Boda celebrada, pero sin felicidad.

La boda tuvo lugar. El amor, no.
María de los Ángeles sacó con cuidado de su armario el vestido de novia de su hija y acarició su tela blanquecina. Las lágrimas le punzaban los ojos. Carmen volvió a casa apenas tres meses después de la celebración, sin sonrisa, sin fe en la felicidad y sin su marido.

— Mami, ¿puedo quedarme unos días con vosotros? — preguntó Carmen con voz trémula, parada en el umbral con unos maletines.
María de los Ángeles la abrazó en silencio y le ayudó a trasladar las maletas. Las preguntas esperarían. Sintió que algo se había roto dentro de su hija, algo irremediable.

Ahora, con Carmen en el trabajo, se perdía en tristes recuerdos. Todo había empezado tan bonito.

Carmen conoció a Raúl en una cena de compañeros de Navidad. Su amiga la invitó para que no pasase sola la Nochebuena. La joven pidió permiso para no ir, pero al final aceptó.

Raúl, un moreno de ojos castaños, la conquistó desde la primera mirada. Le trajo flores, la llevó a paseos románticos y hasta organizó una cena en un hermoso mirador del Cerro del Pan. Cinco meses después, en una terraza del Paseo del Prado, el hombre se arrodilló delante de todos y le preguntó con voz ronca:

— ¿Camu, quieres casarte conmigo?
Le extendió una cajita de terciopelo mientras los camareros se agolpaban para escuchar. Carmen sonrió tímidamente, aunque creía que las cosas iban demasiado rápido. La muchedumbre esperaba el “sí” con ansia, y ella, sin pensar, lo pronunció:

— Sí.

La preparación de la boda fue intensa. Raúl insistió en una celebración fastuosa:

— Mi vida, la boda se celebra una vez. Quiero que sea perfecta.
Carmen sugería algo más íntimo, pero él insistió en reservar el restaurante San Telmo, en Bilbao, y en invitar a cientos de conocidos, amigos y colegas. La mayoría de ellos, María de los Ángeles los vio por primera vez aquel día.

— Hijita, ¿no te das prisa? — le advirtió esa tarde, al verla salir de su habitación con la peluca medio puesta.
— Mamá, ya no tengo veintitantos. Encima, Raúl es tan considerado, tan apasionado… No podría encontrar mejor marido — respondió feliz.

Hoy, con los ojos de la muchacha apagados, María de los Ángeles no entendía qué había ocurrido.

Raúl se mudó al piso de Carmen de inmediato tras la recepción. Le decía que así no gastaban en alquiler, que ahorrarían para comprar un apartamento.

— Estoy ahorrando para cuando tengamos hijos, Camu. Mientras seguimos en este piso hasta que florezca la familia — le decía, besando su frente.

Carmen aceptó, aunque pronto descubrió que Raúl había perdido trabajo antes de la boda.

— ¿Por qué no me lo dijiste? — le preguntó una noche, al saberlo por el vecino.
— No quería estropear tu felicidad — suspiró él. — Ya estoy buscando empleo, no te preocupes.

Pero los días pasaron, y Raúl no buscaba. Se levantaba tarde, pasaba la semana navegando por el ordenador y por las noches salía con los compañeros de antaño. Carmen, que trabajaba en contabilidad desde las ocho de la mañana, volvía cansada, con la única esperanza de que su marido estuviera ocupado ayudándole en casa.

— ¿Y si te haces temporalet en algo, Raúl? — sugirió un día.
— ¿Tú crees que a mi mujer le gustaría que su marido trabajase como puerta? — protestó él. — Tengo experiencia y estudios. No pienso reducirme a trabajos menores.

Un viernes, Carmen regresó del trabajo antes de lo habitual. Desde la escalera del portal, vio a Raúl en una discoteca de la plaza de la Chopera. Al abrir la puerta de su piso, encontró el salón ruidoso, con botellas vacías, música a todo volumen y amigos de él cenando sin ella.

— ¡Camu, que estábamos celebrando! — rió Raúl, oliendo a vino tinto. Le intentó besar, pero ella retrocedió. Se encerró en el baño, sin saber qué era peor: la deshonradez o la indolencia.

Al día siguiente, cuando los amigos se fueron, descubrió que le habían robado el anillo de compromiso de oro, un regalo de su madre.

— ¿Dónde está mi anillo? — le preguntó, fría.
— ¿Qué anillo? — murmuró Raúl, medio dormido.
— El de oro, el de tu madre…
— ¡Ah! Lo traje prestado a un amigo. Tenía que pagar una deuda y pensaba recuperarlo enseguida.
— ¿Y el dinero? — insistió Carmen.
— Fui a cenar con los chicos, ¿qué más da?

La relación se desgastó como un tacón viejo. Raúl, con deudas ocultas, y Carmen, pagando facturas. Una noche, al no aguantar más, le dijo:

— Raúl, no podemos seguir así. Vamos a hablar de verdad.
— ¿De qué me hablas? — gruñó, sin levantar la vista del móvil.
— De nuestra boda. Yo trabajo día y noche…
— ¿Y qué? ¿Por dónde vas con tus quejas, Camu?

Le gritó que no era un rey, que no tuviese la culpa de que ella fuese una “glotona de dinero”. Carmen, asustada y triste, aumentó su jornada laboral, saliendo incluso las noches a tomar copas con amigas, solo para no tener que regresar a aquella casa.

Un día, Raúl perdió el control porque ella olvidó comprar el zumo de manzana que le gustaba:

— ¡Te niegas a cuidarme siquiera! ¿Cómo se te olvida lo que quiero? — gritó, rompiendo un vaso.
— Lo siento… estoy muy tensa.
— ¡A mí no me respetas! — vino a gritar contra la mesa.

Un teléfono interrumpió la escena. Raúl contestó al teléfono y le pidió perdones a la persona que llamaba. Cuando colgó, Carmen comprendió: su marido jamás respetaría su autoridad.

El punto final llegó cuando descubrió que Raúl había vendido el reloj de oro que su madre le había dejado como herencia. Lo halló al revisar el extracto bancario:

— ¿De dónde saques esos euros? — le preguntó.
— ¿No te das cuenta de que tengo más responsabilidades que tú, Camu?

No fue necesario más: el corazón de Carmen se heló. Se dio cuenta de que no se había casado con el hombre que vio en los ojos, sino con un mentiroso, un perezoso y un ambicioso vacío.

— Me voy — dijo, con voz temblorosa.
— ¡No puedes hacerme esto, Camu! — chilló Raúl. — ¡Nos casamos, no sabes lo que dices!
— No, yo no quería esta vida, Raúl.

Al salir, dejó el apartamento en el estado que el amor le dejó: vacío.

Aquel invierno, María de los Ángeles volvió a envolver el vestido para llevar. No sabía si algún día Carmen lo volvería a usar, pero sentía que había que conservarlo como un reclamo del pasado.

— Mírame, mamá — le dijo Carmen una noche, con el corazón roto. — Solo quiero que confíes en mí.
— Te confío, hija. No te centers en los errores. Aprende, y será mejor la próxima vez.

Carmen empezó a trabajar horas extra, a matricularse en cursos, y a salir con amigas. Un día, encontró entre老兵的照片 un recuerdo de su boda. Lo quemó en el baño, junto con el anillo, como símbolo de su divorcio definitivo.

— El amor — le dijo a su madre — no viene de un traje chaqueta o un anillo. Viene de quien te quiere después de todo.

Ahora, un año después, Carmen caminaba por el parque Mayor con libros bajo el brazo, con una sonrisa en los labios y, por primera vez, con serenidad. El pasado había sido dura, pero le había enseñado a ser valiente. La felicidad, comprendió, no se buscaba en ningún altar, sino en la vida misma.

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Boda celebrada, pero sin felicidad.