*Mi querido diario,*
Senté a mi conejo de peluche en el sofá y le señalé con el dedo, firme:
—Quédate aquí, o vendrá la *bisabuela* y ocupará tu lugar.
Al escuchar los murmullos de mi hija de ocho años, Elena sonrió mientras limpiaba los cristales de la cocina. El reloj de pared, con una pequeña figura de cisne, marcaba los minutos que faltaban para la llegada de su abuela, Polina Grigorievna, que acababa de cumplir ochenta y tres años.
Por primera vez en nueve años, Polina Grigorievna se atrevía a viajar —cruzando medio país— para abrazar a su nieta y conocer a su bisnieta.
Antes, Lena vivía con ella en un pueblo de Castilla, junto a sus padres y la abuela. Pero en 2004 se mudó, se casó y estableció su vida lejos. Su madre, Vera, visitaba casi cada año, pero la abuela, ya mayor, esperaba siempre que su nieta volviera.
La vida de la joven pareja se llenó de hipotecas y trabajo. Los viajes a su tierra natal se posponían una y otra vez.
Este año esperaban a la madre de Lena, pero en su lugar llegó Polina Grigorievna: con el corazón débil, las piernas cansadas, y tras miles de kilómetros.
—Mamá, ¿para qué queremos a la bisabuela si ya tenemos a la abuela Vera y a la abuela Nina? —dijo Ana, cruzando los brazos con la franqueza de los niños.
—¿Para qué? ¡Es mi abuela y tu bisabuela! Viene a visitarnos, ¿no te lo he contado?
Ana arrugó la nariz:
—¡Pero es vie-ja!
Lena solía llamar a Polina Grigorievna, y cuando Ana creció, le pasaba el teléfono para que hablaran. También había fotos. Pero ni las voces ni las imágenes reemplazaban el contacto real. Ana, que nunca había visto a su bisabuela, solo veía en ella a una «viejita».
Lena contuvo un grito. La culpa le ardía: nueve años sin volver. Se sentó junto a su hija y le susurró:
—Sí, es mayor. Pero es familia, como la abuela Vera y la abuela Nina. No se habla así de los mayores. Polina Grigorievna es increíble, ya la querrás.
Ana pareció entender, pero a Lena le quedó un nudo en el pecho. Vergüenza por no haberle enseñado a su hija quién era su bisabuela.
Ese mismo día, llegó un paquete a casa. El remitente: Polina Grigorievna. Extraño, si llegaría en días. Dentro, había regalos y ropa cuidadosamente doblada. Ana, curiosa, encontró un abanico antiguo, delicado y amarillento. Junto a él, guantes de encaje y un vestido de baile.
—¡Wow! ¿Qué es esto? —Ana tocó la tela con ojos brillantes.
—No sé por qué lo envió si viene en persona —musitó Lena.
—¿Es suyo? —Ana frunció el ceño—. ¿Bailaba como yo?
El vestido, aunque antiguo, era hermoso, bordado con esmero. Toda la tarde exploraron esos tesoros, preguntándose qué significaban. Ana adoró el abanico y soñó con un vestido igual para sus clases de flamenco.
—Cuando crezcas, te haremos uno —prometió Lena, sonriendo.
Tres días después, Javier, el marido de Lena, recogió a Polina Grigorievna del aeropuerto. Lena, nerviosa por las palabras de Ana, temía que su hija dijera algo sin pensar.
—¡Chicas, llegó nuestra invitada! —anunció Javier, entusiasmado.
Detrás de él, apareció Polina Grigorievna: vestida con elegancia, sombrero pequeño, botines discretos y bolso en mano. Sus labios, pintados a la perfección, recordaban a Lena su lema: *«Los labios deben estar impecables, hasta sin espejo»*.
—¡Abuela! —Lena corrió hacia ella, conteniendo las lágrimas.
Aunque cansada del viaje, sus ojos brillaban con un calor que derretía cualquier distancia.
—Mi niña —susurró la abuela, abrazándola.
En la entrada, Ana observaba, indecisa. Polina Grigorievna notó su timidez y, sin forzar nada, entró al salón apoyándose en Lena.
—Viajar a mi edad no es fácil, pero quería verlas tanto que no pude esperar. Antes, el hueso roto… ya sabes…
—Abuelita, deberíamos haber ido nosotras —susurró Lena.
—Tranquila, cariño. Descansaré un poco.
Tras el té, Polina Grigorievna arregló su cabello castaño entrecano y posó sus ojos en Ana. Quería abrazarla, pero esperaba.
Ana, al fin, rompió el silencio:
—¿Esto es tuyo? —señaló el vestido.
—Sí —sonrió la abuela—. Con él bailé en una gala de la época romántica.
Ana imaginó a su bisabuela danzando.
—¿Por qué lo enviaste? —preguntó Lena.
Polina levantó la barbilla con orgullo:
—Quería que me conocieran *de verdad* antes de llegar.
Ana, al oír *«de verdad»*, se iluminó.
—¡Yo también bailo! —exclamó, corriendo por su traje de flamenco.
En media hora, ya no se separaban. Polina Grigorievna, al sentir el cariño de Ana, la abrazó como si llevara esperándolo toda la vida.
Esa noche, al arropar a Ana, Lena vio a su abuela hacerlo con la misma ternura que cuando era pequeña. El corazón le dio un vuelco.
—Qué suerte tenerte aquí —le dijo, abrazándola fuerte.
En el bolso de Polina Grigorievna había pastillas para el corazón. Y en su maleta, un tensiómetro. *«Dios, cuánto esfuerzo hizo por nosotras»*, pensó Lena, viendo cómo su hija y su abuela se unían, superando tiempo y distancia.
*Esta historia ocurrió en un pueblo de Andalucía, donde el amor de una familia unió generaciones, borrando kilómetros y años de espera.*