Almudena estaba frente a la puerta desvencijada que anunciaba «Café Acojida». Las letras estaban torcidas, la «y» apenas se sostenía sobre la palabra. Al lado de la entrada había unos arbustos secos de madreselva, un cubo de la basura y un par de palomas que se calentaban bajo el sol otoñal.
Pues vamos, nueva vida murmuró y metió la llave en la cerradura.
El aire que se coló era de humedad, moho y especias viejas. Almudena estornudó, abrió las ventanas, respiró hondo y se puso a trabajar.
¡Estás loca! estalló la voz de su amiga Celia por el móvil. ¿Compraste un café? ¿En este barrio? ¿Te ha dejado el despido tan descolocada?
Mejor hornear bollos que contar el dinero ajeno suspiró Almudena mientras limpiaba las mesas. Además, siempre lo soñé. ¿Te acuerdas de lo que hacía mi abuela?
Lo recuerdo. Pero soñar es una cosa, esto es otro asunto
No es un almacén. Es mi panadería.
La llamó «Pan de Mandarinas», porque su abuela solía mezclar canela con ralladura de mandarinas. En invierno la casa olía a cítricos y masa fresca. Almudena quería devolver ese calor a su vida.
Durante la primera semana no llegó cliente alguno. El café quedaba en la periferia del barrio, donde solo pasaban los que conocían los atajos. Almudena se levantaba a las cinco, amasaba, horneaba, lavaba, probaba recetas. Los aromas de canela y vainilla se mezclaban con el café. Colocó en el alféizar una maceta con mandarinas y pegó al cristal un letrero: «Entrad, no os arrepentiréis».
Abuela, ayúdame susurró mientras servía una partida de rosquillas recién hechas.
Como respuesta, esa misma tarde apareció Doña Carmen, vecina de al lado.
¿Estás horneando aquí? Pasaba y lo olí. Déjame probar.
Almudena le tendió la masa, la anciana la olió, la mordió y asintió.
Muy buenas. Mañana traigo a las chicas a jugar al mus. Tú ponnos el café.
Al día siguiente llegaron «las chicas»: tres ancianas con mil historias. Una semana después, tres universitarios. Después, un mensajero, y luego una madre con cochecito. El rumor se fue extendiendo silencioso pero firme por el barrio.
Almudena cambió el cartel. En vez de «Acojida» ahora decía: «Panadería con aroma a mandarinas». Le echó una mano Sergio, uno de los estudiantes.
¿Y tú? ¿Diseñador?
Todavía no. Estudio. Pero tus bollos son divinos. Quiero que el cartel quede a la altura.
Almudena sintió, por primera vez en mucho tiempo, que alguien la necesitaba. Al atardecer, Sergio trajo a una chica: «Esta es Claudia, fotógrafa. Queremos lanzar tus redes sociales». Almudena casi llora.
Buenas dijo una voz temblorosa al abrir la puerta. Almud
Almudena se giró. En el umbral estaba Luis, su exnovio, el mismo que un año atrás se fue a pensar y se quedó con una compañera de trabajo.
¿Qué haces aquí? su tono era seco.
Me enteré de que habías abierto el café. Quise ver.
Ya lo has visto. Adiós.
Espera. ¿Recuerdas cuando?
Luis intentó reírse con una mueca.
No es por eso. Escucha Sé que invertiste mucho. Sabes que, mientras no estemos divorciados oficialmente, todo lo que adquieras se considera bien común.
¿En serio?
No quiero problemas, pero podríamos llegar a un acuerdo. Yo ayudo con la reforma y me quedo con un par de porciones
Almudena guardó silencio, luego se quitó el delantal, se acercó a la puerta y la abrió de par en par.
Luis, la puerta está ahí. Sal y no vuelvas a cruzar.
Luis dio un paso, pero apareció Doña Carmen con sus amigas.
¡Ay, qué ruido! exclamó. Vete, chaval. Aquí mandan las mujeres.
Luis gruñó algo y se marchó.
¿Quién era? preguntó una de las amigas.
El ex, viene por su parte.
¿Y no le sobra? se rió la anciana, tomando otra rosquilla del mostrador.
Almudena colgó el móvil. Su madre llamó.
¿Qué has armado allí? Luis me ha llamado. Dice que le gritaste.
Mamá, él vino a reclamar su parte del café. ¿Crees que es justo?
Pero él es casi tu esposo. Quizá os reconcilies. No vas a envejecer sola
Mamá, he creado mi propio negocio desde cero y soy feliz. ¿No puedes alegrarte por mí?
Te preocupo. El café en el barrio, el divorcio, los ahorros no es vida.
Es mi vida, mamá, y la elegí.
Ya veremos si se quema no me llames.
Almudena apagó el teléfono y se quedó mirando su taza vacía.
¿Puedo entrar? asomó Claudia. Acabamos la sesión ¿Estás llorando?
Almudena secó una lágrima.
No, solo recuerdo lo que mi abuela decía: si la masa se pega, hay que esperar. Significa que aún no está lista.
Eres fuerte, Almud de verdad. Estamos contigo.
Claudia la abrazó y le mostró el móvil.
Mira, ya hemos subido las primeras fotos. Tenemos cientos de seguidores.
En primavera la fila de rosquillas de mandarina llegaba hasta la esquina. Aparecieron nuevos productos: rollos de amapola, remolinos de requesón, strudeles. La panadería cobraba vida.
Una noche tocaron la puerta.
¿Puedo entrar? dijo un anciano con un ramo de flores.
Sí.
Soy el padre de Claudia. Mi hija se fue a Barcelona, pero me cuenta todo. Yo era panadero y ahora, en jubilación, no sé qué hacer. ¿ Necesitas ayuda?
Almudena asintió.
Desde entonces, cada mañana lanzaban la masa los dos. Él contaba historias, ella escuchaba y aprendía. A veces entraban nuevos clientes: algunos a