No sé. Tal vez todavía estaría actuando. O tal vez ya no actuaría, sino que llevaría a mi hija a clases de baile. — Lucía sonrió levemente, pero luego recordó que no habría boda. — ¿Sabe?, él me dejó. En cuanto lo supo, se fue.
— ¿Quién? — Fernando Luis ya concebía la respuesta. — ¿Crees que te amaba?
— No sé. — Lucía se encogió de hombros nuevamente. — Tal vez en las películas románticas, aman tanto que están dispuestos a ir contigo al fin del mundo, pero en la vida, solo prometen traerte una estrella del cielo, y en realidad… — Lucía se detuvo. Después de todo, Fernando Luis también era un hombre. Además, bastante joven y atractivo, como Lucía acababa de notar. Seguramente tenía esposa o novia, y seguramente él la trataba de manera diferente. Él no habría huido en una situación así. Él estaba allí, apoyando, incluso a alguien que a penas conocía.
— Bueno, Muñoz, a dormir. También habrá estrellas para ti. — Fernando Luis salió. Lucía miró por la ventana. Un trozo de cielo plagado de estrellas era, de verdad, visible. “Desearía que una estrella cayera ahora”, pensó Lucía, pero las estrellas no caían, al menos, ninguna cayó antes de que Lucía se quedara dormida.
— ¿Cómo estás? — Fernando Luis estaba frente a la cama de Lucía. — Martín Lorenzo me dijo que la operación salió bien.
— Supongo que sí. Pero aún no siento las piernas. — Lucía suspiró.
— Mira lo que te he traído. — Fernando Luis le extendió una pequeña cajita. Lucía la abrió y sonrió. La caja estaba llena de pequeñas estrellas de confeti brillantes. — Cuando trabajes arduamente, alcanzarás las verdaderas estrellas por ti misma. — Prometió el médico.
La rehabilitación fue larga, agotadora y, como a Lucía le parecía, infructuosa. Fernando, ahora ella también lo llamaba solo por su nombre, la visitaba con frecuencia. Charlaban como viejos amigos, sobre todo tipo de temas. Fernando sabía cómo distraer a Lucía de sus pensamientos tristes, y hasta comenzaba a creer sus palabras de que los esfuerzos no serían en vano.
— ¿Cómo estás hoy? — Fernando entró en la habitación tras las sesiones diarias de ejercicios de Lucía, durante las cuales la enfermera intentaba revivir sus piernas adormecidas.
— Nada nuevo. — Lucía encogió los hombros.
— Ha florecido la lila. — Fernando le ofreció a Lucía una ramita esponjosa que había escondido detrás de su espalda. Lucía inhaló el aroma fresco que cosquilleaba sus fosas nasales. Luego, con entusiasmo infantil, comenzó a buscar una flor de cinco pétalos.
— Tampoco aquí. — Lucía hizo un mohín y levantó la mirada.
— ¿Y aquí? — Fernando le ofreció a Lucía otra pequeña cajita. Ella sonrió, esperando otra porción de estrellitas. Pero al abrir la caja, se quedó congelada por un instante. En un pequeño anillo, bajo los rayos del sol, brillaba una estrella diferente: una pequeña piedra.
— ¿Te casarías conmigo? — Preguntó Fernando cuando Lucía desvió su mirada del anillo hacia él. Lucía permaneció en silencio. Fernando exhaló, nervioso, y se sentó en la cama.
— Me has sentado sobre la pierna… — Dijo Lucía suavemente. — ¡Me has sentado sobre la pierna! — Gritó ya con emoción y rió. — Me has sentado sobre la pierna. ¡La siento! ¡Siento la pierna!
Fernando se levantó de un salto y también rió. Y en ese instante, Lucía empezó a llorar. Sonreía, pero las lágrimas corrían por sus mejillas.
— ¿Qué te ocurre? ¿Te duele? — Fernando se inquietó. Lucía negó con la cabeza:
— ¿Recuerdas cuando dije que nunca sería feliz? En verdad, lo pensé. Pero hoy ha sido tanta felicidad de golpe. Bueno, si no temiste proponerle matrimonio a una inválida, a lo mejor no te asustes si lloro. — Lucía se rio de nuevo.
— No me asustas en absoluto. — Respondió Fernando, mirándola con ternura.
***
— ¡Mamá, has visto! ¡Lo hice! — Anabel corrió hacia el banco donde estaba sentada Lucía.
— Por supuesto, lo vi. Y también lo grabé para papá. Eres nuestra campeona. — Lucía abrazó a su hija.
— Olga Isabel dice que voy a bailar en el centro. — Se jactó Anabel. — ¿Significa eso que soy mejor que las demás?
— Sí. — Susurró Lucía y le reveló un secreto a la niña. — Pero shhh, si te creces, no te saldrá bien. — Anabel lo comprendió y asintió. — Ahora recógete, iremos a recoger a papá del trabajo.
Habían pasado diez años. Lucía no pudo volver a bailar en un gran escenario, pero en su boda lo hizo bastante bien. Como comentó Fernando, sin duda mejor que él. El camino hacia las estrellas fue largo para Lucía, pero lo lograron juntos. Y para no olvidar jamás este viaje, ni que hay que creer en lo mejor y soñar, sin importar lo que pase, Lucía propuso decorar el techo del dormitorio como un cielo estrellado. Fernando la apoyó. Cada mañana, al abrir los ojos, Lucía sabía con certeza que podía alcanzar las estrellas, si así lo deseaba. Siempre, y cualquier estrella.