Cada tarde, al terminar las clases en el instituto, Tomás recorría las calles adoquinadas con la mochila colgada de un hombro y una flor del campo protegida entre sus dedos.
**La flor que nunca se marchitó**
Las calles de Segovia siempre olían a pan recién horneado y a tierra mojada por la lluvia. Era un lugar pequeño, donde todos se conocían y los secretos volaban más rápido que las golondrinas. Entre aquellas callejuelas, un muchacho de doce años caminaba cada día, con paso tranquilo y mirada serena. Se llamaba Tomás Mendoza, un chico delgado, de ojos profundos y corazón grande.
Su destino era siempre el mismo: la Residencia “Atardecer Dorado”, un edificio antiguo de paredes blancas y ventanas altas, rodeado de un jardín donde crecían rosales y gitanillas. No había tarde en la que no cruzara su verja oxidada después de salir del colegio.
Entraba despacio, saludando a todos: a la señora Carmen, que bordaba en el patio; al señor Joaquín, quien siempre le pedía un caramelo; y a las cuidadoras, que le sonreían con cariño. Sabían que Tomás no iba por obligación, sino por una razón que pocos comprendían.
Subía al segundo piso, hasta la habitación del fondo, la número 214. Allí lo esperaba doña Elena Ruiz, una anciana de cabello plateado y mirada que a veces se perdía, a veces brillaba con luz propia.
Buenas tardes, doña Elena decía él, dejando la mochila en una silla. Le traigo su flor favorita.
¿Y tú quién eres, cielo? preguntaba ella, con una sonrisa leve.
Solo un amigo respondía él.
Doña Elena había sido maestra de literatura, una mujer de carácter fuerte y pasión por los versos. Pero el alzhéimer había ido robándole los recuerdos, uno a uno. Para ella, los días se repetían, y las caras se mezclaban. Sin embargo, cuando Tomás estaba ahí, algo en sus ojos parecía avivarse.
Durante meses, él le leía poemas de Machado y cuentos de Clarín. A veces le pintaba las uñas de rosa pálido, otras le peinaba con cuidado, trenzándole el pelo como si fuera su nieta. Ella reía ante sus bromas, lloraba en silencio cuando alguna palabra le llegaba al alma, o lo confundía con un amor de juventud.
Las cuidadoras decían que Tomás tenía alma de anciano en un cuerpo de niño. No iba por deber ni por tarea escolar; iba porque su corazón lo llevaba.
Ese chico tiene una bondad infinita decía la enfermera Pilar, la más antigua de la residencia.
**El secreto que nadie conocía**
En todo el tiempo que la visitó, Tomás nunca reveló que no era un simple “amigo” para doña Elena. Era su nieto. El único.
La historia era triste: cuando Elena comenzó a olvidar, su hijo, el padre de Tomás, decidió internarla. Al principio la visitaba, pero con el tiempo las visitas se hicieron esporádicas hasta que dejó de ir. Decía que verla así le destrozaba. Tomás, en cambio, no podía abandonarla.
En casa, su padre evitaba hablar de ella. Ya no es la misma decía con frialdad. Es mejor que esté ahí.
Pero para Tomás, ella seguía siendo su abuela. Aunque no recordara su nombre, aunque a veces lo llamara “Alberto” o “Manuel”, él sabía que, en algún rincón de su mente, el amor persistía.
**La confesión**
Una tarde de invierno, mientras la peinaba junto a la ventana, Elena lo miró con intensidad. Por un instante, sus ojos parecieron reconocerlo.
Tienes los ojos de mi hijo susurró.
Tomás sonrió.
Quizá me los prestó el destino.
Ella bajó la voz, como si compartiera un secreto.
Mi hijo se alejó cuando empecé a olvidar dijo que yo ya no era su madre.
A Tomás le dolió, pero no la corrigió. Apretó su mano con fuerza.
A veces, cuando la memoria se va, también se van las personas. Pero no todos se olvidan.
Ella lo miró como si esas palabras le dieran paz, y luego volvió a perderse en sus pensamientos.
**El último verano**
Aquel año, Elena empezó a debilitarse. Sus días lúcidos eran escasos, y muchas veces ya no podía levantarse. Tomás seguía yendo, aunque solo fuera para leerle mientras dormía o dejarle flores en la mesilla.
Una tarde, el médico de la residencia habló con él.
Chico, tu abuela está muy débil. Quizá no llegue al invierno.
Tomás asintió, pero no lloró. Sabía que ese momento llegaría.
En su último cumpleaños, llegó con un ramo entero de flores silvestres. La habitación olía a campo fresco. Ella lo miró y, con una claridad que no mostraba desde hacía meses, le dijo:
Gracias por no olvidarte de mí.
Ese fue el último día que pudieron hablar.
**El adiós**
Elena partió al amanecer, en una madrugada serena. En su mesilla quedó una flor del campo, seca pero entera, como si se hubiera resistido a marchitarse hasta que ella se fue.
El velorio fue sencillo. Pocos asistieron: antiguos compañeros, las cuidadoras y Tomás. Su padre apareció al final, serio, sin derramar una lágrima.
La enfermera Pilar, conmovida, se acercó a Tomás.
Niño, ¿por qué no dejaste nunca de venir?
Tomás la miró con los ojos rojos.
Porque era mi abuela. Todos la abandonaron cuando enfermó. Yo no. Aunque ella ya no supiera quién era yo.
Su padre, que escuchó sus palabras, bajó la cabeza. No dijo nada, pero al terminar el funeral, se acercó y le puso una mano en el hombro.
Hiciste lo que yo no pude murmuró. Gracias.
**Epílogo**
Los años pasaron. Tomás creció, terminó la universidad y se convirtió en escritor. Su primer libro se tituló “La flor que nunca se marchitó”, dedicado a la memoria de doña Elena.
En la dedicatoria escribió:
“A mi abuela, que me enseñó que el verdadero lazo familiar no depende de la memoria, sino del corazón.”
En la portada, una ilustración de una flor silvestre, igual a aquellas que llevaba cada tarde a la habitación 214.
Y así, aunque el alzhéimer borró nombres y fechas, no pudo borrar lo más importante: el amor que perdura cuando todo lo demás se desvanece.






