Boda íntima: una madre casa a su hija ante un selecto grupo de invitados.

Pues te cuento, Carmen estaba casando a su hija. Había unos 35 invitados, casi todos familiares y amigos del novio.

La hija, Lucía, estaba preciosa, como todas las novias. Para Carmen, que su hija se casara tan joven, con solo 19 años, fue una sorpresa. Como todas las madres de hijas buenas y obedientes, ella esperaba que Lucía terminara la universidad antes de pensar en matrimonio… Pero al final, las cosas pasaron como pasaron. Lucía estaba en segundo curso, y el novio, Álvaro, en el último. Decidieron casarse, y punto. Álvaro decía que vivir sin casarse no tenía sentido, que su chica merecía ser su esposa de una vez y para siempre.

El exmarido de Carmen, el padre de Lucía, no fue a la boda, aunque le invitaron. Aunque eso sí, le regaló a su hija algo de dinero, algo es algo. Llevaban ya cinco años separados, y no mostraba mucho interés en ver a su hija, limitándose a pasar la pensión por la empresa.

La boda estaba en pleno apogeo. Todo iba genial, el animador sabía lo que hacía. A Carmen le llamó la atención un invitado, un primo lejano del novio, que no le quitaba los ojos de encima. Da igual dónde estuviera en la sala, sentía su mirada clavada en ella. Hasta le molestó… ¿Quién era ese chico para mirarla así?

De repente, sonó un vals, un baile poco común en las bodas jóvenes de hoy, porque casi nadie sabe bailarlo. A Carmen le encantaba el vals, así que, a pesar de todo, aceptó bailar con el mismo chico que antes la había molestado con sus miradas. ¡Y bailaba como los ángeles! Eran la pareja más elegante del salón. Carmen ya era guapa, pero ese día parecía más la hermana que la madre de la novia. Su vestido esmeralda caía sobre su figura estilizada, el peinado juvenil y desenfadado, el brillo en sus ojos… era irresistible.

—¿Dónde aprendiste a bailar así? —le preguntó cuando él la acompañaba de vuelta a la mesa.

—Llevo años bailando de salón. Tengo buen ojo, y supe al instante que nadie aquí bailaba mejor que usted —respondió él con una sonrisa.

El resto de la noche, Antonio —ya se habían presentado— solo bailó con Carmen. No se separaba de ella, no quería perderse ni una canción. A Carmen se le iba la cabeza entre el champán y esa sensación de ligereza, como si volviera a tener veinte años. “¿Y qué si es joven? Hoy bailo lo que me dé la gana, no sé cuándo tendré otra oportunidad”, pensó.

Después de la boda, Lucía se mudó con su marido. De momento alquilaban piso. A Carmen se le terminó la semana de vacaciones y volvió al trabajo. Su sorpresa fue enorme cuando, al salir del centro de servicios sociales —allí trabajaba—, vio a Antonio esperándola con un ramo de flores.

—¿Qué haces aquí… y con flores? Mañana mis compañeras se reirán de mí, preguntando en qué curso va mi pretendiente —protestó Carmen.

—Ya trabajo, terminé la universidad. Salgo una hora antes, y hoy me entró un deseo enorme de verte. Conseguí tu dirección gracias a tu hija. Y no soy tan joven, tengo 25, para que lo sepas —respondió él, un poco ofendido.

—Pues yo tengo 40, ¿notas la diferencia? Te aviso, no me sigas. No pierdas el tiempo conmigo. Mira a tu alrededor, hay un montón de jóvenes preciosas —dijo Carmen, y se marchó decidida hacia la parada del autobús.

—¿40? ¡No puede ser! Y si lo son, qué más da. Te amaré a cualquier edad, y nadie me lo impedirá, ¡ni tú misma! Desde que te vi en la boda, creo en el amor a primera vista, caí rendido —le dijo Antonio, siguiéndola de cerca.

A partir de ese día, Antonio empezó a esperarla cada tarde. Iba con ella en el autobús hasta su casa y luego volvía al suyo. No le pedía nada, solo era atento y caballeroso.

¿Qué voy a ocultarte? A Carmen le halagaban sus atenciones, pero sabía que la diferencia de edad era mucha. No quería arruinarle la vida, él merecía estar con una chica joven.

Pero por mucho que intentara alejarlo, llegó un momento en que su relación empezó a crecer. Antonio demostró ser sensible, serio y de palabra. Cuando Carmen enfermó de neumonía, él la cuidó. Fue quien la sacó adelante. Fue entonces cuando ella entendió que iba en serio, que realmente la amaba.

Ante tanta determinación, Carmen no pudo resistirse y se rindió. ¿Qué mujer lo habría hecho?

Antonio le pidió matrimonio. Lucía y su yerno la animaban a aceptar. Pero Carmen seguía negándose. Estaba segura de que, tarde o temprano, él la dejaría.

Sus dudas solo acabaron con un embarazo inesperado, que Carmen quiso interrumpir. “¿Un bebé? Estoy a punto de ser abuela. Antonio me dejará, y me tocará criarlo sola”. Pero él lo cambió todo. Él y sus padres la convencieron de que, incluso si se separaban, ayudarían con el niño.

Antonio y Carmen se casaron. Lo celebraron en casa, con los más cercanos, porque para entonces el vestido de novia no podía ocultar su estado.

Ahora su hijo, Andrés, tiene 20 años.

Carmen y Antonio siguen juntos. Comparten muchos intereses, se entienden con solo mirarse. En resumen, son felices.

Pero hay un “pero”. Carmen tiene ahora 60 años, y Antonio solo 45. A ella aún le atormenta la idea de haber arruinado su vida.

Pero él… él se considera el hombre más afortunado del mundo.

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