Buena Suerte
Cinco días antes de Nochevieja, Lucía recibió una descarga de humillación, decepción y dolor tan fuerte que apenas podía reaccionar. Solo lo hizo por no amargarles la Navidad a sus hijos.
Álvaro, últimamente, no dejaba de quejarse de todo. Nada de lo que hacía su mujer o decían sus hijos le parecía bien. Estallaba por cualquier cosa, hasta que Diego, de nueve años, le preguntó a su madre:
—Mamá, ¿por qué papá está siempre enfadado?
La pequeña Martina, que acababa de empezar primaria, quizá no lo notaba, pero su hermano mayor sí.
—Cariño, no le hagas caso— lo abrazó y le dio un beso en la coronilla—. Tu padre está agobiado con el trabajo, llega cansado. Ya hablaré con él.
Lucía sabía que su marido no podía contenerse. Algo raro ocurría: andaba distraído, se enfurecía sin motivo, incluso con los niños cuando jugaban, aunque antes era el primero en reír con ellos hasta que ella tenía que calmar el escándalo.
Ese día, Diego y Martina corrían por el pasillo, riendo a carcajadas.
—¡Basta ya de correr como locos, o os castigo!— rugió Álvaro, y los niños se quedaron petrificados de miedo.
Salieron disparados a su cuarto y cerraron la puerta.
—Álvaro, ¿qué te pasa? Puedes regañarlos sin gritar— dijo Lucía, todavía viendo el terror en sus ojos.
—Nada— respondió él, igual de áspero.
—¿Por qué mientes? No es la primera vez. ¿Acaso no te das cuenta de que descargas tu rabia en nosotros? ¿Qué hemos hecho?
Lucía no esperaba su reacción y de pronto lamentó haber empezado aquella conversación. Pero después pensó: *¿Qué más da ahora o después?*
Álvaro se levantó del sofá, dudó un instante, pero al fin habló:
—No quería hablar de esto antes de Nochevieja, pero ya que insistes…
—¿Por qué?— preguntó ella, aún confundida.
—Para no estropear las fiestas.
—¿Y cómo ibas a hacerlo?
—Lucía, ¿es que no lo ves?— respiró hondo—. He conocido a otra mujer. Me he enamorado.
—¿Qué? ¿Cuándo?— atinó a decir ella—. ¿Es una broma?
—No. No es una broma— dijo él, firme—. Me voy. Veré a los niños los fines de semana. Pagaré la pensión.
Lucía se quedó helada. Quiso hablar, pero él continuó:
—Se lo diré yo. No les digas nada.
—No ahora— susurró ella, sabiendo el golpe que sería para ellos.
Asintió y se dejó caer en el sofá, abrumada. Álvaro entró en el dormitorio, agarró una maleta y empezó a meter ropa. Poco después, la puerta se cerró de golpe.
*Nunca entendí a las mujeres abandonadas*, pensó, *y ahora lo sé. Duele. Es como si se te viniera abajo el mundo. Y encima tengo que explicárselo a mis hijos.*
Podría haber seguido ahí, lamentándose, pero Martina salió corriendo de la habitación:
—Mamá, ¿se ha ido papá? ¿Dónde está?
—Se fue… de viaje. Por trabajo.
—¿Cuándo vuelve?
—No lo sé, mi amor.
—¿Y celebraremos Nochevieja sin él?— preguntó Diego, asomándose.
—Sí, los tres. Pero habrá árbol, regalos, como siempre— forzó una sonrisa, aunque el corazón se le partía.
Aquella noche, Lucía apenas durmió. Las palabras de Álvaro resonaban en su cabeza: *Me he enamorado.* No podía aceptarlo.
El 31 de diciembre, se obligó a prepararlo todo. Lo que más temía era que los niños sospecharan. Así que cocinó como siempre, aunque no tenía ganas de nada. Al menos de eso no podían quejarse: siempre le había gustado cocinar.
*Así me distraigo— pensó—. Que pasen una noche feliz. Total, no van a dormir temprano.*
Mientras cortaba verduras, recordó que le faltaban cosas. Se puso el abrigo.
—Mamá, ¿adónde vas?— preguntó Martina.
—Al supermercado.
—¡Yo voy contigo!— gritó, y corrió a por su chaqueta.
—Mamá, cómpranos patatas fritas— pidió Diego—. Yo me quedo— luego, a su hermana—: No se te olvide decírselo.
Por la tarde, los niños salieron a jugar. El árbol ya brillaba en la sala, la mesa estaba puesta, con un frutero en el centro. Lucía seguía en la cocina cuando oyó a Diego gritar:
—¡Mamá, ven!
—¿Ya estáis de vuelta?— Entró en el pasillo y lo vio con un gatito negro en brazos, una mancha blanca en la frente.
Los niños, con las mejillas sonrosadas, sonreían de oreja a oreja.
—No— dijo ella, tajante—. Ni hablar.
—Por faaavor— gimoteó Martina, con los ojos llenos de súplica.
—No. ¿Dónde lo habéis encontrado? Está sucio.
—Mamá, si papá estuviera, él sí dejaría— dijo Diego, sabiendo que a su padre le encantaban los gatos.
—Papá no está. Ponedle un trapo en el portal, leche, y que se quede ahí.
—¡Hace frío!— protestaron—. Lo lavaremos, estará limpio.
Pero Lucía no cedió.
—No me enfadéis en Nochevieja. Llevadlo abajo. Fin de la conversación. Id a lavaros las manos.
Diego cerró la puerta sin una palabra. Los niños obedecieron en silencio y se encerraron en su cuarto. Lucía se sentía culpable, pero no quería un gato en casa. ¡Como si no bastara que su marido la hubiera dejado! Ahora encima esto.
Mientras preparaba la cena, sonó el timbre. Abrió y el gatito, que estaba en el felpudo, se coló como un rayo.
—¡Espera!— gritó Lucía, frente a su vecina, Carmen.
—Lucita, tu visitante no quería esperar— dijo la mujer, riendo—. Llevaba un rato aquí, maullando. Es buena suerte, ¿sabes? Cuando un gato elige tu casa…
Los niños, emocionados, intentaban coger al animal, que se refugió bajo el sofá.
—Créeme— añadió Carmen, con complicidad—. Un gato en Nochevieja trae felicidad.
Lucía no respondió. Cuando la vecina se fue, sacó al gatito y lo dejó fuera.
—Mamá, eres mala— dijo Diego, serio—. Papá nos dejaría quedarlo.
Otra vez se encerraron. Los llamó para cenar, pero gritaron al unísono:
—¡No tenemos hambre!
Ella respiró hondo. *Más tarde hablo con ellos.*
Mientras amasaba, el silencio en casa era extraño. La tele, en la cocina, emitía una película a volumen bajo. De pronto, le picó la curiosidad. ¿Qué estarían haciendo tan callados?
Se acercó a su habitación y entreabrió la puerta.
—Martina, coge un trapo del baño y limpia— susurraba Diego—. Que no lo vea mamá.
—Pues hazlo tú— contestó ella.
Lucía vio un charco en el suelo y, al lado, tan pancho, al gatito negro. Casi grita. Limpió el desastre, agarró al animal y otra vez lo echó al portal.
—¡Mamá!— protestaron de nuevo.
Exhausta, cayó en el sofá. Estaba harta. De la cocina,Apenas se sentó, sonó el timbre de nuevo, y esta vez, al abrir, encontró no solo al gatito en el umbral, sino a Álvaro de pie, con los ojos llenos de lágrimas y los brazos abiertos, listo para volver a la familia que jamás debió dejar.