Vaya lío en el que me he metido, os lo cuento — me he convertido en una esclava en casa de mi marido.
En un pueblo perdido de Castilla, donde el aire huele a hierba recién cortada, mi vida, que empezó con amor, se ha transformado en una esclavitud insoportable. Me llamo Lucía, tengo 28 años, y hace tres me casé con Álvaro. Creí que había encontrado una familia, pero en lugar de eso me convertí en una Cenicienta moderna, sirvienta de mi marido, sus padres y toda la parentela. Mi alma grita de desesperación y no sé cómo salir de esta trampa.
**El amor que me cegó**
Cuando conocí a Álvaro, tenía 25. Era de un pueblo vecino — alto, con una sonrisa amable y ojos cálidos. Nos conocimos en la feria comarcal, y su sencillez me conquistó. Hablaba de familia, de hijos, de la vida de pueblo donde todos se ayudan. Yo, chica de ciudad, soñaba con ese calor. Al año nos casamos y me mudé con él. No sabía que ese paso sería mi condena.
Álvaro vivía con sus padres, Carmen y Antonio, en una casa grande. Su hermano mayor, con su familia, y un montón de parientes iban y venían sin parar. Pensé que me integraría, que sería parte de ese clan. Pero desde el primer día entendí: no buscaban cariño, sino mano de obra. «Eres joven y fuerte, así que tú te encargas de todo», dijo mi suegra, y yo, tonta, asentí sin entender el lío en el que caía.
**Esclavitud en lugar de familia**
Mi vida se convirtió en un ciclo infinito de tareas. Me levanto a las cinco para preparar el desayuno de todos: a Antonio le gustan las gachas, Carmen prefiere huevos fritos, y Álvaro, pan con tomate. Luego, limpiar la casa enorme, lavar la ropa, el huerto. A mediodía llegan los parientes, y cocino como para un ejército: cocido, albóndigas, gazpacho. Por la noche, más cena, más platos, y caigo rendida hasta el día siguiente. Sin descanso, sin tregua.
Carmen da órdenes como un sargento: «Lucía, así no se pelan las patatas», «Lucía, el suelo está sucio». Antonio no habla, pero su mirada dice: «Tú aquí no pintas nada». Los familiares ni me saludan; llegan, se sientan y esperan a que les sirva. Álvaro, en vez de defenderme, repite: «Cariño, no discutas con mamá, ella sabe más». Su indiferencia duele como un cuchillo. Creí que sería mi apoyo, pero es otro eslabón de esta cadena donde yo solo soy la criada.
**El momento de la verdad**
Hace poco estallé. Cuando Carmen criticó mi cocido y la familia dejó la cocina hecha un asco, grité: «¡No soy la sirvienta! ¡También soy una persona!». Todos se quedaron tiesos, y mi suegra dijo fría: «Si no te gusta, lárgate a tu ciudad. Ya te has acostumbrado a que todo te lo den hecho». Álvaro no dijo nada, y eso me destrozó. Salí al patio llorando y entendí: estoy atrapada. No tengo a dónde ir — en la ciudad no tengo casa y mi madre vive lejos. Pero quedarme es perder mi esencia.
Hasta mi aspecto ha cambiado. Antes alegre y arreglada, ahora parezco una sombra, con ojeras y mirada apagada. Mi amiga Elena, al verme, se asustó: «Lucía, ¡pareces una vieja! ¡Huye de ahí!». Pero, ¿cómo huir si aún quiero a Álvaro? ¿O ya no? Su silencio mató el amor con el que me casé. Siento que me ahogo y nadie me tiende la mano.
**Un plan en secreto**
Ahora sueño con escapar. A escondidas, ahorro lo que puedo — unos eurillos que guardo de la compra. Quiero juntar para un piso en la ciudad y largarme de esta pesadilla. Pero el miedo me paraliza: ¿qué dirá mi madre, tan feliz con mi boda? ¿Qué será de Álvaro? ¿Y si no puedo sola? Y temo que mi suegra y los suyos harán lo imposible por difamarme en el pueblo. Aquí mandan ellos.
Pero ayer, frente a la olla de cocido y las quejas de siempre, me juré: me liberaré. No soy Cenicienta, ni esclava. Soy joven, fuerte, y encontraré la salida. Quizá trabaje desde casa como Elena, o retome mi sueño de ser florista. Pero no me quedaré aquí, donde mi vida son solo cacerolas y órdenes ajenas.
**Un grito de libertad**
Esta historia es mi petición de auxilio. Caí en la trampa al casarme con alguien cuya familia solo me ve como fuerza laboral. Carmen, Antonio, los parientes — todos creen que debo servirles. Pero ya no aguanto más. Álvaro, al que amé, es cómplice, y eso me rompe el alma. No sé cómo irme, pero sé que debo hacerlo. A los 28 años, quiero vivir, no sobrevivir. Que mi huida sea mi salvación… o mi fin.