Calma antes de la tormenta

El silencio antes de la tormenta

En un pueblo olvidado por Dios, donde las calles polvorientas se extendían junto a interminables campos de trigo, el aire vibraba por el calor, como una cuerda a punto de romperse. Cinco días sin lluvia habían convertido todo en un desierto reseco y agrietado. El asfalto respiraba fuego, como carbón al rojo vivo, y el silencio era tan espeso que parecía poderse cortar con un cuchillo. Todo molestaba hasta la náusea: el chirrido de las persianas, el olor a aceite quemado de la cocina vecina, el tintineo de una cuchara al caer al suelo. Incluso una mosca golpeando el cristal de la ventana sonaba como un toque de alarma, como si presagiara la tormenta que nadie más imaginaba.

María despertó en mitad de la noche con la sensación de que alguien estaba a su lado. No una mirada, sino una presencia pesada, casi tangible, como si una sombra acechase en el rincón de la habitación. Permaneció inmóvil, escuchando el silencio de su pequeño piso. Sofocante. No había abierto las ventanas; en este pueblo, la noche no traía frescor, sino ladridos, conversaciones borrachas y el olor a tabaco barato. El aire estaba viciado, como en un granero abandonado. Su cuerpo ardía, como si algo invisible la consumiese, acumulado durante años, como el polvo en los rincones.

En la cocina, un grifo goteaba. María se incorporó, aguzando el oído. *Plaf*. Silencio. Otra vez *plaf*. Se levantó, caminando descalza, evitando las tablas del suelo que crujían, como si temiera despertar a alguien. Sabía que estaba sola, pero había algo en el aire. En el suelo, una taza rota. Trozos afilados, como cortes frescos. Al lado, un charco de agua, no gotas, sino un pequeño lago redondo, como si alguien hubiese derramado un vaso entero. María se quedó helada. Vivía sola. Siempre había vivido sola. Pero en ese momento, su certeza se resquebrajó.

Apagó la luz y volvió al dormitorio. El sueño no llegaba. La sábana se pegaba a su piel, la almohada ardía como una piedra al sol. Se movía de un lado a otro, buscando una brisa que no existía. Dentro de ella, algo crecía: no una voz, ni una figura, sino una sombra. Como si alguien guardase silencio a su lado, y ese silencio fuese más fuerte que cualquier palabra. No daba miedo, pero agotaba, como una grieta que se extiende lentamente por un cristal.

Por la mañana, cocinó sopa. Dejó la olla enfriar, cogió un trapo y limpió la cocina —no porque estuviera sucia, sino por tener las manos ocupadas—. Se sentó junto a la ventana, sacó un cuaderno viejo. Gastado, de hojas cuadriculadas, con una mancha en la portada y las esquinas dobladas. Dentro, listas de la compra, versos olvidados de su juventud, recetas, sueños. Incluso un dibujo: una tetera con vapor, trazada con mano temblorosa hacía diez años. Hoy abrió una página en blanco y escribió: *Nadie viene. Nadie pregunta. Pero sigo aquí.*

Luego lo tachó. Lento, como si borrase un pedazo de sí misma. La tinta se corría, el papel bajo sus dedos áspero, como si se resistiera.

Permaneció sentada mucho tiempo. Escuchó el zumbido del frigorífico, el portazo en el portal. Alguien llegaba. No a su puerta. Nunca a su puerta. Los pasos en la escalera sonaban cada vez más lejanos con los años. El mundo seguía, sin mirar atrás.

María entró en la habitación, se sentó al borde de la cama y arregló la manta de su marido, Javier. No despertó. Respirando pesado, irregular, pero familiar. Ella posó una mano en su hombro. No la apartó. Eso significaba que aún sentía. Que aún vivía. Y ella seguía a su lado. Mientras existiese ese “juntos”, aún había sentido.

María se acostó a su lado. No para dormir. Solo por estar cerca. Por respirar al mismo ritmo. Aunque fuese un momento. Aunque fuese aquella noche frágil.

Días después, decidió llamar a su hija. Dio vueltas por la cocina, movió los platos, limpió el fregadero ya reluciente, miró el teléfono como si fuese una bomba. Marcó el número con dedos temblorosos, temiendo la frialdad, las prisas, la indiferencia.

—¿Mamá? ¿Pasa algo?

—Nada, hija. Solo quería oír tu voz.

—Mamá, estoy hasta arriba. ¿Te llamo luego, vale?

—Claro, hija. Claro.

El corazón se le encogió, pero mantuvo la voz firme. Tras colgar, se cubrió el rostro con las manos, luego se levantó y puso la tetera, como si el agua hirviendo pudiese llenar el vacío.

Pero su hija llamó. Tres horas después. Sin preámbulos.

—Mamá, ¿qué tal estás?

Y María lloró. No de dolor. Porque alguien lo había preguntado. Así, sin más. Y de pronto supo cuánto había necesitado esas palabras. Un simple *¿qué tal estás?*

Una semana después, llegó un gatito. Lo trajo su nieta. Pequeño, tembloroso, con orejas enormes y ojos llenos de asombro.

—Abuela, es para ti. Para que no estés sola. Él tiene miedo, y tú necesitas compañía. Os vendrá bien.

María lo cogió con cuidado, como si fuese una porcelana frágil. Y de pronto, un calor se extendió en su pecho, como si alguien desatase un nudo viejo.

El gatito era anaranjado, de patas largas y cara cómica, como si todo le sorprendiese. La primera noche la pasó bajo una silla; a la mañana siguiente ya dormía en su manta, acurrucado junto a su pie. Lo llamaron Melocotón. No importaba que fuera un gato. Solo Melocotón. Porque era cálido, suave y siempre estaba cerca. Ronroneaba tan fuerte que parecía querer llenar todo el silencio de la casa, y en ese sonido había algo vivo, real.

Ahora, por las mañanas, María vuelve a hablar. Primero con Melocotón —le pregunta cómo ha dormido, le recuerda donde está su plato—. Luego con Javier —le lee las noticias, le regaña por dejar la ropa tirada—. Luego, consigo misma, ya no en susurros, sino en voz alta. Como si comprobara si aún tenía voz. Y después, con los que finalmente aparecen. Y preguntan. A veces, con la vecina. Otras, con el cartero. Otras, con la sombra en la ventana.

El teléfono no lo arregló. No hacía falta. Las palabras verdaderas no se pierden en el ruido. Viven en las pausas, en las miradas, en los gestos. Y en un pequeño bulto cálido que viene a buscarte por las mañanas, cuando más lo necesitas.

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