**Una Boca Más**
Hubo que apretarse en la mesa. La cocina de cinco metros ya no cabía para cinco personas: dos adultos y tres niños.
—Kiko, trae la banqueta del salón —pidió la madre.
El chico de diecisiete años puso los ojos en blanco, pero obedeció y volvió con la banqueta.
—Listo. Si movemos la mesa, cabemos todos. No es nada, Maximiliano, no es nada —dijo la mujer sin mirar al niño de cinco años, culpable de todo este lío. Luego se giró hacia el hombre, cuya cara dejaba claro lo poco que le gustaban estos cambios.
Primero, Elena sirvió un plato de gazpacho bien frío al padre de familia. Rápidamente cortó pan, jamón, y le pasó a su hija una cabeza de ajos para que la pelara. En un santiamén, los demás platos llegaron a la mesa. El hijo mayor, imitando al padre, tomaba un trozo de pan de centeno, lo cubría con una finísima loncha de jamón y se lo metía en la boca, alternando con cucharadas de gazpacho. Los ajos desaparecieron entre padre e hijo, dejando el platico vacío.
Maximiliano tenía la cuchara en la mano, pero no comía. Miraba fijamente a los dos hombres, sentados uno frente al otro. Quería imitarlos, pero los platos estaban demasiado lejos para alcanzarlos.
—Come —le dijo Sonia, de diez años, pasándole un trozo de pan y luego una loncha de jamón.
Maxi los agarró y los masticó como si fueran chocolatinas. Elena sonrió y también cogió su cuchara.
El padre rechazó el segundo plato. Kiko asintió en silencio. Y la niña pidió sal para espolvorear su pan. Bebieron el té sin hablar, cada uno mirando su taza. Los rosquillos y los mantecados desaparecían rápido de la panera: todos tenían prisa.
Al terminar, Alejandro se levantó el primero.
—Ahora los niños comen primero, luego nosotros. La mesa es pequeña.
Elena se quedó con el plato en las manos, quiso protestar, pero no se atrevió a llevar la contraria a su marido. Kiko lanzó una mirada furiosa a Maxi, que mordisqueaba un mantecado.
El día anterior, el padre había llegado a casa acompañado. Abrió la puerta y empujó al niño para que entrara.
—Adelante, Maximiliano —dijo Elena en el pasillo, con una toalla en las manos.
Estaba claro que los padres habían hablado del tema y que traer a Maxi a casa era una decisión pensada.
—¿Y este quién es? —Kiko salió de su cuarto con un libro.
—Es Maximiliano —respondió la madre con dulzura.
—Ya sé cómo se llama. ¿Quién es? —insistió el chico.
Alejandro y Elena no estaban preparados. Debían haberlo hablado antes, pero no le dieron importancia.
—Maxi vivirá con nosotros. Pondremos un sofá-cama en vuestra habitación.
—¿En nuestra habitación? —Sonia también salió al pasillo.
Su cuarto, compartido con su hermano, ya estaba dividido por un armario. Meter un sofá-cama suponía reorganizarlo todo.
—No pasa nada, haced sitio.
La autoridad del padre era incuestionable. A menudo ni siquiera necesitaba hablar: bastaba una mirada y los hijos obedecían sin preguntas.
Siete años atrás, el padre se había ido de casa. Hubo un escándalo tremendo. Elena, siempre tranquila, se deshizo en lágrimas y le rogó que no la dejara sola con los niños. Pero Alejandro cogió una maleta y se marchó. Se había enamorado. Conoció a Antonia en la fábrica y ya no pudo pensar en otra cosa. Ni siquiera sus hijos lo detuvieron. Dos años después, volvió. Con la misma maleta. No pidió perdón. Solo dijo en la puerta:
—Si has puesto la demanda de divorcio, me voy. Allá todo está perdido.
Elena no pudo responder. Había esperado ese momento durante noches interminables. Y ahora, allí estaba. Pero no tuvo palabras. Lo había perdonado hacía tiempo. Solo quería verlo.
Pasaron casi un año como compañeros de piso hasta que Alejandro lo contó todo y pidió perdón. Elena se ablandó, la vida volvió a su cauce, aunque con alguna que otra grieta. Y entonces llegó Maxi.
Antonia no estaba enferma. No le pasaba nada. Simplemente, el niño le estorbaba, le impedía volar como mariposa. Lo tuvo porque la fábrica le daba una habitación, una solución de vivienda.
—Tómalo o lo llevo al orfanato —le espetó a Alejandro cuando fue a ver a su hijo.
—¿Adónde lo llevo? Somos cuatro en un piso de dos habitaciones.
—No sé. Cuando lo tuve, tú tampoco preguntaste adónde.
—Pensé que me querías y que deseabas a Maximiliano.
—¡Ja! Claro que sí. Pues ahora piensa. El día uno tengo libre. Si no te lo llevas, lo dejo en el orfanato.
Era un farol. Sabía que Alejandro no permitiría que su hijo terminara allí. Y así fue.
Elena aceptó al niño sin dudarlo. No hacía distinciones entre sus hijos. Intentaba dar a cada uno lo que necesitaba. Amarlos por igual.
Pasó el tiempo. Compraron una mesa más grande para la cocina, donde pudieran sentarse todos. A Sonia le hicieron un rinconcito en el salón, liberando espacio en el cuarto de los chicos.
Kiko entró en la universidad, y Maxi empezó la escuela. Parecía que ya se habían acostumbrado, pero el mayor mostraba cada vez más resentimiento hacia su hermano pequeño. Ni siquiera el hecho de que compartieran padre calmaba las cosas. La madre intervenía con tacto, evitando herir a Maxi. Pero cuando el padre estaba, Kiko se callaba. Sonia, en cambio, lo aceptó desde el principio. Era más parecido a ella que su hermano mayor.
A Maxi no le faltaba de nada. Ropa, juguetes, material escolar… Elena repartía todo por igual. Pero a Kiko no le gustaba. A escondidas, llamaba a su hermano *”Una Boca Más”*, con desprecio. Si los padres no estaban, se desquitaba con él. Le encantaba tenderle trampas. A veces, Maxi recibía castigos por cosas que no había hecho.
Un día, Kiko llegó de la uni, comió una croqueta con macarrones y, para gastarle una broma a su hermano, se comió otra. Elena había freído justo las suficientes para que cada uno tuviera una esa noche. Kiko lo sabía.
Por la tarde, ella calentó las croquetas, cocinó lentejas y los llamó a cenar.
—Uy, ¿quién se ha comido una de más? —preguntó.
—Maxi se las comió al mediodía, Sonia lo vio —dijo Kiko, satisfecho.
Sonia asintió. Había visto a su hermano comerse una croqueta.
—Sí, me comí una —confirmó Maxi.
—¿Solo una? Les dije que guardaran una para cenar.
—Sí —dijo el niño con seguridad—. Fue Kiko, y ahora me echa la culpa, como la otra vez.
Elena ni siquiera miró a su hijo mayor. Le sirvió su ración y le puso el plato de lentejas con croqueta a Maxi.
—Leí en alguna parte que *”una boca más es peor que una pistola”*. ¿No es así, mamá?
El padre golpeó la mesa con el puño, se levantó y le arrebató el plato a Kiko, clavándole una mirada cargada de reproche. Le puso el plato delante de Elena y tiró el de ella delante de Kiko.
—Solo hay *”una boca más”* aquí. Y eres tú. Tienes veinte años y vKiko agachó la cabeza, comprendiendo por fin que la familia no se mide en bocas, sino en corazones.