«Mamá, quédate con nosotros»: cómo la visita de la suegra lo cambió todo
Rosa María llegó de visita a casa de su hija y su yerno.
—¡La abuela ha venido! —gritó emocionado su nieto de cinco años, Lucas, en cuanto ella cruzó la puerta.
En el recibidor aparecieron al instante su hija y su marido. Se sentaron en la mesa, charlaron, sonrieron… todo parecía normal, como en cualquier familia. Al caer la tarde, Rosa María se retiró a la habitación que le había asignado su hija para descansar un rato. Un par de horas después, sintiendo sed, fue a la cocina.
Al acercarse a la puerta, Rosa María escuchó la voz de su yerno. Hablaba en voz baja pero con dureza al niño, y lo que oyó la dejó helada.
Rosa nunca se había metido en la vida de los demás. No daba consejos sin pedírselos, ni criticaba. Solo hablaba cuando le preguntaban. Pero últimamente nadie le preguntaba nada. Y ahora, escuchando cómo le prohibían a su nieto comer tarta, le cambiaban el nombre a Sergio y le soltaban un sermón, de pronto entendió: ya no podía callarse más.
Rosa María era una mujer elegante y refinada. Crió a su hija sola, tras divorciarse y no volver a dejar entrar a nadie en su vida. A Lucía la educó como una amiga: compartían todo, se aconsejaban mutuamente. Lucía se fue a estudiar a Barcelona y decidió quedarse allí. Entonces su madre vendió el coche, el apartamento de la playa y gastó todos sus ahorros en comprarle un piso en las afueras. No era el centro, pero estaba bien reformado.
Su hija estaba en las nubes. Poco después, presentó a su novio, Jorge. Parecía educado y pulcro, pero a Rosa no le cuadró. Tenía una mirada demasiado avispada, demasiado controladora. Y no se equivocó.
Jorge resultó ser celoso, tacaño y dominante. Insistió en que Lucía usara el vestido casi nuevo de su hermana para la boda. La fiesta fue en el patio de sus padres, con comida casera, tenderetes y cerveza de barril. La luna de miel, en el desván. El regalo de Rosa —dinero—. Él lo pidió directamente: «Mejor en efectivo».
Rosa solo movía la cabeza. Tenía mil cosas que decir, pero se mordió la lengua. «Son jóvenes, que vivan su vida».
Nació el nieto. Lo llamaron Lucas, como el abuelo. Pero Jorge anunció que lo llamaría Sergio, porque le gustaba más. A Rosa le sentó fatal. Ofreció quedarse para ayudar con el niño, pero Jorge ni disimuló su irritación.
—No hace falta, mamá. Nos arreglamos solos. Ya has estado suficiente —decía con una sonrisa falsa, mientras Lucía asentía como bajo un hechizo.
Pasaron los años. En cinco, Rosa vio a su nieto apenas diez veces. El corazón le dolía, pero no quiso entrometerse.
Hasta que tuvo que ir a Barcelona para unas pruebas médicas y decidió quedarse en casa de su hija, aunque no le apetecía. La visita fue heladora. Jorge ni la miró, pero su actitud lo decía todo. El niño llevaba ropa vieja y solo comía purés y verduras.
—¿Por qué Lucas no come carne? —preguntó Rosa, sorprendida.
—Jorge dice que es malo para los niños. Solo comida natural: legumbres, frutos secos, ensaladas —respondió Lucía en voz baja.
Rosa se horrorizó. Al niño le prohibían todo. Ni siquiera iba al cole. Y cuando preguntó por la ropa nueva, la respuesta fue seca:
—Jorge dice que gastar en niños es tontería. Todo se puede conseguir de segunda mano. El dinero debe ahorrarse.
Al tercer día, Jorge soltó sin rodeos:
—No entres en nuestras habitaciones, no toques nuestra comida. Y paga por quedarte.
Rosa se quedó muda. En cuanto él salió, se giró hacia su hija.
—Lucía, ¿en serio? ¿Tengo que dormir en el sofá-cama del balcón y además pagar? ¡Yo traigo mi propia comida! ¡En vuestra nevera solo hay lechuga y lentejas, y el niño va hecho un mendigo! ¿Por qué tengo que pagar?
Lucía balbuceó que Jorge solo bromeaba. Pero el colmo fue cuando Rosa le dio un trozo de tarta al niño. De repente, un grito desde el pasillo:
—¿Qué has comido? ¿Quién te ha dado eso? ¡No eres Lucas, eres Sergio! ¿Cuántas veces te lo tengo que decir?
Jorge le arrebató la tarta al niño. Y entonces, Rosa no pudo aguantar más.
—Escucha, Jorge. ¿Te has olvidado de con qué dinero se compró este piso? ¡Es de mi hija! ¡Tú aquí no mandas nada! ¡Qué vergüenza! ¡El niño come hierbas y viste andrajos, ¡y encima me pides dinero! ¡Se acabó! Lucas, vámonos, la abuela te va a enseñar lo que es comer bien.
—¿La pizza está rica? —preguntó el niño, sorprendido.
—¡Mucho! Vamos.
De camino, le compró un traje y zapatillas nuevas. En el restaurante, Lucas comió con tal entusiasmo que Rosa contuvo las lágrimas.
—Abuela, ¿te vas a quedar? Es que tengo hambre muchas veces, y papá dice que no puedo comer.
—Claro que me quedo. La abuela va a poner orden aquí.
Cuando volvieron, Jorge ya no estaba. Se había llevado sus cosas, el portátil e incluso la tele.
Lucía no le reprochó nada. Al contrario, susurró:
—Mamá, gracias. Hacía tiempo que quería irme, pero no me atrevía. Me has ayudado.
Rosa se quedó a vivir con ellos. En verano, se fueron juntos de vacaciones. Y Lucía prometió:
—La próxima vez que me case, será con tu bendición. ¡Eres la mejor!