Cambio de cerraduras para detener la intromisión de la suegra en nuestro hogar

Hoy tuve que cambiar las cerraduras para que mi suegra dejara de entrometerse en nuestro piso.

Llevamos un año casados, oficialmente. Y durante todo este tiempo, su madre parece incapaz de aceptar que su hijo eligió un camino distinto al que ella había planeado. Soñaba con emparejarlo con la hija de algún empresario adinerado, para que no solo viviera en la opulencia, sino que la arrastrara a ella también a ese dulce mundo de comodidades. De dónde le vienen esas ambiciones, es un misterio. La realidad es que tenemos ingresos normales: al principio apretamos el cinturón y pedimos una hipoteca, ahora vivimos en mi piso de una habitación mientras alquilamos otro más nuevo. El próximo paso es comprar un coche. Lo típico de cualquier pareja joven. Sin lujos, pero sin pasar necesidades.

Pero mi suegra se niega a aceptarlo y sigue alimentando sus fantasías. No deja de intentar sabotear nuestro matrimonio. Sus métodos son asombrosamente creativos: manchas de pintalabios en las camisas de mi marido, perfumes femeninos en su ropa, o preservativos que aparecían misteriosamente en mi bolso. Claro, eso generaba discusiones, desconfianza, peleas. Afortunadamente, siempre se aclaraba, pero el mal sabor de boca quedaba.

Hace poco, a mi marido le ofrecieron un trabajo temporal en una ciudad cercana: estaban abriendo una nueva sucursal y lo pusieron a cargo del proyecto. Era una oportunidad para ascender, así que decidimos aprovecharla. Él se fue y yo seguí con mi rutina.

A los pocos días, empecé a notar cosas raras: objetos fuera de su sitio, armarios revueltos. Al principio pensé que mi marido había venido a recoger algo, ya que no está tan lejos. Le llamé, sorprendida, y él aseguró no haber pasado por allí. Una hora después, me devolvió la llamada con voz sombría. Dijo que lo más probable era que fuera su madre. Antes de un viaje juntos, le había dado las llaves “por si acaso”… y nunca las recuperó.

Al día siguiente, pedí permiso en el trabajo y llamé a un cerrajero para cambiar las cerraduras. A mi marido le advertí que, si volvía a regalar copias de las llaves, dormiría en el rellano. Por la noche, todo en casa estaba en orden. Confirmado: había sido ella. Decidí revisar los armarios y encontré… una pequeña cámara escondida en el estante de arriba.

Inmediatamente llamé a mi marido. Primero guardó silencio, luego empezó a reírse; supongo que era la conmoción. Revisé el piso minuciosamente, pero por suerte no había nada más. Evité montar un escándalo; él me pidió que esperara a su regreso para hablar con ella.

Al día siguiente, mi suegra llamó. Seguro notó que sus llaves ya no funcionaban. Preguntó si estaba en casa, que quería “tomar un café”. Le dije que no, pero que otro día podríamos quedar. Media hora después, mi marido me contó que ya se había quejado con él, asegurando que nunca estaba en casa y que el piso estaba vacío.

Nos dio hasta risa. Bromeamos imaginando qué excusas inventaría para colarse. Y vaya si lo hizo: llamaba varias veces al día. Un día era un paquete entregado por error, otro sus gafas olvidadas, otro que quería traernos empanadas.

Cuando mi marido regresó, ella no tardó en anunciar su visita. La esperamos. Llegó con una bolsa de empanadas, dijo que iba a lavarse las manos… pero en lugar de ir al baño, se dirigió al dormitorio. Obviamente la seguimos. Y ahí estaba, hurgando en el armario. Al vernos, se quedó paralizada, balbuceando incoherencias. Mi marido sacó la cámara del bolsillo y se la enseñó.

Entonces estalló el drama. Gritó sobre mis supuestas infidelidades, diciendo que engañaba a su hijo y que él era demasiado ingenuo. Incluso hizo teatro, con lágrimas y llevándose la mano al pecho. Para terminar, cerró la puerta de un portazo, como una mártir ofendida.

La verdad, en ese momento me dieron ganas de aplaudir. Qué actuación, sin ni un solo ensayo. Pero esta fue solo una batalla. Sé que la guerra no ha terminado. Aun así, me alegra que esta vez no cedimos y dejamos claro que nuestra familia no es un circo.

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