El desencuentro del collar
—Dani, ¡levántate y saca a Balón! ¡Yo no soy un robot! —Andrés Herrera golpeó la mesa de la cocina con la palma de la mano, haciendo sonar las tazas de café medio vacías. El aire olía a tostadas quemadas, espresso recién hecho y el leve aroma a perro que siempre quedaba en el ambiente. Fuera, el sol de abril bañaba el patio del bloque de pisos, donde los niños ya se revolvían en el parque infantil. Balón, un retriever dorado y peludo con un juguete destrozado entre los dientes, aguardaba junto a la puerta, mirando con tristeza el collar que colgaba del gancho. Sus ojos marrones suplicaban, pero la familia estaba sumergida en la discusión.
Dani, el hijo de quince años, no levantaba la vista del móvil, donde un juego de carreras retumbaba con chirridos de neumáticos. Sus auriculares inalámbricos colgaban del cuello, y la sudadera negra con la frase “Game Over” estaba salpicada de migas de las tortillas de ayer.
—¡Papá, yo lo saqué ayer! —refunfuñó, sin apartar los ojos de la pantalla—. ¡Que venga Lucía, que siempre se escaquea!
Lucía, la hija de diecinueve años y universitaria, estaba sentada a la mesa con el portátil abierto. Su pelo oscuro, recogido en un moño descuidado, contrastaba con las ojeras que delataban la noche de estudio para el examen de sociología. Llevaba una camiseta holgada con el logo de la universidad.
—¿Yo? —bufó, alejándose un poco de la pantalla—. ¡Dani, Balón es tu perro, así es que te toca a ti! ¡Mañana tengo un examen y no puedo estar sacándolo cada cinco minutos!
Rosa, su madre, entró en la cocina secándose las manos en el delantal bordado con flores. Su pelo claro estaba revuelto tras la limpieza, y la voz le temblaba de cansancio e irritación.
—¡Basta de gritos! —dijo, dejando caer una sartén al fuego, donde el aceite empezó a chisporrotear—. Andrés, prometiste sacar a Balón esta mañana. ¡Y vosotros, los niños, os habéis pasado por completo! ¡Pedisteis el perro y ahora lo tengo todo yo encima!
Andrés, ingeniero de cuarenta y cinco años, dejó a un lado el periódico local, donde leía sobre una huelga en la fábrica. Sus cejas se fruncieron, y la barba de pocos días brillaba bajo la luz matutina.
—¿Yo? Rosa, salgo a las seis de casa para la fábrica —gruñó—. Fue Dani quien no paró hasta que lo adoptamos, así que él tiene que ocuparse.
Balón, como si presintiera la tormenta, gimió y dejó caer su juguete desgastado, un tajo de goma con forma de pato. Su cola se movió débilmente, pero la cocina se había convertido en un campo de batalla, donde el perro no era solo un animal, sino un símbolo del caos familiar.
Por la tarde, la discusión resurgió con más fuerza. Rosa preparaba la cena: las croquetas chisporroteaban en la sartén, las patatas hervían en la olla, y la cocina olía a cebolla frita y perejil. Balón seguía tumbado junto a la puerta, sus ojos tristes fijos en el collar que nadie tocaba. Dani jugaba con la videoconsola en el salón, los gritos del juego tapaban el televisor, donde Andrés veía las noticias del fútbol. Lucía tecleaba un ensayo en su habitación, con los auriculares puestos para aislarse del ruido, mientras latas vacías de refresco energético se amontonaban sobre la mesa.
—Dani, ¿has sacado a Balón? —gritó Rosa, removiendo las patatas con una cuchara de madera.
Dani, sin apartar los ojos de la pantalla donde su coche se estrellaba contra un muro, murmuró:
—No. Que vaya Lucía, estoy ocupado.
Lucía, al oír su nombre, irrumpió en la cocina y se quitó los auriculares de un tirón.
—¿Ocupado? —espetó—. ¡Llevas todo el día jugando, Dani! ¡Tengo un trabajo para mañana! ¡Papá, dile algo!
Andrés, sentado en el sofá con el mando a distancia, suspiró y se masajeó las sienes.
—Dani, saca al perro. Es tu responsabilidad —dijo, sin levantar la vista de la pantalla.
Dani lanzó el mando al sofá, con las mejillas encendidas.
—¿Mía? ¡Todos prometisteis ayudar y ahora la culpa es solo mía! —gritó—. ¡Pues vamos a regalar a Balón, si os da igual!
Rosa se giró bruscamente, haciendo sonar la cuchara contra la olla. Su delantal tembló.
—¿Regalarlo? —exclamó—. ¡Hace un año lloraste para que lo adoptáramos, Dani! ¿Y ahora lo abandonas? ¡Sois iguales: yo sola con la casa, con vosotros, con el perro!
Lucía puso los ojos en blanco y cruzó los brazos.
—Mamá, no empieces. Yo no tengo la culpa de que tenga que estudiar. Papá, ¿alguna vez has sacado tú a Balón?
Andrés se puso en pie, su voz se elevó por encima del televisor.
—¡Lucía, no seas insolente! Llego de la fábrica a las nueve, con la espalda hecha polvo. ¡Y vosotros solo sabéis quejarse!
En ese momento, Balón, harto de los gritos, se acercó a la puerta, la empujó con la pata y salió al rellano—Lucía la había dejado entreabierta después de recoger la compra. La familia se quedó paralizada al oír sus ladridos y el ruido de sus patas en las escaleras.
—¡Balón! —gritó Rosa, soltando la cuchara, que cayó en el fregadero—. ¡Dani, no cerraste la puerta!
Dani palideció y saltó del sofá.
—¿Yo? ¡Fue Lucía cuando entró con la pizza! —vociferó.
Lucía golpeó la mesa con la mano, haciendo tambalear el portátil.
—¿Yo? ¡Siempre echándome la culpa! —rugió.
Andrés agarró el collar del gancho, la chaqueta le crujió al moverse.
—¡Basta! ¡Todos a buscar a Balón, ahora! —ordenó.
La familia salió corriendo. El patio estaba lleno del bullicio vespertino: niños gritando en el parque, coches aparcando, ladridos de perros callejeros a lo lejos. Rosa, con el delantal y las zapatillas de estar por casa, llamaba a Balón con la voz quebrada, el pelo suelto.
—¡Balón! ¿Dónde estás, chico? —gritaba, revisando los bancos y los contenedores.
Dani, con la sudadera y las zapatillas de deporte, corrió hacia los garajes, alumbrando con la linterna del móvil.
—¡Balón, ven! —gritó, pero un nudo le apretaba la garganta. Recordó el día que encontró al cachorro en una caja de cartón junto al portal, mojado y temblando, y cómo suplicó a sus padres quedárselo, prometiendo hacerse cargo.
Lucía, con el móvil en la mano, llamaba a los vecinos, los dedos temblorosos por el frío.
—Hola, tía Ana, ¿has visto a Balón? ¿No? Vale, gracias… —murmuraba, caminando hacia el parque.
Andrés, con la chaqueta del trabajo manchada de grasa, revisaba el patio de al lado, la expresión sombría, las botas chapoteFinalmente, Balón los encontró a ellos, esperando junto a la fuente del parque, como si supiera que, pese a los gritos, esa familia nunca dejaría de buscarlo.