**El Collar de las Discordias**
— ¡Daniel, levántate y saca a Thor a pasear, no soy un robot! — Andrés Martínez golpeó la mesa de la cocina con la palma de la mano, haciendo vibrar las tazas de café medio vacías. El aire olía a tostadas quemadas, espresso recién hecho y el leve aroma a perro que siempre flotaba en la casa. Por la ventana, el sol de abril iluminaba el vecindario de bloques de pisos, donde los niños ya correteaban por el parque infantil. Thor, un golden retriever de pelaje dorado y despeinado, yacía junto a la puerta con un juguete roto entre los dientes, mirando con tristeza la correa colgada del gancho. Sus ojos marrones suplicaban, pero la familia estaba sumergida en una discusión.
Daniel, de quince años, no levantó la vista del móvil, donde un juego de carreras retumbaba con chirridos de neumáticos. Los auriculares inalámbricos le colgaban del cuello, y su sudadera negra con el lema “Game Over” estaba salpicada de migas de las patatas de ayer.
— ¡Papá, ayer lo saqué yo! — refunfuñó sin apartar los ojos de la pantalla. — ¡Que vaya Lucía, ella siempre se escapa!
Lucía, de diecinueve años y estudiante universitaria, estaba sentada a la mesa con la mirada clavada en el portátil. Su melena oscura, recogida en un moño desaliñado, y las ojeras marcadas por la noche de estudio para un examen de sociología. Llevaba una camiseta holgada con el logo de la universidad.
— ¿Yo? — resopló, apartándose del monitor. — ¡Daniel, Thor fue idea tuya, así que tú te ocupas! ¡Mañana tengo un examen y no voy a pasearlo cada cinco minutos!
Isabel, su madre, entró en la cocina secándose las manos en el delantal bordado con margaritas. Su pelo rubio estaba revuelto tras la limpieza matutina, y la voz le temblaba de cansancio.
— ¡Basta ya de gritos! — dijo, dejando caer una sartén al fuego con un chisporroteo de aceite. — Andrés, prometiste sacar a Thor esta mañana. ¡Y vosotros, los niños, os habéis pasado! ¿Pedir un perro para dejarlo todo a mí?
Andrés, ingeniero de cuarenta y cinco años, dejó a un lado el periódico local, donde leía sobre una huelga en la fábrica. Su ceño se frunció, y la barba de dos días brillaba bajo la luz del sol.
— ¿Yo? Isabel, ¡me voy a las seis de la mañana! — rugió. — ¡Fue Daniel quien rogó por Thor, que se haga cargo!
Thor, como presintiendo la tormenta, gimió y soltó su juguete favorito: un pato de goma desgastado. Su cola se movió débilmente, pero la cocina ya era un campo de batalla donde el perro no era solo una mascota, sino el símbolo del caos familiar.
Por la tarde, la pelea estalló de nuevo. Isabel preparaba la cena: las croquetas crepitaban en la sartén, las patatas hervían, y el aire olía a cebolla frita y perejil. Thor seguía junto a la puerta, observando con ojos tristes la correa que nadie tocaba. Daniel jugaba a la consola en el salón, los gritos del juego ahogaban el televisor, donde Andrés veía las noticias del fútbol. Lucía tecleaba un ensayo en su habitación, los auriculares bloqueaban el ruido, y latas vacías de bebida energética se acumulaban en su escritorio.
— Daniel, ¿has sacado a Thor? — gritó Isabel, removiendo las patatas con una cuchara de madera.
Daniel, sin apartar la vista de la pantalla donde su coche chocaba contra un muro, murmuró:
— No. Que vaya Lucía, estoy ocupado.
Lucía irrumpió en la cocina, arrancándose los auriculares.
— ¿Ocupado? — bufó. — ¡Llevas todo el día jugando, Daniel! ¡Tengo un trabajo para mañana! ¡Papá, dile algo!
Andrés, en el sofá con el mando a distancia, suspiró frotándose las sienes.
— Daniel, saca al perro. Es tu responsabilidad — dijo sin apartar la vista de la tele.
Daniel lanzó el mando al sofá, las mejillas enrojecidas.
— ¿Mía? ¡Todos prometisteis ayudar! ¿Ahora la culpa es solo mía? — gritó. — ¡Pues vamos a regalar a Thor, si os importa tan poco!
Isabel giró bruscamente, haciendo sonar la cuchara contra la olla.
— ¿Regalarlo? — exclamó. — ¡Hace un año lloraste para quedártelo! ¿Y ahora lo abandonas? ¡Sois todos iguales! ¡Yo llevo la casa, a vosotros y al perro!
Lucía puso los ojos en blanco.
— Mamá, no empieces. No es mi culpa tener exámenes. ¡Papá, ¿alguna vez has sacado a Thor?!
Andrés se levantó, alzando la voz.
— ¡Lucía, no seas insolente! ¡Llego de la fábrica a las nueve, destrozado! ¡Y vosotros solo sabéis quejaros!
En eso, Thor, harto de los gritos, empujó la puerta entreabierta —Lucía la había dejado así al recoger un pedido— y salió al rellano. La familia se paralizó al oír sus ladridos en las escaleras.
— ¡Thor! — gritó Isabel, tirando la cuchara al fregadero. — ¡Daniel, ¿no cerraste la puerta?!
Daniel palideció.
— ¡Yo? ¡Fue Lucía cuando fue a por la pizza!
Lucía golpeó la mesa haciendo temblar el portátil.
— ¿Yo? ¡Siempre echándome la culpa!
Andrés cogió la correa del gancho.
— ¡Silencio! ¡Todos a buscar a Thor!
Salieron corriendo. El vecindario bullía: niños jugando, coches aparcando, ladridos de perros callejeros. Isabel, en zapatillas y delantal, llamaba a Thor con voz quebrada.
— ¡Thor! ¿Dónde estás, cariño?
Daniel corrió hacia los garajes, iluminando la oscuridad con la linterna del móvil.
— ¡Thor, ven! — gritó, con un nudo en la garganta. Recordó cómo, un año atrás, había encontrado al cachorro en una caja de cartón, temblando bajo la lluvia, y cómo suplicó quedárselo, prometiendo cuidarlo.
Lucía llamaba a los vecinos, los dedos temblorosos por el frío.
— Hola, tía Carmen, ¿has visto a Thor? No… Gracias…
Andrés revisó los jardines cercanos, la cara sombría.
— Maldita sea, Isabel, ¡te dije que un perro era una responsabilidad!
Isabel lo fulminó con la mirada.
— ¿Responsabilidad? ¡Tú solo vives para la fábrica! ¡Yo lo hago todo!
Andrés bajó la voz.
— ¿Todo? ¿Y yo qué, no trabajo? ¡Duermo cinco horas! ¡Y tú nunca estás contenta!
Lucía se interpuso.
— ¡Basta! ¡Centraos en Thor!
Daniel regresó jadeando, sudoroso.
— ¡No está! ¡Es culpa vuestra! ¡Si ayudarais, no habría escapado!
Isabel lo agarró por los hombros.
— ¿Nuestra? ¡Llevas una semana sin sacarlo!
La búsqueda duró hasta la madrugada. Volvieron a casa con las manos vacías. Isabel lloraba en la cocina; Andrés bebía té en silencio; Lucía revisaba grupos de vecinos en el móvil; Daniel, acurrucado en el sofá, apretaba un paquete de patatas vacío.
— Pondremos carteles — susurró Isabel.
Lucía asintió.Al día siguiente, mientras la familia imprimía los carteles, Thor apareció en la puerta, cansado y sucio pero sano, con el collar enredado en una rama, como si hubiera intentado volver a casa todo el tiempo.