Vale, escucha qué locura pasó el sábado con Alba. Irma estaba ahí, frente al espejo, con el traje de novia blanco y sin creerlo. El traje le iba de cine – su madre llevaba tres semanas ajustando cada pliegue, cada pedrería. Y ahora esa maravilla le colgaba como un sudario.
—Albita, ¿estás lista? —asomó la cabeza tía Elvira, amiga de su madre— Los invitados se reúnen, los coches ya están aquí.
—Lista —mintió Alba, arreglando el velo— Tía Eli, ¿segura que no anulamos? Esto… no pinta bien.
—¡Qué dices, hija! —levantó las manos— ¡Tu madre se dejó la piel, el dinero que ha metido! Y los invitados han venido, el banquete está servido. Y ese Diego… —tía Elvira negó con la cabeza— Se lo ha buscado. ¡Tonto él por largarse a última hora!
Su madre entró, los ojos rojos pero con cara de póker.
—¡Se acabó, Albita! ¡Fuera penas! —dijo firme— No permitiré que ese garrulo nos amargue la fiesta. Haremos la boda, y que todo Albacete vea qué preciosidad tengo por hija.
—Mamá, ¡qué absurdo! ¡Boda sin novio! ¿Qué dirá la gente?
—¿Qué van a decir? —su madre se acercó, le arregló los pendientes— Dirán que Patricia Gutiérrez mola, que no se quedó en casa llorando, sino que demostró que su hija merece lo mejor. ¡Eso dirán!
Alba suspiró. Su madre estaba en su salsa – cuando se emperraba, era imposible razonar. Y se emperró anoche, cuando Diego llamó diciendo que no estaba listo para casarse.
—Mamá, ¡qué deshonra! —intentó Alba.
—¡Deshonra es esperar toda la vida a un tío que no vale un pimiento! ¡Nosotras demostraremos que podemos vivir sin él! —se giró hacia la puerta— ¡Basta de charla! ¡Vamos!
En el salón había como cuarenta personas. Familia, vecinos, compañeras de curro de su madre. Murmuraban, echando miradas de pena. Alba se sintió como en el teatro del absurdo.
—¡Ay, Albita, estás guapísima! —corrió hacia ella su prima Susana— ¿Y…? O sea… ¿cómo va eso?
—Como ves —respondió Alba seca.
Su madre subió al pequeño estrado donde suele tocar la tuna y dio un toque con una cucharilla a la copa.
—¡Queridos míos! —empezó— Hoy es el gran día. Mi hija Alba se casa… ¡con su nueva vida! ¡Con libertad de los que no valen! ¡Con su derecho a ser feliz!
Cayó un silencio denso. Alguien tosió incómodo.
—Patri, ¿te ha dado un jamacuco? —susurró su tía Nuria.
—¡Al revés, es que he espabilado de una vez! —contestó su madre— ¡Alba, ven aquí!
Alba se acercó de mala gana. Su madre la abrazó por los hombros.
—¡Mi preciosa! ¡Lista, buena, con manos de oro! Y ese… ¿cómo se llamaba? Diego, ¡no está a su altura! ¡Que se entere todo el mundo – no lloramos, festejamos!
—Mamá, para —susurró Alba entre dientes.
—¡No paro! —levantó la copa— ¡Por mi hija! ¡Porque ha visto claro con quién no merece la pena liarse!
Los invitados alzaron las copas sin convicción. Alguno murmuró: “Por Alba”. Otros bebieron callados.
—¡Y ahora, a la mesa! —anunció su madre— ¡A pasarlo bien!
Alba ocupó su sitio en la cabecera. Junto a ella, una silla vacía con lazos – el lugar del novio. Era un cuadro triste.
—Oye, ¿quitamos esa silla? —propuso tía Elvira.
—¡Ni hablar! —cortó su madre— ¡Que vean todos quién falta aquí! ¡Y que saquen conclusiones!
Sirvieron los entrantes. Los invitados comían en silencio, soltando frases vacías. El ambiente estaba que saltaba.
—¡Pero bueno, qué cara de funeral! —se levantó su madre— ¡Alba, cuenta cómo rifasteis con Diego!
—¡Mamá, no, por favor! —suplicó la hija.
—¡Sí! —insistió Patricia Gutiérrez— ¡Que sepa todo el mundo la verdad!
Alba miró el salón lleno, esas caras curiosas o compasivas, y algo se rompió dentro.
—Vale —dijo levantándose— Lo cuento. Diego llamó anoche y dijo que se echaba atrás. Que no estaba listo para responsabilizarse, que quería vivir su vida. ¡Y salíamos tres años! Tres años esperando que me pidiera, planificando nuestra vida, soñando con niños.
El silencio fue total.
—¿Y sabéis qué? —continuó Alba, sintiendo que la rabia le daba fuerzas— ¡Mi madre tiene razón! ¡Basta de esperar a que los hombres osen hacernos felices! ¡Yo puedo ser feliz sin ellos! ¡Sin Diego, sin ningún tío que no valore lo que tiene!
—¡Así se habla, hija! —secundó su madre— ¡Las mujeres con las riendas de su vida!
—Pues yo el año pasado mandé a mi Víctor a paseo —dijo la vecina tía Filo— También harto estaba de sus tonterías. Ahora vivo tranquila, nadie me mangonea.
—¡Y muy bien! —apoyó otra mujer— El mío, Luis, creía que sin él me hundía. Me fui. Vendí el piso, compré una casita en La Mancha con huerto, vendo tomates. Vivo mucho mejor que con él.
Poco a poco las mujeres soltaron sus historias. Divorcios, cómo aprendieron a vivir solas. Los hombres callaban, cambiándose miradas.
—Y tú, Patri —dijo una prima lejana— ¿recuerdas que tu madre se oponía a que te casaras? Decía que el padre de Alba no daba la talla.
—Lo recuerdo —asintió su madre— Y acertó de pleno. Se largó cuando Albita tenía cinco años. Que si era joven, que si se había
Lucía guardó el vestido en el armario con una sonrisa tranquila, sabiendo que su verdadero comienzo no dependía de ningún Diego, sino de la libertad que había encontrado esa misma noche entre risas y copas de cava en Málaga.