Cállate”, gritó el hombre al lanzar la maleta al suelo. “Me voy de ti y de este pantano al que llamas vida”.

¡Cállate ya! rugió el hombre, lanzando la maleta al suelo. Me voy de ti y de este pozo que llamas vida.

¿Pozo? María se giró lentamente desde la cocina, donde freía patatas para la cena. Este “pozo” alimentó a tu madre veinte años mientras iba de médico en médico. ¿O te olvidaste?

¿Qué tiene que ver mi madre? ¡No la menciones!

Tiene todo que ver, Antonio. Mientras tú hacías tus “grandes negocios” en Madrid, yo estaba aquí con tu madre paralítica. Cambiándole los pañales, por si no lo recuerdas.

Antonio se quedó en la puerta de su piso de dos habitaciones, con un traje nuevo y la maleta a los pies. María no lo veía tan arreglado hacía años moreno, en forma, oliendo a colonia cara. Nada que ver con cuando volvía de la fábrica, cubierto de grasa.

Recordó cómo se conocieron. Un baile en el club social, él, joven mecánico; ella, de contabilidad. La hizo girar al ritmo de “Mediterráneo”, susurrándole tonterías al oído. Luego una boda modesta, treinta invitados, ensaladilla rusa y cava de la casa. Su suegra lloraba de felicidad, abrazándola: “Gracias, hija, por domesticar a mi Antoñito”.

Domesticado. Veintidós años juntos. Criaron a su hija, Lucía, ahora en la facultad de medicina, viviendo de la beca y los extras que María sacaba dando clases particulares. Antonio no aportaba dinero desde hacía tres años todo lo invertía en su “negocio”. Qué negocio, nunca lo supo. Primero un taller, luego transporte de mercancías. Todo fue a pique.

Es que no lo entiendes Antonio encendió un cigarrillo en el recibidor. Sergio me ofreció mudarme a Madrid. Tiene una cadena de lavaderos de coches, me quiere de gerente. Me alquilará un piso.

¿Y vas solo? María se secó las manos en el delantal. Le temblaban, pero su voz era firme.

No. Él evitó su mirada. Con Alba. Ella… ella me comprende. Cree en mí.

Alba. María sabía de ella desde hacía tres meses. Había visto los mensajes en su móvil mientras él se duchaba. “Cariño”, “cielo”, “te echo de menos”. Veintiocho años, la “cielo”. Comercial en el concesionario donde Antonio buscó un coche. En financiación, por cierto, que María seguía pagando con su sueldo de profesora.

¿Y Lucía? preguntó. Tu hija. Termina la carrera el año que viene.

Crecerá y lo entenderá. No puedo seguir así. Tengo cuarenta y cinco, María. Aún soy joven, aún puedo cambiar mi vida.

Ella se acercó a la ventana. Abajo, la vecina Pilar tendía la ropa. Al verla, le saludó con la mano. Pilar lo sabía todo. De Alba, de que Antonio solo venía a dormir desde hacía medio año. Le llevaba empanadas: “Aguanta, Mari”.

¿Recuerdas dijo María en voz baja cuando Lucía se puso enferma a los cinco años? Neumonía, los médicos no daban esperanzas. Tú no parabas de trabajar para pagar las medicinas. Yo no me moví de su cama. Dijiste: “Somos familia, Mari. Lo superaremos”.

Eso fue hace mucho.

Quince años. ¿Y cuando tu madre tuvo el ictus? ¿Quién la acompañó al hospital? ¿Quién no dormía para moverla cada dos horas y que no le salieran úlceras? Yo, Antonio. Tú siempre con excusas: trabajo, negocios. ¿Qué negocios? Ya entonces perseguías tu quimera.

Antonio apagó el cigarrillo en el alféizar. María frunció el ceño nuevo, lo había puesto el mes pasado con sus ahorros.

Siempre te acuerdas de lo malo dijo él, irritado. ¿Y lo bueno? ¿Cuando te llevé a la playa?

Hace diez años. A Alicante. Una semana.

¡Nunca te basta!

María lo miró. Tenía lágrimas en los ojos, pero no las dejó caer. No le daría ese gusto.

Sabes qué, Antonio? Vete. Vete con tu Alba. Pero te digo una cosa: a tu madre la cuidé hasta el final. Dos años postrada, dándole de comer, lavándola, dándole la medicación. ¿Y tú dónde estabas? ¿De viaje de negocios? ¿Cuáles, Antonio? Llevas cinco años sin trabajar en serio. Soñando con ser rico.

¡Lo intenté! ¡Lo hice por la familia!

¿Por la familia? María soltó una risa amarga. Lucía trabaja de noche como auxiliar en el hospital para pagarse los libros. Porque papá se hizo empresario. Yo doy clases a doble turno y hago horas extras. ¿Para quién trabajabas?

Antonio calló, apretando el asa de la maleta.

Y sabes lo más gracioso? continuó ella. Tu madre me dijo antes de morir: “Perdónalo, hija. Es débil. Siempre lo fue. Gracias por aguantarlo”. No lo entendí entonces. Ahora sí.

¡No te atrevas! estalló él. ¡No digas que soy débil! ¡Solo me ahogo aquí! ¡En este piso, en esta ciudad, contigo! ¡Me llevarás a la tumba con tu perfección!

¿Mi perfección? María rio, secamente. Los últimos años solo callé. Cuando volvías borracho. Cuando desaparecía el dinero de la hucha para tu último “proyecto”. Cuando olías a perfume ajeno. Pensé: se le pasará, recapacitará. Somos familia.

Fue al armario, sacó una carpeta. Antonio se tensó.

¿Qué es eso?

Los papeles del divorcio. Los preparé hace un mes. Esperaba a que te decidieras. O yo. Pero tú fuiste más rápido firmalos.

Él miró los documentos, atónito.

¿Tú… lo sabías?

No soy tonta, Antonio. Solo te di una oportunidad. Y a mí misma, por si me equivocaba. No me equivoqué.

El piso… empezó él.

Es mío. Estaba a nombre de mi madre, lo heredé. Estás empadronado, pero no tienes derechos. Puedes ir a juicio, pero mala suerte: llevas tres años sin trabajo legal. ¿O pagarás la manutención de Lucía?

Es mayor de edad…

Estudiante a tiempo completo. Hasta que acabe, te toca. Artículo 85 del Código Civil, por si acaso.

Antonio agarró el bolígrafo, firmó con un gesto brusco. Tiró la carpeta sobre la mesita.

¿Contenta? ¿Veintidós años a la basura?

María lo observó. Canas en las sienes, arrugas junto a los ojos. Algún día lo había amado. Ahora era un extraño.

No a la basura. Tenemos una hija maravillosa. Inteligente, buena, trabajadora. Sale a mí sonrió, triste. Y gracias por estos años. Hubo momentos buenos. Pero tú te perdiste por el camino. O quizá siempre fuiste así, y yo no lo vi.

Antonio cogió la maleta. Se detuvo en la puerta.

Lo lamentarás. Te quedarás sola.

No estaré sola. Tengo a Lucía. Mi trabajo. Mis amigas. ¿Sabes qué? Me apuntaré a clases de baile. Siempre quise aprender tango. Decías que las vacas no bailaban tango. Ya veremos.

La puerta se cerró de un portazo. María se quedó en silencio, luego fue a la cocina. Las patatas estaban quemadas. Las tiró al f

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Cállate”, gritó el hombre al lanzar la maleta al suelo. “Me voy de ti y de este pantano al que llamas vida”.