La Boda Sin Novio
Carmen se miraba en el espejo con su vestido blanco sin acabar de creer cómo todo había sucedido así. El traje encajaba a la perfección —su madre, Isabel, había pasado tres semanas ajustando cada pliegue, cada abalorio. Y ahora aquella hermosura le colgaba como un sudario.
—Carmencita, ¿estás lista? —asomó por la habitación la tía Consuelo, amiga de su madre—. Los invitados ya llegan, han venido los coches.
—Lista —mintió Carmen alisando la mantilla—. Tía Conso, ¿y si lo anulamos? Todo esto me parece… incorrecto.
—¡Qué dices, niña! —exclamó la mujer, alzando las manos—. ¡Tu madre ha invertido tanto esfuerzo, tanto dinero! ¡Y todos los invitados han venido ya, la mesa está puesta! En cuanto a Antonio… —sacudió la cabeza—. Culpa suya. ¡Nada de irse a última hora!
Su madre entró, con los ojos enrojecidos pero decidida.
—¡Basta ya, Carmencita! ¡Deja de lamentarte! —dijo con firmeza—. No permitiré que ese necio nos arruine la fiesta. Celebramos la boda, y que todo el pueblo vea qué belleza de hija tengo.
—Mamá, ¡pero es ridículo! ¡Una boda sin novio! ¿Qué dirá la gente?
—¿Qué van a decir? —se acercó Isabel, arreglándole los pendientes—. Dirán que Isabel Ruiz es ejemplar, que no se quedó en casa llorando, sino que demostró que su hija merece lo mejor. ¡Eso es lo que dirán!
Carmen suspiró. Su madre iba en serio: cuando decidía algo, resultaba imposible disuadirla. Lo había decidido la noche anterior, cuando Antonio llamó para decirle que no se sentía listo para el compromiso.
—Mamá, imagínate la vergüenza —intentó otra vez Carmen.
—Vergüenza es esperar toda la vida a un hombre indigno. ¡Nosotras mostraremos que podemos vivir sin él! —su madre giró hacia la puerta—. ¡Y se acabaron las reflexiones! ¡Vamos!
En el salón se reunían ya unas cuarenta personas. Parientes, vecinos, colegas del trabajo de su madre. Todos cuchicheaban lanzando miradas compasivas. Carmen se sentía como en teatro del absurdo.
—¡Ay, Carmencita, qué hermosa estás! —corrió hacia ella su prima María—. ¿Y… bueno…? ¿Cómo va?
—Como ves —respondió secamente Carmen.
Su madre subió al pequeño estrado donde solían tocar los músicos y golpeó una copa con la cucharilla.
—¡Queridos todos! —comenzó—. Hoy es un día singular. Mi hija Carmen se casa… ¡con su nueva vida! ¡Con la libertad de personas indignas! ¡Con su derecho a ser feliz!
Cayó un silencio denso en la sala. Alguien carraspeó.
—Isa, ¿te has vuelto loca? —susurró su tía Pilar.
—¡Al contrario, que hoy estoy cuerda como nunca! —respondió Isabel—. Carmen, ven aquí.
De mala gana, Carmen se aproximó. Su madre la rodeó con un brazo.
—¡Aquí está, mi belleza! ¡Lista, bondadosa, con unas manos de oro! Y ese… Antonio, ¿cómo se llama? ¡No es digno de ella! ¡Y que lo sepa todo el mundo: aquí no lloramos, aquí festejamos!
—Mamá, por favor —musitó Carmen entre dientes.
—¡Ni hablar! —alzó su copa Isabel—. ¡Por mi hija! ¡Por haber comprendido a tiempo con quién no conviene atar la vida!
Los invitados alzaron las copas con vacilación. Algunos murmuraron «Por Carmen», otros bebieron en silencio.
—¡Y ahora, a la mesa! —anunció Isabel—. ¡A celebrar!
Carmen se sentó al frente. Junto a ella había una silla vacía, adornada con lazos: el lugar del novio. Era un espectáculo penoso.
—Oye, ¿y si quitamos esa silla? —propuso la tía Consuelo.
—¡Jamás! —cortó Isabel—. ¡Que todos vean quién falta! ¡Y que saquen sus propias conclusiones!
Empezaron a servir los entrantes. Los invitados comían en silencio, intercambiando frases sin sustancia. El ambiente estaba tenso como una cuerda.
—Pero si están todos tan apagados —se levantó Isabel—. Carmen, ¡cuenta cómo te peleaste con Antonio!
—Mamá, no —suplicó su hija.
—¡Sí! —insistió Isabel Ruiz—. ¡Que todos sepan la verdad!
Carmen miró a las caras curiosas y compasivas, y de pronto algo se quebró en su interior.
—Bien —dijo poniéndose en pie—. Lo contaré. Antonio me llamó ayer para decirme que se echaba atrás. Que no estaba listo para responsabilidades, que aún quería vivir su vida. ¡Y eso que ya llevábamos tres años juntos! Tres años esperando su propuesta, planeando nuestro futuro, soñando con hijos.
El salón enmudeció por completo.
—¿Y saben qué? —continuó Carmen, sintiendo cómo la ira la fortalecía—. Mamá tiene razón. ¡Basta de esperar a que los hombres se dignen a hacernos felices! ¡Yo puedo ser feliz sola! ¡Sin Antonio o cualquier otro que no valore lo que tiene!
—¡Muy bien dicho, hija! —apoyó su madre—. ¡Las mujeres somos nuestras propias dueñas!
—Pues yo el año pasado dejé a mi Vicente —dijo de improviso la vecina, tía Montserrat—. Harto estaba de sus caprichos. Ahora vivo tranquila, sin órdenes de nadie.
—¡Y muy bien hecho! —secundó otra—. Mi Carlos también creyó que sin él me hundía. Vendí el piso
Se deslizó ante el espejo, una imagen de blancura radiante, y supo con certeza que aquella hora de intrepidez, aquella capa tejida de valor propia, era la alianza verdadera que jamás abdicaría. Se quitó el vestido al fin, doblegando con delicadeza sus pliegues, y colgó junto al tejido un corazón nuevo, preparado para festejar, vestido o no de nieve, cualquier aurora que deparara su senda. Y su reflejo en el cristal le devolvió una sonrisa que ya no necesitaba de príncipe alguno para brillar.