Mamá, ¿por qué tomas esa decisión? Vivimos con todas las comodidades y tú estás sola, en medio de la nada, en esa casa vieja. La voz de Catarina estaba cargada de reproche, casi llorando.
No te preocupes, hija. Ya me he encariñado con la tierra. Mi alma lleva tiempo pidiendo paz contestó tranquilamente Leonor Martins, mientras guardaba los últimos objetos en la maleta.
La determinación se tomó sin lamentaciones. El piso en la ciudad, donde habitaban estrechamente los cuatro ella, la hija, el yerno y el nieto ya no tenía espacio para nadie. Las discusiones continuas entre Catarina y Miguel, los portazos, los nervios al límite Todo eso pesaba más que las paredes. Además, Tomás había crecido; Leonor se dio cuenta de que ya no necesitaba a la abuela cuidándolo. Su presencia se había convertido en estorbo.
La herencia de la abuela una casa de madera en una aldea cercana a Viseu al principio pareció una jugada del destino. Pero al ver las fotos, el huerto de manzanos abandonado, el desván con los juguetes de la infancia aún guardados, sintió que allí era su lugar. Allí había tranquilidad, recuerdos, silencio y tal vez algo nuevo. El corazón le dijo que era el momento.
Organizó la mudanza en un solo día. La hija suplicó que no lo hiciera, con los ojos llenos de lágrimas, pero Leonor solo sonrió y acarició el cabello de Catarina. No estaba enfadada; sabía que los jóvenes tenían su vida. ¿Y ella? Tenía su propio camino.
La casa la recibió con malezas y una verja rota. El techo estaba un poco torcido, el suelo crujía y el olor a humedad y abandono impregnaba el aire. En vez de temor, Leonor sintió determinación. Se quitó el abrigo, se arremangó y comenzó a ordenar. Al caer la noche, las luces ya brillaban, el perfume a limpieza y a té recién hecho llenaba la vivienda, y en un rincón, junto a la chimenea, estaban sus libros y la manta de punto que había traído de la ciudad.
Al día siguiente, fue a la tienda del pueblo a comprar pintura, paños y otras cosas para la casa. En el camino, vio a un hombre trabajando en la huerta del otro lado de la calle. Alto, con el cabello canoso, pero con una sonrisa cálida.
Buenos días saludó Leonor primero.
Buenos días. ¿Vienes a visitar a alguien o te vas a quedar por aquí? preguntó él, curioso, limpiándose las manos con un trapo viejo.
Me quedo. Me llamo Leonor. Vengo de Lisboa. La casa era de mi abuela.
Yo soy Rui Almeida. Vivo justo enfrente. Si necesitas ayuda, solo tienes que llamarme. Aquí los vecinos se echan una mano, no vas a pasar necesidad.
Gracias. ¿Te apetece pasar a la casa a tomar un té? Celebramos mi nuevo hogar y aprovechamos para conversar.
Y así comenzó todo. Pasaron horas en el alfeizar, tomando té con dulce de higo y charlando sobre la vida. Leonor descubrió que Rui era viudo. Su hijo se había mudado al Porto hacía años, rara vez llamaba y casi nunca aparecía. Él, al igual que ella, hacía tiempo que ya no se sentía necesario.
Desde aquel día, él se convirtió en visita frecuente. Trajo tablas, reparó la verja, ayudó a arreglar el tejado. Le llevó leña para el fuego. Y por la noche, se sentaban bajo la luz de la lámpara, conversando, recordando los tiempos de juventud, leyendo en voz alta.
Poco a poco, la vida de Leonor fue tomando forma. Creó un jardín, plantó manzanos, empezó a hornear pasteles que atraían a los vecinos. Catarina llamaba siempre, le suplicaba que volviera, decía que la extrañaba. Pero Leonor solo sonreía y respondía: «Hija mía, no estoy sola. Estoy en casa. Y por primera vez en muchos años, me siento verdaderamente feliz.»
Así fue como dos corazones solitarios se encontraron. Entre paredes antiguas, calles silenciosas y hierbas hasta la cintura, descubrieron que nunca es tarde para empezar de nuevo y que una casa vieja puede albergar una vida nueva.






