**Una Boca Más**
La cocina de cinco metros ya no cabía para cinco personas: dos adultos y tres niños.
—Javier, trae una silla del salón —pidió la madre.
El joven de diecisiete años puso los ojos en blanco, pero obedeció. Regresó con una silla plegable.
—Aquí. Apartamos un poco la mesa y cabemos todos. No pasa nada, Dani —dijo la mujer sin mirar al niño de cinco años, causante del revuelo. Se giró hacia el hombre, cuyo gesto dejaba claro su disgusto por los cambios.
Elena sirvió primero al padre, colocando ante él un plato de sopa caliente. Cortó pan, chorizo y dio a su hija una cabeza de ajos para pelar. Pronto, todos tenían su plato. Javier, imitando a su padre, untaba pan con chorizo y lo saboreaba entre cucharadas de sopa. Los ajos desaparecieron rápido, dejando el plato vacío.
Dani sostenía la cuchara pero no comía, observando a los dos hombres frente a él. Quería imitarlos, pero los platos estaban lejos.
—Come —le dijo su hermana Lucía, de diez años, dándole pan y chorizo.
Dani lo devoró como si fueran golosinas. Elena sonrió y tomó su cuchara.
El padre rechazó repetir. Javier asintió en silencio. Lucía pidió sal para el pan. El té se bebió sin palabras, cada uno ensimismado. Las magdalenas y galletas desaparecieron rápido.
Al terminar, Alejandro se levantó primero:
—Ahora los niños comen primero, luego nosotros. La mesa es pequeña.
Elena dudó, pero no contradijo a su marido. Javier fulminó con la mirada al niño.
El día anterior, el padre había llegado con Dani. Lo empujó suavemente hacia dentro.
—Pasa, Dani —dijo Elena con una toalla en las manos.
Era evidente que la decisión estaba tomada.
—¿Quién es? —preguntó Javier, saliendo con un libro.
—Es Dani —respondió Elena con dulzura.
—Ya sé su nombre. ¿Quién es? —insistió.
Alejandro y Elena no estaban preparados. Debieron explicarlo antes.
—Vivirá con nosotros. Pondremos un sofá-cama en vuestra habitación.
—¿En nuestra habitación? —protestó Lucía.
Su cuarto era pequeño, dividido por un armario.
—Os haréis sitio —ordenó el padre.
Su autoridad era innegable.
Siete años atrás, Alejandro había abandonado el hogar. Hubo gritos, lágrimas. Elena lo suplicó, pero él se fue con una maleta. Se enamoró de Antonia, una compañera de trabajo.
Dos años después, regresó. Sin disculparse, dijo:
—Si iniciaste el divorcio, me voy.
Elena no pudo hablar. Lo había esperado tanto… Ya lo había perdonado.
Un año vivieron como extraños hasta que él se disculpó. La paz volvió, aunque diferente. Y entonces llegó Dani.
Antonia no quería al niño. Lo tuvo por el piso que daba la fábrica.
—Llévatelo o lo dejo en un orfanato —amenazó.
—¿A dónde? Somos cuatro en un piso pequeño.
—No es mi problema —encogió Antonia los hombros.
Alejandro no lo permitiría. Elena aceptó a Dani sin dudar. Trató a todos por igual.
Pasó el tiempo. Compraron una mesa más grande. Acondicionaron un rincón en el salón para Lucía, liberando espacio en el cuarto de los niños.
Javier entró en la universidad. Dani empezó primaria. Pero Javier mostraba resentimiento. Aunque eran hermanos de sangre, lo llamaba “Una Boca Más” con desprecio. Si los padres no estaban, lo humillaba.
Lucía, en cambio, lo quería. Era más parecido a ella.
Un día, Javier comió dos croquetas en el almuerzo, sabiendo que eran justas para la cena. Por la noche, Elena notó la falta.
—¿Quién tomó de más?
—Dani las robó al mediodía —acusó Javier, mirando a Lucía, quien asintió.
—Solo comí una —dijo Dani.
—Ya. Fue Javier quien mintió, como la otra vez.
Elena no miró a su hijo mayor. Puso su plato frente a Dani.
—Leí que “una boca más duele más que una bala”. ¿Es cierto, mamá?
Alejandro golpeó la mesa. Le arrebató el plato a Javier y lo puso frente a Elena.
—La boca sobra aquí eres tú. Tienes veinte años y vives a costa nuestra. Si quieres comer, trabaja. ¡Basta!
Dani bajó la vista. Alejandro salió furioso. Javier se marchó. Lucía fingió beber té.
Elena notó lágrimas en el plato de Dani.
—No la salarás más.
—No puedo comerla…
—Debes hacerlo. Es tuya. Acepta lo que te pertenece con gratitud. Y come. Un hombre debe estar fuerte para trabajar y pensar.
***
Al final del curso, Dani ya no esperaba a Lucía.
Un día, Javier lo vio cerca del colegio. Cuatro niños le arrebataban la mochila a una niña. Dani intentaba ayudarla.
Javier pasó de largo, pero al verlo en el suelo, corrió.
—¡Apartaos! —agarró a dos niños—. Cuatro contra uno… ¡Os exprimiré como limones!
No miró a Dani. Tenía miedo. Por primera vez, miedo por otro.
—¿Estás bien?
—Sí —respondió Dani.
—Es mi hermano. Si le hacéis algo más, os romperé.
Los niños huyeron. Javier se agachó.
—Levanta. ¿La cara?
—La cubrí con la mochila. Es por ella —señaló a la niña.
—¿La conoces?
—No.
—¿Y por qué la defendiste? ¡Son el doble que tú!
—Hay que proteger a las chicas, tengan cinco o veinticinco.
Javier sonrió. Su padre decía lo mismo.
—Vamos. Mamá te matará por el uniforme… Límpiate.
Caminaron en silencio. Javier miraba de reojo a Dani, quien se limpiaba la nariz.
—¿Por qué dijiste eso? —preguntó Dani de pronto.
—¿El qué?
—Lo de… “mi hermano”. Siempre me llamas…
—¿No lo eres?
—Sí.
—Pues eso, Dani. ¿Trato hecho?
—Hecho —escupió en la mano antes de estrechar la de Javier.
Este rio, pero no la limpió.
—¿Me ayudas con mates? Prometí a mamá sacar sobresalientes.
—¿Te cuestan?
—Un poco —encogió Dani los hombros.
—Te ayudo. Sin problema.
Al año siguiente, Dani sacó excelentes, gracias a su hermano.
Javier quiso independizarse, pero trabajar y estudiar era difícil. Aun así, contribuía en casa. Desde lo de las croquetas, no molestó a Dani. Incluso se hicieron amigos. Una lección bastó.
**Moraleja:** El egoísmo divide, pero el amor y la aceptación unen. Nadie sobra donde hay corazón.