El silencio antes de la tormenta
En un pueblo perdido de la mano de Dios, donde las calles polvorientas se extendían junto a campos interminables, el aire vibraba por el calor como una cuerda a punto de romperse. Cinco días sin lluvia habían convertido todo en un desierto reseco y agrietado. El asfalto respiraba fuego, como carbón al rojo vivo, y el silencio era tan denso que parecía poder cortarse con un cuchillo. Todo resultaba irritante hasta la náusea: el crujir de las persianas, el olor a aceite quemado de la cocina vecina, el tintineo de una cuchara al caer al suelo. Incluso una mosca golpeando el cristal de la ventana sonaba como un toque de alarma, como si presintiera la tormenta que los demás aún no conocían.
Carmen despertó en mitad de la noche con la sensación de que alguien estaba a su lado. No era una mirada, sino una presencia pesada, casi tangible, como si una sombra se agazapara en el rincón de la habitación. Permaneció inmóvil, escuchando el silencio de su pequeño piso. Sofocante. No había abierto las ventanas—en este pueblo, la noche no traía frescor, sino ladridos de perros, conversaciones borrachas y el olor de cigarros baratos. El aire era espeso, como en un granero abandonado. Su cuerpo ardía por dentro, como si algo invisible la consumiera, algo que se había acumulado durante años, igual que el polvo en los rincones.
En la cocina, un grifo goteaba. Carmen se incorporó, atenta. *Gota*. Silencio. Otra *gota*. Se levantó, caminó descalza, esquivando las tablas del suelo que crujían, como si temiera despertar a alguien, aunque sabía que estaba sola. En el suelo yacía una taza rota. Los trozos, afilados como un corte reciente. Junto a ellos, un charco de agua—no gotas, sino un remanso entero, como si alguien hubiera derramado un vaso. Redondo, quieto, ajeno. Carmen se quedó helada. Vivía sola. Siempre había vivido sola. Pero en ese momento, su certeza se resquebrajó.
Apagó la luz y volvió al dormitorio. El sueño no llegaba. La sábana se pegaba a su piel, la almohada parecía una piedra al rojo vivo. Se revolvía, buscando en vano una brisa inexistente. Dentro de ella habitaba algo—no una voz, ni una figura, sino una sombra. Como si alguien guardara silencio a su lado, y ese silencio resonara más fuerte que cualquier palabra. No daba miedo, pero agotaba, como una grieta fina que lentamente se extiende por un cristal.
Por la mañana, preparó sopa. Dejó la olla enfriar, cogió un trapo y limpió la cocina—no por suciedad, sino por ocupar las manos. Se sentó junto a la ventana, sacó un cuaderno viejo: gastado, de hojas cuadriculadas, con una mancha en la portada y las esquinas dobladas. Dentro, listas de la compra, versos de juventud, recetas, sueños. Hasta un dibujo: una tetera con vapor, trazada por una mano temblorosa hacía diez años. Hoy abrió una página en blanco y escribió: *”Nadie viene. Nadie pregunta. Pero sigo aquí.”*
Luego lo tachó. Lentamente, como si borrara un pedazo de sí misma. La tinta se corrió, el papel bajo sus dedos áspero, como si se resistiera.
Permaneció sentada mucho tiempo. Escuchó el zumbido de la nevera vieja, el portazo en la entrada. Alguien llegaba. No a verla. Otra vez de lejos. Los pasos en la escalera sonaban más tenues cada año. El mundo se iba, sin mirar atrás.
Carmen entró en la habitación, se sentó al borde de la cama y arregló la manta de su marido, Vicente. Él no despertó. Respiró con dificultad, pero era lo habitual. Le apoyó una mano en el hombro. No se apartó. Eso significaba que aún lo sentía. Que aún vivía. Y ella estaba ahí, y mientras existiera ese *”juntos”*, habría un sentido.
Carmen se acostó a su lado. No para dormir. Solo por estar cerca. Por respirar al mismo ritmo, aunque fuera un instante. Aunque solo fuera esa frágil quietud compartida.
Unos días después, se armó de valor para llamar a su hija. Dio vueltas por la cocina, ordenó los platos, limpió el fregadero ya limpio, miró el teléfono como si fuera una bomba. Marcó el número con dedos temblorosos, temiendo la frialdad, las prisas, la indiferencia.
—¿Mamá? ¿Pasa algo?
—No, nada. Solo quería oír tu voz.
—Mamá, estoy hasta arriba. ¿Te llamo luego, vale?
—Claro, hija. Claro.
El corazón se le encogió, pero mantuvo la voz serena. Tras colgar, se sentó, se tapó el rostro con las manos. Luego se levantó y puso el hervidor, como si eso pudiera ahogar el vacío.
Pero su hija llamó. Tres horas después. Sin preámbulos.
—Mamá, ¿qué tal?
Y Carmen lloró. No de dolor. Porque alguien le había preguntado. Solo eso. Y de pronto comprendió cuánto necesitaba esas palabras. Un simple *”¿qué tal?”*
Una semana después, apareció un gatito en casa. Lo trajo su nieta. Pequeño, tembloroso, con orejas enormes y ojos llenos de asombro.
—Abuela, es para ti. Para que no te aburras. Él tiene miedo, y tú estás sola. Os vais bien.
Carmen lo cogió con cuidado, como si fuera una vasija frágil. Y de pronto, una tibieza se expandió en su pecho, como si alguien hubiera desatado un nudo viejo y apretado.
El gatito era anaranjado, con patas largas y una cara cómica, como si siempre se sorprendiera del mundo. La primera noche la pasó escondido bajo una silla, pero a la mañana siguiente ya dormía en su manta, acurrucado junto a su pierna. Lo llamaron Melocotón. No importaba que fuera gato. Solo Melocotón. Porque era cálido, suave y siempre estaba ahí. RAhora, cuando el silencio volvía a asentarse en la casa, Carmen ya no lo escuchaba sola, porque el ronroneo de Melocotón le recordaba que hasta en la calma más profunda siempre hay algo vivo esperando ser encontrado.