*Diario personal, 15 de junio*
Clarisa Martínez estaba frente al espejo en su vestido blanco, incapaz de asimilar la realidad. El traje le sentaba a la perfección: mamá sudó tres semanas ajustando cada pliegue y cada abalorio. Y ahora aquella hermosura le colgaba como un sudario.
—Clarisita, ¿estás lista? —asomó tía Carmen, amiga de mamá—. Los invitados ya llegan, los coches están aquí.
—Lista —mintió Clarisa, arreglando el velo—. Tía Carme, ¿y si… lo cancelamos? Esto no está bien…
—¡Niño, qué dices! —la mujer alzó las manos—. ¡Tu madre ha invertido un dineral y muchísimo esfuerzo! Los invitados vinieron, la mesa está servida. Y ese Rodrigo tuyo… —tía Carmen movió la cabeza—. Él tiene la culpa. ¡Nada de salir de estampida a última hora!
Mamá entró con los ojos rojos del llanto, pero con gesto firme.
—¡Basta, Clarisa! ¡Se acabó lamentarse! —afirmó resuelta—. No permitiré que ese memo eche a perder nuestra fiesta. Celebraremos la boda, ¡y que todo Toledo vea qué hija más guapa tengo!
—Mamá, pero qué ridículo es esto. ¡Una boda sin novio! ¿Qué dirá la gente?
—¿Y qué van a decir? —mamá se acercó, ajustó los pendientes de Clarisa—. Dirán que direra Carmina Cabrera, que no se quedó en casa lloriqueando, sino que hizo ver a todos que su hija merece más. ¡Eso dirán!
Clarisa suspiró. Mamá estaba en sus trece: cada decisión suya era inapelable. Y decidió anoche, cuando Rodrigo llamó para anunciar que no estaba listo para casarse.
—Mamá, ¿te imaginas la vergüenza? —intentó Clarisa otra vez.
—¡Vergüenza es desperdiciar la vida aguardando a hombres sin valor! ¡Y nosotros demostraremos que vivimos sin ellos! —mamá giró hacia la puerta—. ¡Y basta de palabras! ¡Vamos!
En el salón se reunían ya unos cuarenta. Parientes, vecinos, colegas de mamá. Murmuraban entre ellos, lanzando miradas de pena. Clarisa se sintió en un teatro del absurdo.
—¡Ay, Clarisa, qué preciosa estás! —corrió su prima Beatriz—. ¿Y…? Bueno, ¿qué tal?
—Como ves —respondió seca.
Mamá subió a la pequeña tarima de los músicos y golpeó una copa con la cucharilla.
—¡Queridos míos! —empezó—. Hoy es un día único. Mi hija Clarisa se casa… ¡con su nueva vida! ¡Con la libertad de personas indignas! ¡Con el derecho a ser feliz!
Una calma sudorosa cayó en la sala. Alguien tosió con incomodidad.
—Carmen, ¿te has vuelto loca? —susurró tía Nuria.
—¡Al contrario! ¡Es la primera vez que he entrado en razón! —replicó mamá—. ¡Clarisa, ven aquí!
Clarisa se acercó a regañadientes. Mamá le rodeó los hombros.
—¡Ella es, mi belleza! ¡Inteligente, amable, con manos de oro! ¡Y ese… Rodrigo es indigno de ella! ¡Y que lo sepan todos: nosotros no lloramos, festejamos!
—Mamá, para ya —susurró Clarisa entre dientes.
—¡No paro! —mamá levantó la copa—. ¡Por mi hija! ¡Por entender a quién no conviene atar su vida!
Los invitados alzaron sus copas con desgana. Algunos mascullaron “por Clarisa”, otros bebieron en silencio.
cio.
—¡Y ahora, a la mesa! —anunció mamá—. ¡A celebrar!
Clarisa se sentó a la cabecera. A su lado, una silla vacía adornada con lazos: el sitio del novio. Era un espectáculo lamentable.
—Oye, ¿quitamos esa silla? —propuso tía Carmen.
—¡Ni de broma! —sentenció mamá—. ¡Que todos vean quién falta aquí! ¡Y que saquen sus conclusiones!
Sirvieron las ensaladas. La comensalía masticaba en silencio, cruzando frases vacías. El ambiente estaba tenso como una cuerda de guitarra.
—¡Vamos, que estáis mustios! —se levantó mamá—. Clarisa, ¡cuenta lo de la pelea con Rodrigo!
—¡Mamá, no por favor! —rogó la hija.
—¡Que sí! —insistió Carmina Cabrera—. ¡Que conozcan la verdad!
Clarisa miró a sala llena de gente, a sus rostros curiosos y compasivos. De improviso, algo se rompió dentro de ella.
—Está bien —dijo, levantándose—. Os cuento. Rodrigo llamó ayer diciendo que se echaba atrás. Que no podía cargar con responsabilidades, que quería vivir para él. ¡Y llevábamos tres años! ¡Tres años aguardando su propuesta, planeando, soñando con hijos!
Un silencio absoluto cubrió la sala.
—¿Y sabéis? —siguió Clarisa, sintiendo la rabia como un acicate—. ¡Mamá tiene razón! ¡Basta de aguardar a que los hombres nos otorguen la dicha! ¡Yo sé encontrar mi felicidad! ¡Sin Rodrigo, sin ningún tipo que no valore lo que tiene!
—¡Dices bien, hija! —secundó mamá—. ¡Las mujeres somos nuestras propias dueñas!
—Yo a mi Víctor lo dejé el año pasado —terció la vecina tía Chelo—. Harto de caprichos. Ahora vivo tranquila, sin caudillos.
—¡Y muy bien! —apoyó otra mujer—. ¡Mi Jorge también creyó que me hundiría sin él! Yo vendí el piso, me compré una casita en la sierra y cultivo tomates. ¡Vivo mejor que con él!
Al día siguiente, mientras desayunaba una tostada con aceite en la cocina soleada de su piso en Lavapiés, el móvil de Lucía vibró con otro mensaje de Raúl, pero ella, sonriendo ante el recuerdo de las mujeres bailando sevillanas en su “falsa boda”, lo dejó sonar mientras pedía otro café en el bar de la esquina.